Authors: Greg Egan
—No hemos matado a nadie. Os hemos mapeado sobre un polvo de Cantor, eso es todo. Cada uno de ti sigue con vida... pero ninguno de vosotros puede detener la vorágine.
Polvo de Cantor. Un conjunto fractal, de un infinito no numerable, pero con medida cero. No hay
un
hueco en mi presencia; hay un número infinito de huecos, una serie interminable de agujeros cada vez más pequeños, por todas partes. Pero...
—¿Cómo? Me embaucaste, me hiciste hablar, ¿pero cómo pudiste coordinar los retrasos? ¿Y calcular el efecto? Haría falta...
—¿Potencia computacional infinita? ¿Un número infinito de personas? —sonríe un poco—. Yo
soy
un número infinito de personas. Todas somnámbulas bajo los efectos de S. Todas soñándose mutuamente. Podemos actuar en sincronía, como una... o podemos actuar independientemente. O alguna situación intermedia, como ahora: las versiones de mí que te han visto y oído en algún momento comparten sus datos sensoriales con el resto de mí.
Me vuelvo para mirar a la soñadora.
—¿Por qué defenderla? Nunca obtendrá lo que quiere. Está deshaciendo la ciudad, y jamás llegará a su destino.
—Quizá no aquí.
—¿
No aquí
? ¡Está atravesando todos los mundos en los que está viva! ¿Qué más hay?
La mujer agita la cabeza.
—¿Qué crea esos mundos? Posibilidades alternativas para procesos físicos normales. Pero no se detiene ahí; las posibilidades de movimiento
entre
mundos provocan exactamente el mismo efecto. El superespacio
en sí
también se divide en versiones diferentes, versiones que contienen todos los flujos posibles entre mundos. Y pueden darse flujos de nivel superior, entre esas versiones del superespacio, de forma que toda la estructura vuelve a dividirse. Y así sucesivamente.
Cierro los ojos, ahogándome en el vértigo. Si este ascenso interminable hacia infinitos mayores es cierto...
—¿En algún lugar el soñador siempre triunfa? ¿Independientemente de lo que yo haga?
—Sí.
—¿Y en algún lugar yo siempre gano? ¿En algún lugar no has conseguido derrotarme?
—Sí.
¿
Quién soy
? Soy los que tienen éxito. ¿Entonces quién soy? No soy nada en absoluto. Un conjunto de medida cero.
Dejo caer el arma y doy tres pasos hacia la soñadora. Mis ropas, ya andrajosas, pasan a otros mundos y se van.
Doy otro paso, y luego me detengo, sorprendido por una tibieza súbita. El pelo y la capa externa de mi piel han desaparecido; estoy cubierto por sudor de sangre. Por primera vez aprecio la sonrisa congelada en el rostro de la soñadora.
Y me pregunto: ¿en cuántos conjuntos infinitos de mundos daré un paso más? ¿Y cuántas versiones no numerables de mí decidirán dar la vuelta y salir de la habitación? ¿
A quién puedo estar salvando de la vergüenza, cuando viviré y moriré de todas las formas posibles
?
A mí mismo.
Martin Place estaba atestado con las habituales multitudes frenéticas de la hora del almuerzo. Miré nervioso las caras; el momento casi había llegado y todavía no había visto a Alison.
Una y veintisiete y catorce segundos.
¿Me equivocaría en algo tan importante? ¿Con el conocimiento del error todavía fresco en mi mente? Pero ese conocimiento no serviría de nada. Evidentemente afectaría a mi estado mental, evidentemente influiría en mis acciones... pero yo ya sabía con exactitud cuál sería el resultado neto de ésa o cualquier otra influencia: escribiría lo que había leído.
No tendría que haberme preocupado. Miré la hora, y mientras
1:27:13
se convertía en
1:27:14
, alguien me tocó el hombro. Me volví; era Alison, claro. Nunca la había visto en carne y hueso, pero pronto dedicaría el ancho de banda de un mes a enviar una fotografía en comprensión Barnsley. Vacilé, luego dije mis frases, por horribles que fuesen.
—Qué curioso encontrarte aquí.
Sonrió, y de pronto quedé anonadado y mareado por la felicidad... justo lo que había leído mil veces en mi diario, desde la primera vez que, a los nueve años, di con la entrada de ese día; exactamente como lo describiría, necesariamente, frente a la terminal esa noche. Pero —dejando de lado el conocimiento futuro— ¿cómo podría sentir algo que no fuese euforia? Al fin había conocido a la mujer con la que pasaría mi vida. Teníamos cincuenta y ocho años por delante, y nos amaríamos hasta el final.
—Bien, ¿dónde almorzamos?
Fruncí el ceño ligeramente, preguntándome si estaría bromeando, preguntándome por qué iba yo a dudar. Dije vacilante:
—Fulvio's. ¿Tú no...? —pero claro, ella no tenía ni idea de los pequeños detalles de la comida; el 4 de diciembre de 2074 yo escribiría admirado:
A. se concentra en lo importante; nunca deja que las trivialidades la distraigan.
Dije:
—Bien, la comida no estará lista a tiempo; en el restaurante se confundirán con los horarios, pero...
Se llevó un dedo a los labios, luego se inclinó y me besó. Durante un momento, estuve demasiado conmocionado para hacer nada excepto quedarme inmóvil como una estatua, pero después de un par de segundo, le devolví el beso.
Cuando nos separamos, dije estúpidamente:
—No sabía... pensaba que simplemente... Yo...
—James, te estás poniendo colorado.
Tenía razón. Me reí, avergonzado. Era absurdo: en una semana haríamos el amor, y yo ya conocía hasta el último detalle... sin embargo, ese beso inesperado me dejó alterado y confundido.
—Vamos —dijo— quizá la comida no esté lista, pero tenemos muchas cosas de las que hablar mientras esperamos. Sólo espero que no lo hayas leído todo por anticipado, o vamos a pasar un rato muy aburrido.
Me cogió de la mano y empezó a guiarme. Yo la seguí, todavía estremeciéndome. A medio camino del restaurante al fin conseguí decir:
—Antes... ¿sabías que eso pasaría?
Rió.
—No. Pero no me lo cuento todo. Me gusta recibir una sorpresa de vez en cuando. ¿A ti no?
Su actitud despreocupada me dolió.
Nunca permite que las trivialidades la distraigan.
Intenté hablar; toda la conversación me resultaba desconocida y nunca se me ha dado bien improvisar una conversación que vaya más allá de las trivialidades.
—El día de hoy es muy importante para mí —dije— siempre decía que escribiría el relato más cuidadoso, más
completo
, posible. Es decir, voy a registrar la hora de nuestro encuentro con precisión de segundos. No puedo imaginar que esta noche me siente y
ni siquiera mencione
nuestro primer beso.
Me aprieta la mano, luego se me acerca y me susurra con tonos de fingida conspiración:
—Pero lo harás. Sabes que lo harás. Y yo también. Sabes exactamente lo que vas a escribir, y exactamente lo que no vas a contar... y el hecho es que ese beso seguirá siendo nuestro secretito.
Francis Chen no fue el primer astrónomo en buscar galaxias con inversión temporal, pero fue el primero en hacerlo desde el espacio. Cubrió el cielo con un pequeño instrumento, desde la órbita baja de la Tierra tan llena de basura, mucho después de que todas las investigaciones serias se hubiesen trasladado al vacío (relativamente) impoluto de la cara oculta de la Luna. Durante décadas, ciertas teorías cosmológicas —muy especulativas— habían sugerido que podría ser posible entrever la fase futura de re-contracción del universo, durante la cual —quizá— la flecha del tiempo se invertiría.
Chen cargó un detector de luz hasta la saturación, y buscó una región del cielo que lo
desexpusiese
, descargando los píxeles en forma de imagen reconocible. Los fotones de galaxias normales, recogidos por telescopios normales, dejaban su marca en forma de patrones de carga en matrices de polímeros electro-ópticos; una galaxia con inversión temporal exigiría sin embargo que el detector
perdiese
carga, emitiendo fotones que abandonaría el telescopio en un largo viaje al universo futuro, para ser absorbidos por estrellas decenas de miles de millones de años en el futuro, contribuyendo infinitesimalmente a que sus procesos nucleares las llevasen de la extinción hacia el nacimiento.
El anuncio de éxito de Chen se recibió con un escepticismo virtualmente unánime —con toda la razón, ya que se negó a divulgar las coordenadas de su descubrimiento—. He visto la grabación de su primera y única rueda de prensa.
—¿Qué pasaría si apunta un detector
descargado
hacia esa cosa? —preguntó un periodista confundido.
—No se puede.
—¿Qué quiere decir con
no se puede
?
—Supongamos que apuntamos un detector hacia una fuente de luz normal. A menos que el detector no esté funcionando,
acabará
cargado. No tiene sentido declarar:
voy a exponer este detector a la luz y acabará sin cargarse.
Es ridículo; simplemente no pasaría.
—Sí, pero...
—Ahora no hay más que invertir la situación en el tiempo. Si vas a exponer un detector a una fuente de luz inversa en el tiempo,
estará
cargado de antemano.
—Pero si lo descarga por completo antes de exponerlo, y luego...
—Lo siento. No lo hará.
No se puede hacer.
Poco después, Chen se retiró a una oscuridad autoimpuesta, pero su trabajo se había realizado con fondos gubernamentales y él cumplió con los rigurosos requerimientos de auditoria, por lo que en varios archivos había copias de sus notas. Pasaron casi cinco años antes de que nadie se molestase en exhumarlas —cuando nuevos avances teóricos pusieron de moda sus afirmaciones— pero una vez que las coordenadas se hicieron públicas, a una docena de grupos, sólo les llevó unos días confirmar los resultados originales.
La mayoría de los astrónomos participantes dejaron la cuestión en ese punto, pero tres personas siguieron avanzando hasta la conclusión lógica:
Supongamos que un asteroide, a unos cientos de miles de millones de kilómetros de distancia, bloquease la línea de visión entre la Tierra y la galaxia de Chen. En el marco temporal de la galaxia, habría un retraso como de media hora o así antes de que la ocultación fuese visible en órbita baja de la Tierra, antes de que llegase el último fotón surgido antes de la llegada del asteroide. Pero nuestro marco temporal va a la inversa; para nosotros, el "retraso" sería
negativo.
Podemos considerar el detector, no la galaxia, como la fuente de fotones, pero aun así tendría que dejar de emitirlos media hora
antes
de la interrupción del asteroide, para emitirlos sólo cuando tuviese un camino libre hasta el destino. Causa y efecto; el detector debe tener una razón para perder carga y emitir fotones, incluso si esa razón se encuentra en el futuro.
Reemplaza el incontrolable —e improbable— asteroide con un simple cierre electrónico. Pliega con espejos la línea de visión, comprimiendo el experimento a dimensiones más manejables, permitiéndote además situar el obturador y el detector virtualmente uno al lado del otro. Muestra una imagen tuya en un espejo, y obtendrás una señal del pasado; haz lo mismo con la luz de la galaxia Chen, y la señal provendrá del futuro.
Hazzard, Capaldi y Wu situaron un par de espejos espaciales a unos pocos miles de kilómetros de distancia entre sí. Con relés múltiples, lograron un camino óptico de unos dos segundos de luz. A un extremo de ese "retraso" situaron un telescopio, apuntado a la galaxia Chen; y al otro extremo situaron un detector ("otro extremo" ópticamente hablando... físicamente, estaba contenido en el mismo satélite que el telescopio). En los primeros experimentos, el telescopio estaba acoplado con un obturador que se disparaba "impredeciblemente" con la desintegración de una pequeña muestra de un isótopo radioactivo.
Un ordenador registró la secuencia de aperturas y cierre del obturador y la tasa de descarga del detector. Se compararon los dos conjuntos de datos...y, sin sorpresa, los dos patrones encajaban. Excepto, claro, que el detector empezaba a descargarse dos segundos antes de que se abriese el obturador, y dejaba de hacerlo dos segundos antes de que se cerrase.
Por tanto, reemplazaron el disparador de isótopo con un control manual y se turnaron para intentar cambiar el futuro inmutable.
Hazzard contó, en una entrevista concedida varios meses más tarde:
—Al principio, parecía una versión perversa de una prueba de tiempo de reacción: en lugar de tener que pulsar el botón verde cuando se encendía la luz, debías intentar pulsar el botón rojo y viceversa. Al principio, realmente creía estar "obedeciendo" a la señal simplemente porque no podía disciplinar mis reflejos para hacer algo tan "difícil" como contradecirla. En retrospectiva, sé que no era más que una racionalización, pero en su momento me convencía de veras. Así que hice que el ordenador intercambiase las convenciones... y, por supuesto, no sirvió de nada. Cuando el monitor decía que yo iba a abrir el obturador, independientemente de cómo lo expresase, yo lo abría.
—
¿Y cómo le hacía sentir? ¿
Sin alma
?¿
Robótico
?¿
Un prisionero del destino
?
—No. Al principio, simplemente... torpe. Descoordinado. Tan torpe que no podía pulsar el botón equivocado, por mucho que lo intentase. Y luego, tras un tiempo, todo empezó a parecerme perfectamente... normal. No me obligaban a abrir el "obturador"; lo abría exactamente cuando me apetecía abrirlo y observaba las consecuencias... las observaba antes de que lo hiciese, sí, pero ese detalle ya no parecía ser tan importante. Querer "no abrirlo" cuando ya sabía que lo haría parecía tan absurdo como desear cambiar algo del pasado que ya sabía que había sucedido. ¿La incapacidad de no poder reescribir la historia le hace sentir "sin alma"?
—No.
—Esto es exactamente lo mismo.
Fue fácil extender el alcance del dispositivo; haciendo que el detector en sí disparase el obturador dentro de un bucle de retroalimentación, dos segundos se podían convertir en cuatro segundos, cuatro horas o cuatro días. O, en teoría, cuatro siglos. El verdadero problema era el ancho de banda; simplemente bloquear o no la visión de la galaxia Chen sólo codificaba un único bit de información, y el obturador no se podía abrir o cerrar a demasiada velocidad, ya que el detector precisaba de casi medio segundo para perder carga suficiente para indicar una exposición inequívoca de una señal al futuro.