149. ¡Los pequeños actos discrepantes son necesarios!
En el campo de las costumbres, obrar en alguna ocasión en contra de lo que se piensa, ceder en la práctica aunque reservándose la libertad intelectual, comportarse como hace todo el mundo y compensar así a todo el mundo de nuestras opiniones discrepantes con una muestra de amabilidad, constituye algo que los hombres un tanto independientes juzgan no sólo aceptable, sino también
honrado, humano, tolerante, falto de pedantería
y todos los demás calificativos que sirven para adormecer la conciencia intelectual. De este modo, vemos que un ateo bautiza cristianamente a su hijo, que un individuo que condena drásticamente el odio entre los pueblos hace el servicio militar como todo el mundo, y que un tercero que es irreligioso se casa por la Iglesia porque su familia es religiosa, sin que le avergüence la incongruencia en la que incurre al hacer sus promesas delante de un sacerdote. El
prejuicio
y el
error
groseros dicen: «No tiene ninguna importancia que un individuo haga lo que hace todo el mundo y lo que siempre se ha hecho». Sin embargo, no hay nada más
importante
que confirmar una vez más lo que ya es de por sí poderoso, tradicional y absurdo, fortaleciéndolo mediante el acto de un individuo sensato. Con ello, estas cosas reciben la sanción de la razón misma, a los ojos de quienes oyen hablar de ello. Respeto vuestras opiniones, pero
los pequeños actos discrepantes
tienen mayor valor.
150. El azar de los matrimonios.
Si fuera un dios, y un dios benévolo, lo que más me molestaría serían los
matrimonios
de los seres humanos. Un individuo puede llegar muy lejos durante los setenta años de su vida, o incluso durante los treinta; lo que resulta sorprendente hasta para un dios. Pero cuando luego se le ve arrojar el botín conseguido en su lucha y los laureles de su triunfo delante de la primera mujer que encuentra y ésta los pisotea, cuando se observa lo bien que supo adquirir y lo mal que supo conservar, y que ni siquiera piensa que, mediante la fecundación, puede preparar una vida más victoriosa aún, uno acaba perdiendo la paciencia y diciendo: «A la larga, nada se puede esperar de la humanidad; los individuos son despilfarradores; el azar de los matrimonios niega toda base racional para que la humanidad dé un gran paso; dejemos de observar asidua e insensatamente este espectáculo sin objeto». En esta disposición de ánimo se retiraron antaño los dioses de Epicuro a su silenciosa felicidad divina porque estaban cansados de los hombres y de sus asuntos amorosos.
151. Hay que inventar un nuevo ideal.
A un enamorado no se le debería dejar que decidiera acerca de su vida ni que, a impulsos de un violento capricho, determinara la clase de personas con las que va a convivir en el futuro. Se deberían declarar públicamente nulos los juramentos de los enamorados y negarles el matrimonio, precisamente porque habría que conceder al matrimonio una importancia mucho mayor, de forma que no se contrajera en los casos en los que hoy se contrae. La mayoría de los matrimonios son de tal clase que no desean tener a un tercero por testigo. Pero, por lo general, aparece ese testigo: es el hijo, y éste más que un testigo constituye una víctima propiciatoria.
152. Fórmula de juramento.
«Si miento, que me dejen de considerar honrado y que todos los hombres tengan derecho a decírmelo a la cara». Propongo esta fórmula en lugar del juramento jurídico y de la habitual apelación a Dios. Es
más fuerte
. El individuo piadoso no tendría razones para no usarla, pues cuando no
bastara
el juramento habitual, debería escuchar su catecismo, que le manda: «No tomad el nombre de Dios en vano».
153. Un descontento.
Es uno de esos valientes de antaño: le enoja la civilización porque cree que ésta tiende a que todos, tanto los valientes como los cobardes, tengan acceso a todo lo bueno: los honores, las riquezas y las mujeres hermosas.
154. Consuelos frente al peligro.
Los griegos, que vivían una vida rodeada de grandes peligros y cataclismos, buscaban en la meditación y en el conocimiento una especie de sentimiento de seguridad y un último refugio. Nosotros, que vivimos en una paz incomparablemente mayor, hemos trasladado el peligro a la meditación y al conocimiento, y buscamos
en la vida
el descanso y la defensa frente a ese peligro.
155. Escepticismo extinguido.
Las empresas peligrosas son mucho más raras en la época moderna que en la antigüedad y en la Edad Media, probablemente porque en la época moderna no se cree en los signos, en los oráculos, en las constelaciones ni en los adivinos. Es decir, que nosotros ya no somos capaces de
creer en un futuro
que nos está reservado, como creían los antiguos, quienes, al contrario que nosotros, eran mucho menos escépticos respecto a lo que
sucede
, que respecto a lo que
es
.
156. Malo por orgullo.
«¡Con tal de que no nos sintamos demasiado a gusto!». Esto era lo que temían íntimamente los griegos de los buenos tiempos.
Por eso
predicaban la mesura. ¡Nosotros, en cambio…!
157. El culto de las onomatopeyas.
¿Qué indica el hecho de que nuestra civilización no sólo tolere las muestras de dolor, las lágrimas, las quejas, los reproches, los gestos de rabia o de humildad, sino que además los apruebe y los incluya entre las cosas nobles e inevitables, mientras que el espíritu de la filosofía antigua los despreciaba, creía que le rebajaba y no los consideraba como algo necesario? Recuérdese lo que dice Platón —que no era precisamente uno de los filósofos más inhumanos— del Filoctetes de la obra trágica. ¿Carecerá tal vez de
filosofía
nuestra civilización moderna? ¿Formaremos todos parte de la plebe, según el criterio de los filósofos antiguos?
158. Los climas del adulador.
Hoy en día ya no hay aduladores que doblen el espinazo delante de los príncipes porque éstos tienen actualmente unas aficiones bélicas que repugnan a los aduladores. Donde hoy brota esa flor es entre los banqueros y los artistas.
159. Los que evocan a los muertos.
Hay hombres vanidosos que aprecian más un fragmento del pasado que el presente, en la medida en que pueden revivirlo con su imaginación (sobre todo si es difícil), y querrían, en caso necesario, resucitar a los muertos. Pero como el número de los vanidosos es muy considerable, el peligro que presentan los estudios históricos, desde el momento en que cae en sus manos una época, no es baladí; se desperdicia demasiada fuerza en tratar de resucitar todo lo imaginable. Tal vez se comprenda mejor todo el movimiento romántico desde este punto de vista.
160. Vanidoso, codicioso e imprudente.
Tus deseos son mayores que tu razón, y tu vanidad es mayor aún que tus deseos. A los individuos de tu calaña hay que recomendarles básicamente
mucha
práctica cristiana, además de una cierta dosis de teoría schopenhaueriana.
161. La belleza es acorde con la época.
Si nuestros escultores, nuestros pintores y nuestros músicos quisieran captar el sentido de nuestra época, tendrían que mostrar una belleza engreída, gigantesca y nerviosa, del mismo modo que los griegos, impulsados por su moral de la medida y de la proporción, concebían y plasmaban la belleza en el Apolo de Belvedere, que nosotros deberíamos encontrar
feo
, si no fuera porque los
clasicistas
pedantes nos han arrebatado la sinceridad.
162. La ironía de los hombres de hoy.
Actualmente los europeos acostumbran a tratar con ironía todos los grandes intereses, porque, a fuerza de andar ajetreados en el servicio de éstos, no tienen tiempo de tomarlos en serio.
163. Contra Rousseau.
Nuestra civilización es, ciertamente, algo deplorable, pero podemos o concluir con Rousseau que esta civilización deplorable es la causa de nuestra
inmoralidad
, o deducir contra Rousseau que nuestra
moralidad
es la causa de nuestra deplorable civilización. Nuestras concepciones sociales del bien y del mal, débiles y afeminadas, y la enorme influencia que ejercen en el cuerpo y en el alma, han terminado debilitando todos los cuerpos y todas las almas y quebrantando a los hombres independientes, autónomos, sin prejuicios, que son los auténticos pilares de una civilización sólida. Allí donde hoy hallamos
inmoralidad
, podemos ver las últimas ruinas de estos pilares. Tenemos, pues, una paradoja frente a otra paradoja. Es imposible que la verdad se dé a ambos lados. ¿En cuál de los dos está? Piénsese.
164. Algo posiblemente prematuro.
Quienes hoy en día se sienten apegados a las costumbres y a las leyes establecidas, tratan de organizarse y de crear un
derecho
propio, utilizando diferentes nombres equivocados que inducen a error, y las más de las veces con una gran falta de exactitud; mientras que hasta ahora todos los criminales, todos los librepensadores y todos los hombres inmorales y malvados han vivido desacreditados y fuera de la ley, y han perecido bajo el peso de la mala conciencia. Deberíamos, ante todo,
aprobar
esto y considerarlo
bueno
, aunque el siglo venidero pierda en seguridad y tal vez sea preciso que todo el mundo vaya con el fusil al hombro. Por lo menos, habría una corriente de opinión que estaría constantemente recordando que no existe una moral absoluta y exclusiva, y que toda moral que se afirma excluyendo a todas las demás destruye demasiadas fuerzas vivas y hace pagar un precio muy caro a la humanidad. Los discrepantes, que con frecuencia son los inventivos y los creadores, no deben ser sacrificados; no es conveniente considerar vergonzosa la transgresión moral de pensamiento y de obra; hay que llevar a cabo muchos intentos nuevos para transformar la existencia y la sociedad; es preciso que el mundo se libere del enorme peso que supone la mala conciencia; es necesario que estos fines generales sean aceptados y fomentados por todo aquél que busque honradamente la verdad.
165. La moral que no enoja.
Los preceptos morales que un pueblo deja que le enseñen y que le prediquen guardan relación con sus defectos principales, y por eso no le resultan enojosos. Los griegos, que tan fácilmente perdían la moderación, la sangre fría, el sentido de la justicia y, en general, la prudencia, prestaban atención a las cuatro virtudes socráticas: ¡tenían tanta necesidad de estas virtudes y tan poca disposición para ellas!
166. En la encrucijada.
¿No te da vergüenza? Deseas entrar en un sistema en el que hay que convertirse en rueda, si no quieres ser aplastado por la máquina; en un sistema donde cada cual ha de ser lo que
hagan
de él sus superiores; donde constituye un deber natural la búsqueda de
contactos
; donde nadie se ofende cuando se le indica que se fije en una determinada persona porque
puede serle útil
; donde a nadie le da vergüenza acudir a quien sea para interceder por alguien; donde no se comprende que el sometimiento deliberado a estas prácticas conlleva el convertirse en un vulgar recipiente, que los demás pueden usar y romper cuando les plazca, sin concederle mayor importancia; donde, en último término, vienes a decir: «Nunca faltarán hombres de mi clase; utilizadme como queráis».
167. Los homenajes absolutos.
Cuando pienso en el filósofo alemán más leído, en el músico alemán más escuchado y en el estadista alemán más aceptado, no puedo menos de decirme: el hecho de que la vida trate tan duramente a este pueblo alemán, de sentimientos absolutos, se debe a sus grandes hombres. En los tres campos a los que acabo de referirme, éstos han ofrecido un espectáculo digno de ser contemplado; cada uno de ellos parece un río tan fuertemente agitado en el cauce que él mismo se ha abierto, que se diría que pretende escalar los montes. Y, sin embargo, por muy grande que sea la admiración que inspiren, ¿quién no querría opinar de
distinta
forma que Schopenhauer? ¿Y quién compartiría hoy totalmente, en las cosas grandes y en las pequeñas, las opiniones de Ricardo Wagner, aun aceptando que sea verdad la reflexión que hizo alguien un día en el sentido de que cuando Wagner impulsa algo, en ese algo se encuentra un problema oculto, lo cual puede ser cierto, pues él nunca revela lo que realmente es? Y, por último, ¿cuántos habrá que desearían estar totalmente de acuerdo con Bismarck, si éste estuviera de acuerdo consigo mismo o, por lo menos, diera en el futuro la apariencia de estarlo?
Bien es cierto que en un estadista no debiera resultar sorprendente el carecer de
principios
y el tener
instintos dominantes
, un espíritu que cambie a merced de unos violentos instintos de dominio, faltos por lo mismo de principios, sino que todo ello debiera parecer adecuado y acorde con la naturaleza. Pero, lamentablemente, qué poco alemán ha sido esto hasta ahora; lo mismo que el ruido en torno a la música, y la disonancia y el malhumor por parte del músico; lo mismo que el nuevo y extraordinario punto de vista que escogió Schopenhauer, que ni se situó por encima de las cosas ni se arrodilló ante ellas —lo uno y lo otro hubiera sido auténticamente alemán—, sino que actuó
contra
ellas. ¡Qué actitud más increíble y desagradable! ¡Situarse en el mismo nivel de las cosas y erigirse, sin embargo, en su adversario, y hasta en el adversario de sí mismo! ¿Qué debe hacer quien admire incondicionalmente este modelo? ¿Y qué debe hacer el partidario de los tres modelos que están en pugna entre sí, ya que Schopenhauer se opone a la música de Wagner, Wagner condena la política de Bismarck, y Bismarck es adversario de todo lo wagneriano y de todo lo schopenhaueriano? ¿Cómo salir del atolladero? ¿Adonde habrá que acudir para apagar la sed de
veneración conjunta
? ¿Cabría elegir, de entre la música del compositor, algunos centenares de compases, de esos que nos llegan al corazón, porque tienen corazón, y aislarnos con este pequeño botín, olvidándonos de lo demás? ¿O tratamos de combinar al filósofo con el estadista, escogiendo algo, encariñándonos con ello, y sobre todo
olvidándonos del resto
? Pero ¡es tan difícil olvidar!
Érase una vez un hombre tan orgulloso, que no quería de ninguna manera aceptar nada de nadie, ni bueno ni malo; pero cuando tuvo necesidad de
olvidar
, no lo consiguió, y tuvo que conjurar tres veces a los espíritus. Acudieron éstos, escucharon su petición y al final le contestaron: «¡Eso es lo único que no está en nuestra mano hacer!». Posiblemente los alemanes debieran aprovechar esta experiencia de
Manfredo
. ¿Para qué conjurar a los espíritus? Esto no sirve de nada; no olvidamos cuando queremos olvidar, ¡y
qué cantidad
de cosas habría que olvidar de estos tres grandes hombres de nuestra época para poder admirarles incondicionalmente! Sería preferible aprovechar la ocasión para intentar algo nuevo, es decir, para avanzar en la
honradez respecto a uno mismo
, y en lugar de ser un pueblo que repite con credulidad y que odia con ceguera, convertirse en un pueblo que aprueba con condiciones y que se opone con benevolencia, sabiendo, sobre todo, que los homenajes incondicionales a las personas son un tanto ridículos, que cambiar de opinión respecto a este tema no sería deshonroso ni siquiera para los alemanes, y que hay una profunda frase, digna de ser tomada a pecho: «Lo importante no son las personas, sino las cosas». Esta frase es, como quien la dijo —el soldado y republicano Carnot—, grande, sencilla, valiente y sobria. Pero ¿se puede hablar así a los alemanes de un francés, que además era republicano? Probablemente no, y tal vez ni siquiera tengamos derecho a recordarles lo que antaño les dijo Niebuhr: que nadie le había producido la impresión de
la verdadera grandeza
como Carnot.