Aurora (14 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Aurora
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111. A quienes admiran la objetividad.

Quien de niño ha captado en los que le rodeaban variados e intensos sentimientos, junto con unos juicios superficiales y una escasa inclinación hacia la precisión intelectual, empleando casi toda su fuerza y lo mejor de su tiempo en imitar esos sentimientos, cuando llega a la edad adulta y puede observar en sí mismo que toda cosa nueva o todo individuo nuevo suscitan en su alma simpatía o antipatía, envidia o desprecio. Por influencia de sus experiencias y recuerdos de los que no se puede librar, suele admirar la
neutralidad de los sentimientos
, la
objetividad
, considerándola como algo extraordinario, casi genial y propio de una moral poco común. Ese tal no comprende que semejante neutralidad es también el resultado de la
educación
y del
hábito
.

112. Para la historia natural del deber y del derecho.

Nuestros deberes no son otra cosa que los derechos que los demás tienen sobre nosotros. ¿Cómo adquirieron esos derechos? Porque nos consideraron capaces de contraer compromisos y de cumplirlos, porque nos tuvieron por individuos iguales y semejantes a ellos, y, a causa de esto, nos prestaron algo, nos educaron y mantuvieron. Al cumplir, pues, nuestro deber, respondemos a la idea que otros han tenido respecto a nuestra capacidad y a la que debemos el bien que nos han hecho, y devolvemos en la misma medida lo que hemos recibido. Es, pues, nuestro orgullo quien nos exige cumplir nuestros deberes; tratamos de ser autónomos, correspondiendo a lo que otros hicieron por nosotros con algo que nosotros hacemos por ellos. Los otros, al beneficiarnos, invadieron el área de nuestro poder, y habrían dejado allí permanentemente su huella, si nosotros no hubiéramos llevado a cabo una represalia: cumpliendo con nuestro deber, invadimos por nuestra parte el área de poder de aquéllos. Los derechos que los demás tienen sobre nosotros sólo pueden afectar a aquello que entra dentro de nuestro poder, a lo que podemos hacer, pues sería absurdo que nos exigieran imposibles. Habrá que decir, más exactamente, que los derechos afectan sólo a lo que los otros consideran que está dentro de nuestro poder, siempre y cuando sea lo mismo que nosotros pensamos que podemos hacer. Por una parte o por otra se puede incurrir fácilmente en el error. El sentido del deber exige que
creamos
lo mismo que los demás cuál es el alcance de nuestro poder; o, lo que es igual, que
podamos
prometer determinadas cosas y comprometernos a llevarlas a cabo.

Nuestros derechos son la parte de nuestro poder que los demás no sólo nos reconocen sino que quieren que conservemos. ¿Por qué razón? Unas veces, por prudencia, por miedo o por discreción, bien porque esperan de nosotros algo similar (la protección de sus derechos), bien porque consideran que sería peligroso e inoportuno enfrentarse con nosotros, o bien porque juzguen que si nuestra fuerza disminuye, ellos saldrán perjudicados, dado que entonces no podremos ayudarles frente a un tercero. Otras veces, el motivo puede ser la donación y la cesión, o bien hay que admitir un cierto sentimiento de poder en quien recibe la concesión.

He aquí, pues, cómo se originan los derechos: son grados de poder reconocidos y garantizados. Si las relaciones existentes entre distintos poderes se modifican de una forma sustancial, desaparecen unos derechos y surgen otros, como lo demuestra el constante vaivén del derecho de los pueblos. Si disminuye mucho nuestro poder, variará también el sentir de quienes hasta ese momento garantizaban nuestros derechos: examinarán las razones que tenían para otorgarnos nuestra posesión, y si el examen nos es desfavorable, nos negarán
nuestros derechos
. Si, por el contrario, nuestro poder aumenta en un grado considerable, cambiará también el sentir de quienes nos reconocían ese poder, en el sentido de que tratarán de reducir nuestro poder a sus límites primitivos y procurarán interferirse en nuestros asuntos apelando a sus deberes. Con todo, estas palabras resultan inútiles. Dondequiera que
reine el derecho
, que se mantenga un estado y que se ostente un grado determinado de poder, se rechazarán todo aumento o disminución de éste. El derecho que reconocemos a los demás es una concesión del sentimiento de nuestro poder al sentimiento del poder ajeno. Cuando nuestro poder se resquebraja profundamente y se rompe, cesan nuestros derechos; y, a la inversa, cuando nos hacemos más poderosos, los derechos ajenos dejan de ser para nosotros lo que eran hasta entonces.
El hombre equitativo
necesita, pues, la sutil sensibilidad de una balanza para calibrar los grados de poder y de derecho que, dada la precariedad de las cosas humanas, se mantienen muy raras veces en equilibrio, siendo lo más común que bajen y suban con frecuencia. Por consiguiente, es difícil ser equitativo, y requiere mucha experiencia, mucha buena voluntad, y, sobre todo, mucho
ingenio
.

113. El ansia de distinción.

Todo el que aspira a distinguirse tiene puesta constantemente la mirada en el prójimo, para tratar de saber cuáles son los sentimientos de éste. Ahora bien, la simpatía y el abandono que exige la satisfacción total de esta inclinación, distan mucho de estar inspirados por la candidez, la compasión o la benevolencia. Lo que se busca, por el contrario, con este estado de ánimo es descubrir o adivinar cómo
sufre
el prójimo interiormente al observarnos, cómo pierde su autodominio y cómo cede a la impresión que le producen nuestra mano o nuestro aspecto. Aunque el que aspira a distinguirse produzca o trate de producir una impresión agradable y tranquilizadora, no disfrutaría de este resultado sino en la medida en que el prójimo goce de él, esto es, en la medida en que deje su
huella
en el alma de éste. Aspirar a distinguirse equivale a aspirar que el prójimo quede subyugado, aunque no sea más que de una manera indirecta, es decir, mediante )a acción del sentimiento o incluso simplemente en sueños.

Esta íntima ambición de dominio presenta una amplia serie de grados, y para agotar su nomenclatura se precisaría escribir prácticamente toda la historia de la civilización desde la barbarie primitiva, con todo su horrible aspecto, hasta ese gesto refinado y ese idealismo enfermizo característicos de la época moderna. Para designar por sus nombres algunos escalones de esta amplia escala, diré que el ansia de distinguirse genera, sucesivamente,
en el prójimo
, tortura, espanto, asombro angustiado, sorpresa, envidia, admiración, edificación, placer, goce, risa, ironía, burla, insultos, golpes y, al final, torturas innumerables para el que pretende alcanzar la distinción. En el último escalón está el
asceta
y el mártir, que, como consecuencia de su aspiración a distinguirse, cifran su mayor goce en hacer lo contrario que el
bárbaro
, que era quien ocupaba el primer nivel de la escala. Así, si el bárbaro hacía sufrir a aquéllos ante los que quería distinguirse, el asceta disfruta sufriendo él. La victoria del asceta sobre sí mismo, dirigiendo la mirada a su interior y viendo a un individuo que a un tiempo sufre y observa ese sufrimiento, que ya no mira hacia fuera más que para recoger leña con la que alimentar su propia hoguera, esa tragedia final del instinto de distinción en la que ya sólo queda una persona que se carboniza a sí misma, constituye un desenlace digno de los orígenes, ya que en ambos casos se alcanza un goce indecible al
contemplar a un ser torturado
. Y es que, efectivamente, tal vez no haya habido nunca en el mundo una felicidad —entendida en términos de sentimiento de poder— tan intensa como la que se da en el alma de un asceta supersticioso. Esto es lo que expresaron los brahmanes en la historia del rey Visvamitra que, tras mil años de penitencias, adquirió tal poder que trató de construir un nuevo
cielo
. Pienso que, en el terreno de los fenómenos internos, no somos más que torpes novicios e inseguros descifradores de enigmas, y que hace cuatro mil años habían avanzado más en esa sutileza maldita del goce de uno mismo. Puede que en aquel entonces algún pensador hindú concibiera la creación del mundo como un ejercicio ascético llevado a cabo por un dios sobre sí mismo. Ese dios se habría implicado en la naturaleza mudable como un instrumento de tortura, para sentir que se multiplicaba así su goce y su poder. Si ese ser fuera un dios de amor, ¿qué goce no supondría para él crear hombres
que sufren
, y sufrir él también de una forma divina y sobrehumana, al ver el padecimiento constante de sus criaturas y martirizarse con semejante espectáculo? Más aún, si ese dios no fuera sólo un dios de amor, sino también un dios santo e inocente, ¿qué delirio no experimentaría ese asceta divino al crear el pecado, los pecadores y la condenación eterna, y, bajo su cielo, a los pies de su trono, un lugar de tormentos eternos y de gemidos interminables? No es totalmente imposible que el alma de un san Pablo, de un Dante, de un Calvino y de otros hombres similares haya intuido alguna vez los terroríficos misterios de una voluptuosidad de poder así. A la vista de semejantes estados anímicos, podemos preguntarnos si el círculo de la aspiración a distinguirse no habrá vuelto, realmente, a su punto de partida, si, con el asceta, no habrá llegado a su límite último. ¿No podría recorrerse ese círculo por segunda vez, manteniendo la idea fundamental del asceta y del Dios compasivo; quiero decir, la de hacer daño a otros para hacérselo a uno mismo, la de triunfar sobre uno mismo y sobre la compasión propia, para disfrutar de la voluptuosidad extrema del poder? Perdonad estas digresiones que asaltan mi alma, cuando pienso en todas las posibilidades que encierra el amplio campo de las orgías psíquicas a las que se entrega el ansia de dominio.

114. La intelección del que sufre.

La situación en la que se encuentra el enfermo, víctima de horribles y prolongados dolores, pero que conserva ¡a razón!, no deja de tener un valor para el conocimiento, independientemente de los beneficios intelectuales que reportan la soledad y la liberación súbita de nuestros deberes y hábitos. Quien sufre mucho y se siente, en cierta medida, prisionero de su dolor, mira hacia afuera con extrema frialdad. Para él han desaparecido todos los falaces atractivos con los que se adornan las cosas cuando el hombre sano fija en ellas su mirada. Se ve a sí mismo ante él, tendido, sin brío ni color. Si el enfermo había vivido hasta entonces en una especie de peligroso desvarío, el supremo desencanto que le produce el dolor será el único medio que le librará de él. (Puede que fuera esto lo que le ocurrió a) fundador del cristianismo cuando, clavado en la cruz, exclamó: «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», ya que, interpretadas estas palabras con toda la profundidad debida, testimonian un total desencanto, una clarividencia suma frente al espejismo de la vida. Cristo se volvió clarividente respecto a sí mismo como le ocurrió a Don Quijote, según cuenta Cervantes, a la hora de su muerte).

La enorme tensión de la inteligencia que trata de enfrentarse al dolor, ilumina desde entonces con una nueva luz todo lo que mira, y el inefable encanto que confiere a las cosas toda iluminación nueva suele ser lo bastante poderosa como para vencer la tentación del suicidio y para que resulte apetecible a quien sufre seguir viviendo. Considera con desprecio el cálido y confortable mundo en el que vive sin escrúpulos el individuo sano, así como las ilusiones más nobles y queridas a las que tal vez él mismo se entregó, y disfruta verdaderamente evocando ese desprecio como si lo hiciera salir de las profundidades del infierno, sometiendo así a su alma a los más amargos dolores, que harán de contrapeso respecto a los dolores físicos. Desde su estado, comprenderá que ese contrapeso resulta necesario. Con terrible clarividencia respecto a su situación, exclama: «Sé por una vez tu acusador y tu verdugo; considera tu dolor como un castigo que te impones a ti mismo; disfruta de la superioridad que te confiere el hecho de ser juez, mejor aún, disfruta de tu caprichosa y arbitraria tiranía. Elévate por encima de la vida como por encima del dolor. Mira el fondo de las razones y de las sinrazones». Nuestro orgullo se rebela como nunca lo había hecho; experimenta una satisfacción incomparable defendiendo la vida contra un tirano como el dolor y contra todas las insinuaciones de ese tirano que trata de impulsarnos a que reneguemos de la vida y de
representar la vida
ante él. Cuando nos encontramos en ese estado, nos defendemos con acritud de todo el que nos acusa de pesimistas, para que el pesimismo no aparezca como un resultado de nuestra situación y no nos humille por haber sido vencidos. Nunca como entonces nos sentimos tentados a ser justos en nuestras apreciaciones, pues la injusticia es un triunfo sobre nosotros mismos y sobre el estado más irritable que podamos imaginar, un estado que disculparía por sí solo todo juicio injusto; pero no queremos que nos disculpen, queremos demostrar que podemos ser
intachables
en nuestros juicios. Sufrimos verdaderas crisis de orgullo.

Ahora bien, en cuanto surge el primer atisbo de mejora, su primera consecuencia es defendernos contra la preponderancia de nuestro orgullo. Nos consideramos estúpidos y vanidosos, como si no hubiera ocurrido nada excepcional. Humillamos, sin el menor asomo de gratitud, el orgullo omnipotente que nos dio fuerzas para soportar el dolor y exigimos violentamente un antídoto contra el orgullo; queremos convertirnos en seres extraños a nosotros mismos y desprendernos de nuestra personalidad, dado que el dolor nos había hecho forzosamente personales durante mucho tiempo. Exclamamos: «¡Fuera el orgullo: era una enfermedad y una crisis más!». Volvemos a mirar a los hombres y a la naturaleza con ojos de deseo; sonriendo con tristeza, comprendemos que ahora tenemos nuevas ideas sobre ellos, ideas diferentes de las que teníamos antes, que ha caído el velo que teníamos delante de los ojos. Nos sentimos reconfortados al volver a captar
las delicadas luces de la vida
, que emergen de aquella luz demasiado intensa, a cuyo resplandor veíamos las cosas cuando sufríamos e incluso a través de ellas. No nos irrita que vuelva a hacer su juego la magia de la salud; contemplamos este espectáculo como si hubiéramos cambiado; nos sentimos benévolos, aunque algo cansados todavía. En este estado, la música nos hace llorar.

115. Lo que llamamos el «yo».

El lenguaje y los prejuicios sobre los que éste se configura, impiden muchas veces profundizar en el estudio de los fenómenos internos y de los instintos, habida cuenta de que sólo disponemos de palabras para designar los grados
superlativos
de éstos. De este modo, nos hemos acostumbrado a no observar con exactitud cuando carecemos de palabras, dado que sin ellas resulta extremadamente laborioso discurrir con precisión. En otras épocas hasta se llegó a pensar que donde acaba el reino de las palabras termina también el de la existencia. Las palabras «ira», «amor», «compasión», «deseo», «conocimiento», «alegría», «dolor» son términos que hacen referencia a situaciones extremas; los grados más mesurados e intermedios se nos escapan, y no digamos ya los grados inferiores, pese a que están actuando constantemente y a que son los que tejen la tela de nuestro carácter y de nuestro destino. Sucede a veces que estas explosiones extremas —y el placer o el desagrado más vulgares de los que tengamos conciencia pueden formar parte de estas explosiones extremas, según una valoración exacta— desgarran la tela y constituyen violentas erupciones, la mayoría de las veces como resultado de represiones. ¡A cuántos errores inducen entonces al observador, incluyendo al hombre activo!
En cuanto que somos
, no somos lo que parecemos ser de acuerdo únicamente con las condiciones de las que tenemos conciencia y para las que disponemos de palabras, de censuras y alabanzas. Haciendo uso sólo de esas explicaciones burdas, que es lo único que conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos; sacamos conclusiones en un terreno en el que las excepciones superan a la regla; nos equivocamos al interpretar el enigma de nuestro yo, que sólo resulta claro aparentemente. Sin embargo,
la opinión que tenemos de nosotros mismos
, opinión que nos hemos formado por esta vía falsa, lo que llamamos nuestro
yo
, actúa desde ese momento para configurar nuestro carácter y nuestro destino.

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