Atlántida (33 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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—¿Cómo se maneja una erupción? —comentó Gabriel.

«Aunque se ha declarado la condición de catástrofe en California, Nevada y Arizona, queremos tranquilizar a los ciudadanos. Pronto llegarán suministros a las zonas afectadas. Debemos añadir que en el resto de la nación no se prevé mayor peligro que, tal vez, una ligera caída de cenizas».

—¿No os da la impresión de que a ese tipo le está creciendo la nariz? —dijo Enrique.

—Los políticos son iguales en todas partes —comentó Herman—. Siempre mintiendo al pueblo.

—No le queda otro remedio —dijo Gabriel—. En este momento se debe estar desatando el pánico por medio país.

Como si los autores del reportaje le hubieran leído la mente, en la siguiente escena apareció un supermercado. Todos los estantes se habían quedado vacíos y la gente hacía cola ante las cajas con los carritos llenos a rebosar. Aquello estaba ocurriendo en Washington, a más de tres mil kilómetros.

Otras imágenes mostraron escaparates rotos. Un par de saqueadores se llevaban a cuestas una enorme pantalla de televisión. «¿Para qué querrán una tele gigante si se hunde la civilización?», pensó Gabriel.

«Como se puede ver»,
prosiguió la periodista,
«las declaraciones del director de la FEMA no han tranquilizado a todo el mundo».

—Eso es evidente —dijo Enrique, que llevaba un rato trasteando con su móvil.

—¿A qué te refieres?

Enrique bajó la voz y se acercó a Gabriel.

—No se lo digas a nadie —susurró—. Pero me acaban de enviar un confidencial.

—¿Y qué dice?

—Que se van a suspender las cotizaciones en Wall Street.
Indefinidamente.

Gabriel se apartó un poco y miró a su amigo. Era evidente que estaba muy preocupado.

—¿Y eso en qué te afecta a ti?

—En todo. Quieren evitar que la bolsa se hunda. Pero lo que va a ocurrir es que, en cuanto se sepa, los mercados de todo el mundo se van a venir abajo. Todo está interconectado.

Gabriel comprendió. La fortuna de su amigo se hallaba en la cuerda floja. Sus acciones, sus opciones, incluso sus cuentas bancarias: si se producía una catástrofe como la que había vaticinado Iris, la economía mundial se hundiría a tales profundidades que las crisis del 29 y del 2009 parecerían por comparación épocas doradas.

Y los que tenían números rojos en sus cuentas, como él, se encontrarían en la misma situación que los ricos como Enrique. Todos igualados en la miseria.

—No soy un gran consejero bursátil —dijo Gabriel—. Pero te recomendaría comprar cosas materiales, productos que se puedan tocar e intercambiar. Sobre todo comida. Mucha comida. Y un lugar seguro y alejado de la ciudad donde poder almacenarla.

—Puede que la crisis producida por ese volcán nos afecte económicamente, pero no creo que…

—Créeme, Enrique. Las cosas se van a poner mucho peores. Ese volcán es sólo el principio.

Enrique le miró a los ojos unos segundos. Después asintió.

—Voy a la calle un momento. Tengo que hacer unas gestiones.

Enrique salió del bar, tecleando en la pantalla del móvil con dedos frenéticos. En la televisión, la presentadora proseguía:

« También hay voces discordantes entre la comunidad científica. Veamos a continuación una entrevista con Eyvindur Freisson, miembro hasta hace pocos días del Osservatorio Vesuviano, que acaba de presentar su dimisión por una presunta falsa alarma de erupción en Nápoles».

En la siguiente imagen apareció un hombre con cabello y barba blancos. Gabriel recordaba haberlo visto en una breve entrevista durante el viaje en AVE de Málaga a Madrid. De modo que aquella alarma le había costado el puesto. Y, aun así los medios seguían recurriendo a él.

El personaje había despertado su curiosidad. Gabriel hizo una búsqueda en su móvil y descubrió que era vulcanólogo y biogeoquímico. El nombre le sonaba a islandés, lo que le impulsó a hacer una segunda búsqueda cruzada con el nombre de Iris Gudrundóttir.

¡Bingo! Eyvindur había sido profesor de Iris, y ambos habían publicado dos artículos a medias.

Inconscientemente, Gabriel se tocó la mejilla, donde le había besado Iris al despedirse.

«Olvídate de esa chica, gilipollas romántico», se dijo al darse cuenta de su gesto. En bastantes líos se había metido ya como para buscarse un amor al otro lado del Mediterráneo.

Sin embargo, mientras el reportaje seguía en la tele, sus dedos recorrieron la pantalla para abrir la carpeta de contactos y buscar el móvil de Iris.

Santorini

De momento, el señor Kosmos no se había dignado a aparecer en su propia cena. El único recordatorio de la fiesta era una gran tarta cubierta de nata, con unas letras de chocolate que lo felicitaban, Xαpουμενα γενεθλια σας Κοσμος, y dos velas apagadas en forma de 9 y de 0. Mientras los comensales entretenían la espera de los entrantes mojando pan en
tsatsiki,
Iris recibió un mensaje en su móvil extraoficial. Era de Eyvindur.

¿Estás viendo la NNC, Iris? No deberías perdértelo.

A Iris le daba tanta rabia no estar viendo el informativo especial sobre de Long Valley como a un hincha futbolero perderse una final de la Copa de Europa.

—Ya lo verás más tarde,
kanina
—le había dicho Finnur mientras bajaban al comedor.

—Lo que está pasando allí es muy grave.

—¿Y crees que por verlo en directo vas a salvar el mundo? Vamos, Iris, no podemos desairar al señor Kosmos.

Hasta entonces, la joven había reprimido su curiosidad. Pero al recibir el mensaje de Eyvindur no pudo aguantar más y se levantó. Para colmo, en ese momento Sideris acababa de desempolvar una de sus historias de la época en que era estudiante y trabajaba con el gran Marinatos. Iris ya se sabía de memoria aquel relato, que culminaba con la muerte del legendario arqueólogo en las ruinas de Akrotiri.

Mientras Sideris se extendía en un panegírico de Marinatos que, en realidad, era más bien alabanza propia, Iris se acercó a una bonita joven de ojos almendrados vestida con corsé y falda de campana.

—¿Hay alguna pantalla en esta sala?

La muchacha asintió y la condujo hasta la pared más apartada de la mesa. Después pulsó un mando que llevaba entre los volantes de la falda, y un fresco que representaba delfines azules saltando entre las olas se transparentó y se convirtió en una pantalla de televisión. Cuando sintonizó la NNC, la primera imagen que apareció fue la de un volcán vomitando nubes de humo negras. La joven puso cara de preocupación.

—¿Crees que estamos en peligro aquí? —preguntó en voz baja.

—No. El volcán de Kolumbo está controlado. Si las cosas se ponen realmente feas, lo sabremos con tiempo —respondió Iris. No tenía sentido inquietar más a la joven.

Al ver que estaban entrevistando a Eyvindur, Iris no se resistió a la tentación de llamarlo.


Sæl, Iris!
—respondió Eyvindur, sonriendo desde la pantallita del teléfono—. ¿Cómo estás?

—Viéndote por duplicado en la tele y en mi móvil.

—Yo también me estoy viendo. Debo ser la celebridad del momento —dijo Eyvindur, y su sonrisa creció aún más. Siempre había sido bastante vanidoso.

—¿Lo están poniendo a la misma hora en Italia?

—Y en todos los países. Es porque se cumplen cuarenta y ocho horas de la erupción.

—¿Cuándo te han entrevistado?

—Calcúlalo tú misma.

A la espalda del vulcanólogo se divisaba la silueta del Vesubio. Aunque no se veía el sol, por la luz rojiza que bailaba el volcán debía de estar atardeciendo.

—¿Hace unas tres horas?

—Más o menos. Ha sido una periodista. Morena, joven y guapa. No se me ocurre nada más positivo que decir de ella.

La joven en cuestión apareció en pantalla con un grueso micrófono que lucía el logotipo de la cadena. Mientras intentaba que el viento no le alborotara demasiado los rizos negros, preguntó a Eyvindur:

«La velocidad del proceso eruptivo… ¿Se dice así, profesor Freisson?».

«Eyvindur, por favor. Sí, puede llamarlo así, si quiere».

«La velocidad del proceso eruptivo ha asombrado a los científicos. O a casi todos los científicos. Hay voces discrepantes, y una de ellas es la suya. ¿Qué nos puede usted decir?».

«Llevo meses alertando de que algo así podía suceder. Y no sólo en Long Valley. También podría ocurrir aquí».

«¿Se refiere usted al Vesubio?».
La joven se soltó el pelo para señalar hacia el volcán. Sus rizos se descontrolaron y algunos se le metieron en la boca.

«Me refiero a una bestia mucho más peligrosa que el Vesubio, señorita. Y nos encontramos justo sobre esa bestia: los Campi Flegri, o Campos Llameantes ».

La realización mostró una imagen por satélite de la región al oeste de Nápoles, un lugar que Iris conocía bien, sembrado de cráteres circulares.


Kanina…

Iris se volvió. Finnur la había agarrado por el codo y tiraba ligeramente de ella.

—¿Por qué no vuelves a la mesa? No es muy educado dejar a Sideris con la palabra en la boca.

—Que yo sepa, no se la he quitado. Tiene público de sobra —repuso Iris, tapando el móvil para que Eyvindur no la viera ni oyera—. Lo que está pasando en Long Valley es más urgente que cualquier anécdota que pueda contarte
tu
jefe.

—A mí también me interesa informarme sobre la erupción,
kanina.
Pero podemos volver a ver el reportaje cuando queramos.

«Si vuelve a llamarme conejito le doy un puñetazo». No era la primera vez que Iris lo pensaba, pero de momento no se había atrevido a llevar a cabo su amenaza.

—Estoy hablando con Eyvindur —dijo, a sabiendas de que eso molestaría a Finnur—. Déjame, por favor.

—¿Te sigue poniendo ese carcamal? ¿No ves cómo está babeando con la periodista? ¡Qué asco!

—He dicho
por favor.

Finnur abrió los dedos como si soltara una serpiente y regresó a la mesa. Pero antes de sentarse se volvió y le dirigió una mirada que Iris conocía y temía de sobra. Cuando se quedaran a solas en el apartamento, la esperaba una ristra de reproches enumerados con una voz tan glacial como la de Hel, reina de los muertos en el Niflheim. Al final, Iris siempre acababa llorando. Y luego, cuando apagaban la luz y fingían dormir, se odiaba a sí misma por ser débil y eso hacía que llorara todavía más.

Pero hoy no ocurriría.

—¿Sigues ahí, Iris?

—Sí, perdona la interrupción —dijo Iris, destapando el móvil. En la tele, un Eyvindur más grande proseguía con sus explicaciones.

«Que la Tierra se haya comportado de un modo lento y más o menos previsible desde que existen observaciones científicas no quiere decir que vaya a comportarse así siempre».

«¿Qué quiere usted decir? ¿Que nuestro planeta puede hacer cosas imprevisibles?».

«A su manera, la Tierra es un inmenso ser vivo. Los seres vivos, como usted o como yo, podemos atravesar largos periodos de estabilidad. Tan largos que creemos que la estabilidad es la norma y que tenemos nuestras vidas controladas».

«Muy interesante, profesor. Pero…».

«Sin embargo, en el momento más inesperado e inconveniente sufrimos crisis emocionales, accidentes o enfermedades agudas que provocan cambios espectaculares y terribles en nuestra existencia. Y todo eso en muy breve espacio de tiempo».

«De todo lo que nos ha comentado, ¿qué diría que le está pasando a la Tierra? ¿Sufre una enfermedad aguda?»

«Enfermedad no es la palabra apropiada. Lo comparo más bien a la crisis emocional que mencionaba».

«No le entiendo».

«Ya me doy cuenta. Verá: la Tierra está preparándose para un gran cambio. Una transición, un paso de la adolescencia a la madurez. De esa transición surgirá una nueva Tierra, completamente transformada. Y, sin embargo, nuestro planeta seguirá siendo tan activo y tan rico en vida como siempre. En cambio, nosotros los humanos… ».

El vulcanólogo meneó la cabeza con una sonrisa triste.

«¿Qué quiere decir? ¿Tan grave es el peligro?».

«Somos los piojos de la Tierra. ¿Qué les ocurre a los piojos si el animal al que parasitan cambia de piel? No es una cuestión personal. La Tierra tiene sus propios intereses… que pueden chocar con los nuestros».

El reportaje abandonó a Eyvindur, al menos de momento. La presentadora del programa volvió a aparecer, recortada sobre una imagen por satélite del oeste de Estados Unidos.

«Los comentarios de Eyvindur Freisson pueden sonar apocalípticos. Pero los estragos que ha causado el volcán de Long Valley en tan sólo 48 horas parecen darle la razón. Las tres chimeneas están arrojando millones de toneladas de lava, cenizas y gases volcánicos.

—Millones no.
Miles
de millones-comentó Iris, que tenía facilidad para el cálculo.

—Así es —dijo Eyvindur por el móvil—. En el primer día ya vomitó más material que el St. Helens en dos meses.

«Las impactantes imágenes que les vamos a mostrar son de las primeras horas de la erupción, cuando el volcán sólo tenía dos bocas activas».

Unas cámaras lejanas mostraban dos nubes negras gemelas que se elevaban hacia el cielo, como gigantescos hongos que se esparcían en las alturas hasta formar un oscuro dosel que se extendía poco a poco.

Después se vieron unos planos tomados desde el suelo por la cámara de un aficionado, un turista que se encontraba en Mammoth Lakes y que intentaba huir en su todoterreno junto con su mujer y sus hijas, pero que al verse parado en un atasco había decidido bajar del coche para rodar imágenes.

Sólo desde el nivel del suelo se apreciaba la verdadera magnitud de aquellas nubes que ocupaban casi todo el campo de visión y que no dejaban de crecer y devorar en sus entrañas los rayos del sol, como agujeros negros en expansión.

«La persona que tomó este vídeo lo subió a Internet al mismo tiempo que lo rodaba. Gracias a eso podemos presentar este impresionante testimonio».

«¡Papá! ¡Papá!».
La cámara de vídeo se volvió hacia el todoterreno. Una niña rubia aporreaba la ventanilla. Sus palabras apenas se distinguían entre el fragor de la erupción, pero las habían subtitulado.
«¡Métete al coche! ¡Corre!».

El turista se giró hacia su izquierda. El sonido de la cámara, que se oía muy distorsionado por el estruendo del volcán, terminó de saturarse.

Conforme las cenizas habían cubierto el cielo, la imagen se había oscurecido con rapidez. Pero cuando la cámara se volvió hacia la izquierda, su objetivo encontró una nueva fuente de luz. Una nube alargada, como el frente de un alud inmenso, descendía hacia las casas del pueblo. Su textura era algodonosa, con excrecencias y bulbos móviles, una especie de coliflor monstruosa dotada de movimiento. La luz procedía de aquella nube.

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