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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (29 page)

BOOK: Atlántida
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Decidió desviar la atención.

—¿Por eso su amigo el de la coleta le disparó a Randall en la pierna?

—Te doy mi palabra de que ese individuo no era amigo mío, chico.

—Me llamo Joey.

En el mismo momento en que Joey terminó de pronunciar su nombre, el suelo se estremeció de nuevo. Pero esta vez el fragor fue mucho más sonoro, como si detrás de ellos estallara una gran bomba, y después otra y otra. En el retrovisor de dentro Joey pudo ver cómo una sombra negra aparecía de la nada. Se retorció como pudo en el asiento para mirar atrás.

Junto a la ladera izquierda de la montaña, en la zona de los lagos, una enorme nube negra había brotado del suelo. Pero en vez de bajar hacia el valle como había hecho la niebla tóxica, aquella nube subió disparada hacia el cielo, hasta que pronto ocupó toda la ventanilla trasera. Alborada aceleró aún más, mientras todo a su alrededor oscurecía.

—¿Eso es la erupción? —gritó Alborada.

—¡Sí! —respondió Randall.

Era casi imposible escuchar nada en medio de aquel estruendo. Apenas habían pasado unos segundos cuando empezó a llover.

Joey se corrigió. Lo que repiqueteaba sobre el techo y el capó del coche no era agua, sino piedrecillas. Pronto empezó a caer también ceniza oscura sobre ellos. Por encima de sus cabezas, la nube del volcán apareció en el cielo. Los había adelantado.

Cuando llegaron a Mammoth Lakes, la sombra de la erupción ya se cernía sobre el pueblo como un gigantesco manto de algodón negro. Alborada había puesto los limpiaparabrisas para quitar la ceniza del cristal. El rugido seguía en aumento, como si se encontraran metidos dentro de las cataratas del Niágara, y el cristal trasero parecía una ventana abierta a la boca de las tinieblas.

Al entrar en el pueblo encontraron decenas de cuerpos tendidos tanto en los arcenes como sobre el asfalto. Al parecer, la llegada de la nube tóxica había sorprendido a mucha gente en la calle. Alborada iba tan rápido que no pudo esquivar el cadáver de una mujer, y el todoterreno dio un bote al pasar sobre ella. Aun así, Joey observó que seguía reaccionando con la rapidez y la sangre fría de un piloto profesional.

«Hemos tenido suerte de que esté aquí», pensó.

Tras las ventanas de las casas y hoteles se veían luces encendidas y rostros aterrorizados pegados a los cristales. Muchas de las personas que habían sobrevivido al CO2 salían ahora y se apresuraban a montar en sus coches para huir de la erupción, aunque aún quedaban jirones e hilazas de aquella niebla mortal, escondidas en las concavidades del suelo como siniestros ectoplasmas extraterrestres.

Más adelante, la avenida se encontraba bloqueada por un choque entre varios vehículos. Alborada giró bruscamente a la derecha y tomó una calle lateral, aunque era de dirección prohibida. Otro coche venía de frente hacia ellos tocando el claxon. El español dio un nuevo volantazo para esquivarlo, y al hacerlo pasó tan cerca de otro vehículo aparcado que arrancó de cuajo el espejo retrovisor de la derecha.

—¡Cuidado! —gritó Joey.

—Confía en él —dijo Randall.

—Me temo que no les queda otro remedio —respondió Alborada.

El todoterreno derribó una alambrada y entró en un campo de golf. Allí había más cadáveres, tal vez veinte o treinta, gente que no había recibido a tiempo el aviso sobre la nube asfixiante o que no había encontrado un lugar cercano donde refugiarse. Alborada atravesó el césped a más de ochenta kilómetros por hora, mientras la lluvia volcánica seguía repiqueteando sobre la chapa.

Tras salir del campo, entraron de nuevo por las calles del pueblo. Se oían gritos, cláxones, sirenas de bomberos y de ambulancias, todo ello ahogado por el ronco estruendo del volcán. Por delante del coche, el borde de la nube oscura seguía avanzando en el cielo: sólo al este se divisaba algo de azul, como una promesa de salvación cada vez más lejana.

Los limpiaparabrisas no descansaban, y producían un desagradable rechinar al arrastrar la ceniza sobre el cristal. Alborada recurrió un par de veces al chorro de agua, pero procuraba ahorrarla por si la lluvia de ceniza espesaba. Delante de ellos, una roca negra del tamaño de una sandía cayó sobre un coche aparcado y le destrozó el capó. Otras piedras, grandes corno puños, caían silbando al rojo vivo. Una golpeó en la cabeza a una cría de tres o cuatro años, y la madre que la llevaba de la mano tiró de ella varios metros sin darse cuenta de que su hija estaba muerta.

Al verlo, Joey se encogió en el asiento. Pensó que en las películas de catástrofes los niños solían salvarse. Pero al volcán que había despertado de su letargo bajo Long Valley no le conmovía la edad de sus víctimas.

—Dios Santo… —musitó Alborada. Joey se volvió hacia él. Tenía los ojos empañados y la boca tan apretada que los labios casi no se le veían.

«Seguro que tiene hijos», pensó Joey, sin saber muy bien por qué.

Quedaba poco para salir del pueblo, pero se encontraron otro atasco. Un choque o los propios temblores de tierra habían derribado un par de semáforos en un cruce, y se había organizado el caos. Alborada dio otro volantazo, derribó un cubo de basura y entró en la acera. Aunque redujo la velocidad, sembró el pánico entre un par de familias que salían de un hotel cargados con las maletas. Uno de ellos, un tipo gordo, saltó con una agilidad insospechada, mientras el todoterreno se llevaba por delante su maleta y la reventaba. Una camisa blanca quedó por un instante pegadla al cristal como un fantasma, y luego salió volando.

«¿Es que la gente quiere salvarse con todas sus posesiones?», pensó Joey. Entonces volvió a recordar los manuscritos de Randall, con su letra indescifrable y sus minuciosas ilustraciones. Probablemente ya habían volado por los aires junto con el Renegade. Se palpó el bolsillo para comprobar que seguía llevando el móvil. En su tarjeta de memoria estaban los recuerdos de su amigo.

Debía conservarlos como fuera.

Por fin salieron del pueblo. Aún no había muchos coches delante de ellos: el impulso con el que habían entrado en Mammoth Lakes huyendo de la erupción les había hecho cobrar ventaja. Joey se dio la vuelta. La lluvia de ceniza emborronaba todo su campo de visión, pero aun así alcanzó a ver que algo se movía en las pistas de esquí.

Era la nieve. El monte Mammoth se la estaba quitando de encima, como un perro que se sacude el agua al volver de un paseo. El fragor general amortiguaba el ruido de la avalancha, pero Joey vio cómo toneladas y toneladas de nieve se precipitaban ladera abajo hacia las casas más cercanas a la montaña.

De pronto, un pedrusco cayó sobre el parabrisas. Joey dio un bote en el asiento y gritó. El cristal se había convertido de pronto en una superficie blanquecina y agrietada que apenas dejaba ver lo que había al otro lado. Alborada soltó el volante y dio un puñetazo a la luna. Al ver lo que pretendía, Randall y Joey le ayudaron. Los minúsculos trozos de cristal cayeron sobre el capó, en el salpicadero y dentro del vehículo.

El aire entró como un huracán gélido. Alborada no tuvo más remedio que levantar el pie del acelerador. Los ojos de Joey empezaron a llorar por el frío y la ceniza. Recordó que tenía unas gafas de sol en la cazadora, y se las puso. Pese a ellas, el aire se colaba entre el cristal y las mejillas y le hacía lagrimear. Alborada también se puso unas gafas, más grandes que las de Joey, casi como las de los policías de las películas.

Joey miró a Randall, que llevaba los ojos entrecerrados. Su melena, llena de cenizas, parecía la cola de una cometa al viento, y la barba se le pegaba al pecho ondeando como una banderola gris.

El aire olía a pólvora y dejaba un regusto amargo en el fondo de la garganta. Compartieron lo poco que quedaba de agua en la botella, apenas unos sorbos. Joey pensó que la próxima piedra que les lanzara el volcán ya no se encontraría con el cristal, sino que podía caer directamente dentro y abrirles la cabeza como a aquella pobre niña. Recordó sus oraciones y empezó a rezar en español:
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…

No sabían muy bien cómo, pero llegaron al aeropuerto, que estaba a menos de diez kilómetros del pueblo. En realidad, más que aeropuerto era una especie de aeródromo grande, con dos pistas y sin torre de control. Mientras se acercaban por la autovía, Joey vio cómo despegaba un pequeño jet con hélices.

—¿Ése era el nuestro? —preguntó. Mentalmente ya se había apoderado del avión, su única vía de escape rápida si la erupción, como sugería Randall, empeoraba.

—¡No, no es ése! —gritó Alborada para hacerse oír.

—¿Estará esperando? —preguntó Randall.

—¡Conociendo a Sybil Kosmos, el piloto no se habrá atrevido a despegar sin usted!

Alborada aparcó el coche junto a la terminal. Cuando salieron de él, Joey comprobó que el todoterreno estaba lleno de arañazos y abolladuras, y la flamante pintura azul había desaparecido, tapada por una capa de polvo gris.

Randall le estrechó la mano a Alborada.

—Gracias por habernos traído vivos hasta aquí. Tiene usted dos pelotas.

El español esbozó una sonrisa.

—No exactamente, amigo. Pero le acepto el cumplido.

Otro avión despegó de la pista con todas las luces encendidas, como si fuera do noche, Era de pasajeros, pero de tamaño mediano; no debía llevar ni siquiera a cien personas.

—¿La ceniza no es mala para los motores? —preguntó Alborada.

—Sospecho que buena no es —respondió Randall.

Al menos, el viento soplaba del norte y se llevaba lo peor de la nube volcánica hacia el valle de Yosemite y más al sur. Allí de momento se respiraba bien, aunque en el aparcamiento ya había una fina capa de polvo.

Cuando entraron en la terminal y se quitaron las gafas, Joey comprobó que a Alborada y a él se les habían marcado unos antifaces blancos en la costra de ceniza. En cuanto a Randall, se le veía sucio hasta el pliegue de los párpados, con lo cual las venillas enrojecidas de sus ojos llamaban aún más la atención. No estaban precisamente como para asistir a una cena de gala. Al menos, Joey agradeció el calor de la terminal. Por debajo de la ceniza, la cara se le había quedado como un témpano.

La sala de espera se encontraba atestada. Dentro se seguía oyendo el fragor de la erupción, pero ni siquiera el volcán conseguía acallar las voces de cientos de personas que hablaban y gritaban a la vez. En los mostradores no quedaba nadie: el personal de tierra debía haberse escondido para evitar las iras de la gente. En las puertas acristaladas que daban a las pistas había cuatro policías armados que habían abierto a su alrededor un semicírculo de seguridad de cuatro metros. La única persona que lo había atravesado yacía en el suelo, sobre un charco de sangre.

Al otro lado de las puertas se veía la pista, y en ella el único avión que quedaba en el aeropuerto.

—Ése es —dijo Alborada—. Pero creo que no va a ser fácil subir a él. ¿No podríamos continuar en coche?

Randall meneó la cabeza.

—Ya había mucho tráfico en la autovía, pero antes de media hora todas las carreteras desde aquí hasta San Bernardino y Las Vegas estarán colapsadas. Además, no basta con alejarse cien kilómetros. La erupción va a empeorar.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé.

Como si la tierra quisiera darle la razón a Randall, sobre el rugido de la erupción se escuchó un nuevo estallido aún más fuerte. El suelo de la terminal tembló, los cristales de las puertas se sacudieron amenazando con romperse y los gritos de pánico se redoblaron.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Joey.

Randall le puso la mano en el hombro y le hizo girar hacia la puerta por la que habían entrado. Al otro lado del cristal, una nube oscura se levantaba hacia el cielo, hinchándose como una seta monstruosa a la que le iban brotando nuevos bulbos que desde allí parecían copos de algodón negro. En la base de la nube se veían luces rojas que a ratos se levantaban en llamaradas mezcladas con el humo y la ceniza.

—Debe estar a unos ocho o diez kilómetros —dijo Randall—. Por allí, en el lago Crowley, se encuentra el extremo oriental de la caldera. Así que ahora la erupción tiene dos bocas, una en el borde oeste y otra en el este.

—¿Estamos rodeados? —preguntó Alborada.

—De momento sí. Pero en cualquier momento se puede abrir otra chimenea bajo nuestros pies. Cuando eso ocurra, me temo que ni siquiera nos daremos cuenta.

Joey se volvió hacia Randall y le miró angustiado. Su amigo observaba la nueva erupción con la misma frialdad con que podría haberla contemplado en un documental de televisión. Con la cara y la barba llenas de cenizas parecía un venerable patriarca bíblico abstraído en sus pensamientos.

—¡Haz algo, Randall! ¡Sácanos de aquí!

Randall parpadeó, y después miró a Joey.

—Tienes razón. Hay que actuar ya.

Intentaron abrirse paso entre la gente para llegar a las puertas donde estaban apostados los policías. Pero era casi imposible, porque varias de las personas a las que tuvieron que apartar so revolvieron. Un hombre corpulento amenazó con el puño a Randall.

—¡Deje de empujarme! ¡No pienso dejarle pasar!

—¡Ese avión que está en la pista es nuestro! —dijo Alborada—. ¡Está esperando por nosotros!

—Y a mí me está esperando el Air Forcé One, ¿no te digo? ¡Si quieren adelantarme, tendrán que hacerlo por encima de mi cadáver!

«Pronto todos seremos cadáveres», pensó Alborada.

A poca distancia de ellos se oían llantos angustiados. Alborada miró a su derecha. Allí había un grupo de veinte o treinta niños, que habían formado un corro rodeados por un hombre y dos mujeres que debían de ser sus monitores. Los críos tendrían seis o siete años como mucho. Llevaban puestas las ropas de abrigo, como si acabaran de salir de la pista de esquí. Al parecer habían llegado al aeropuerto antes de la lluvia de ceniza, porque estaban bastante limpios. Los monitores intentaban mantener la calma y tranquilizar a los niños, pero era evidente que estaban tan asustados como ellos. La mayor de los tres, una joven rubia de mejillas coloradas, intentaba convencer a la gente para que les dejaran acceder a la pista.

—¡Dejen al menos que los niños monten en el avión! ¡Son sólo críos! ¡Nosotros tres podemos quedarnos aquí!

—¡Nosotros también tenemos niños! —le dijo una mujer que sujetaba de la mano a un crío incluso más pequeño que los del grupo.

La discusión proseguía. Los cuatro policías parecían incapaces de organizar aquel caos. Bastante tenían con proteger la puerta y evitar que la gente los aplastara. El jefe era un negro muy corpulento que no pesaría menos de ciento cuarenta kilos y que, al igual que sus compañeros, mantenía en todo momento la pistola empuñada en ambas manos y apuntando a la multitud. El cadáver que yacía en el suelo era la prueba palmaria de que estaba dispuesto a disparar.

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