Asesinos sin rostro (21 page)

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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

BOOK: Asesinos sin rostro
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—Color sueco.

—¿Color rubio?

—Sí. Y era calvo así.

Dibujó una media luna en el aire.

Después la dejaron volver al campo. Wallander fue a buscar una taza de café. Svedberg preguntó si quería una pizza. Él dijo que sí.

A las nueve menos cuarto de la noche se reunieron los policías en el comedor. Kurt Wallander los encontró a todos con buena cara, excepto a Näslund. Estaba resfriado y tenía fiebre, pero se negó tercamente a irse a casa.

Mientras compartían las pizzas y los bocadillos, Kurt Wallander intentó hacer un resumen. Había quitado un cuadro de una de las paredes y proyectaba la imagen de un mapa. Había puesto una cruz en el lugar del crimen y había dibujado las posiciones y movimientos de los dos testigos.

—No estamos totalmente en blanco —empezó—. Tenemos la hora y dos testigos fidedignos. Unos minutos antes de oír los disparos, el testigo femenino ve a un hombre vestido con un mono azul de pie en un campo al lado de la carretera. Encaja exactamente con el tiempo que debe de haber tardado el muerto en llegar hasta este punto. Luego sabemos que el asesino ha desaparecido en un Citroën y que se ha dirigido hacia el sudoeste.

La exposición se interrumpió cuando Rydberg entró en el comedor. Los policías reunidos soltaron unas carcajadas. Rydberg estaba cubierto de lodo hasta el cuello. Se quitó los zapatos sucios y mojados de una patada y aceptó el bocadillo que le ofrecieron.

—Llegas justo a tiempo —dijo Kurt Wallander—. ¿Qué has encontrado?

—He buscado a cuatro patas en el lodo de aquel campo durante dos horas —contestó Rydberg—. La rumana pudo señalar con bastante exactitud el lugar donde aguardaba el hombre. Tenemos huellas de pisadas. De botas de goma. Y eso es lo que la testigo dijo que llevaba. Botas de goma normales de color verde. Luego encontré el corazón de una manzana.

Rydberg se sacó una bolsa de plástico del bolsillo.

—Con un poco de suerte encontraremos huellas digitales —aseguró.

—¿Se pueden tomar las huellas digitales en el corazón de una manzana? —preguntó Wallander, sorprendido.

—Se pueden tomar las huellas digitales en cualquier cosa —dijo Rydberg—. Puede haber un pelo, un poco de saliva, fragmentos de la piel.

Colocó la bolsa de plástico encima de la mesa, con cuidado, como si fuera una figura de porcelana.

—Luego seguí las pisadas —continuó—. Y si este hombre que come manzanas es el asesino, creo que ocurrió de este modo.

Rydberg sacó su bolígrafo del bloc de notas y se puso al lado de la imagen proyectada.

—Él vio venir al somalí por la carretera. Entonces tiró la manzana y salió a la carretera directamente delante de él. Me pareció ver que las botas arrastraron un poco de lodo hasta la carretera. Allí disparó dos veces a una distancia de unos cuatro metros. Luego se dio la vuelta y corrió unos cincuenta metros a lo largo de la carretera desde el lugar del crimen. La carretera hace un giro allí y además hay una pequeña entrada, cosa que posibilita que un coche dé la vuelta. En efecto, allí había huellas de un coche. Aparte de eso, encontré dos colillas. —Sacó otra bolsa de plástico del bolsillo—. Después, el hombre se metió en el coche y se fue hacia el sur. Así creo que ocurrió. Por lo demás, pienso enviar la factura de la tintorería a la policía.

—Yo te serviré de testigo —prometió Kurt Wallander—. Pero ahora vamos a pensar.

Rydberg levantó la mano como si estuviera en el colegio.

—He tenido un par de ideas —dijo—. Primero estoy seguro de que eran dos. Uno que esperaba y otro que disparó.

—¿Por qué crees eso?

—La persona que elige comer una manzana en una situación importante no suele ser un fumador. Creo que había una persona esperando en el coche. Un fumador. Y un asesino comiendo una manzana.

—Parece razonable.

—Además, me da la sensación de que estaba muy bien planeado. No hace falta averiguar mucho para saber que los refugiados de Hageholm utilizan esta carretera para pasear. La mayoría de las veces van en grupo, supongo. Pero de vez en cuando alguien va solo. Y si entonces te vistes como un granjero, nadie lo encontrará sospechoso. Asimismo, el lugar estaba bien elegido, si pensamos en que el coche podía esperar en el camino de al lado sin que lo vieran. Por tanto creo que esta barbaridad fue una ejecución a sangre fría. Lo único que no sabían los asesinos era quién vendría solo por la carretera. Y tampoco les importó.

El comedor se quedó en silencio. El análisis de Rydberg había sido tan claro que nadie tenía nada que objetar. El carácter despiadado del crimen era patente.

Fue Svedberg quien al final rompió el silencio.

—Ha llegado un mensajero con una casete del periódico Sydsvenskan —anunció.

Alguien fue a buscar un radiocasete.

Kurt Wallander reconoció la voz de inmediato. Era el mismo hombre que le había llamado dos veces amenazándole.

—Enviaremos esta cinta a Estocolmo —dijo Kurt Wallander—. A lo mejor obtienen algo analizándola.

—Creo que deberíamos averiguar qué clase de manzana comió —opinó Rydberg—. Con un poco de suerte podremos encontrar la tienda donde la compró.

Más tarde empezaron a hablar del motivo.

—Xenofobia —expuso Kurt Wallander—. Pueden ser tantas cosas. Pero supongo que tendremos que indagar en estos movimientos que hay de nuevos suecos. Obviamente hemos entrado en una fase nueva y más peligrosa. Ya no pintan frases propagandísticas por las calles. Ahora se tiran bombas incendiarias y se mata. Pero en absoluto creo que sean las mismas personas las que han hecho esto y las que incendiaron las barracas aquí en Ystad. Todavía opino que fue una chiquillada o un acto temerario de unos borrachos que se habían enfadado con tanto refugiado. Este asesinato es otra cosa. O bien son personas que trabajan solas. O bien pertenecen de alguna manera a un movimiento. Y es ahí donde vamos a sacudirlos. Saldremos a pedir a la gente que nos ayude. Pediré recursos a Estocolmo para catalogar estos movimientos de nuevos suecos. Este asesinato pertenece a la categoría de emergencia nacional. Eso significa que dispondremos de todos los recursos que hagan falta. Además, alguien tiene que haber visto ese Citroën.

—Hay un club de propietarios de coches Citroën —dijo Näslund con voz ronca—. Podemos comparar su registro con el de las matrículas de coches. Los que son socios de ese club conocerán todo Citroën que se mueva en este país.

Se repartieron el trabajo. Eran casi las diez y media cuando acabaron la reunión. Nadie pensaba en irse a casa. Kurt Wallander improvisó una conferencia de prensa en la recepción de la comisaría. Insistió de nuevo en que todos los que hubieran visto un Citroën en la E 14 se pusieran en contacto con la policía. Al mismo tiempo, dio una descripción provisional del asesino.

Cuando terminó, le llovieron las preguntas.

—Ahora no —dijo—. He dicho lo que tenía que decir.

Camino de su despacho, Hanson se le acercó y le preguntó si quería ver una grabación del programa en el que había participado el jefe de la policía.

—Prefiero no verla —contestó—. Al menos de momento.

Arregló su escritorio. Pegó en el auricular la nota donde ponía que tenía que llamar a su hermana. Luego telefoneó a Göran Boman a su casa. Fue Boman quien contestó.

—¿Cómo os va? —preguntó Boman.

—Tenemos algunas cosas —contestó Kurt Wallander—. Seguimos trabajando.

—Tengo buenas noticias para ti.

—Eso es lo que esperaba.

—Los compañeros en Sölvesborg encontraron a Nils Velander. Parece que tiene un barco en una naviera adonde va a lijarlo de vez en cuando. El protocolo del interrogatorio llegará mañana, pero me han dicho lo más importante. Dice que el dinero de la bolsa de plástico viene de la venta de ropa interior. Y aceptó cambiarlo por otros billetes para que podamos controlar las huellas digitales.

—Deberemos ir a la sucursal del Föreningsbanken aquí en Ystad —dijo Kurt Wallander—. Tenemos que investigar si podemos seguir la numeración de los billetes.

—El dinero viene mañana. Pero, sinceramente, no creo que sea él.

—¿Por qué no?

—No lo sé.

—¿Creí que tenías buenas noticias?

—Y las tengo. Ahora referentes a la tercera mujer. Pensé que no te importaría que la visitara solo.

—Claro que no.

—Como ya sabes, se llama Ellen Magnuson. Tiene sesenta años y trabaja en una farmacia aquí en Kristianstad. Me la había encontrado una vez antes, por cierto. Hace unos años atropelló a un operario de los que trabajan en la carretera, en un accidente de tráfico. Fue en las afueras del aeropuerto de Everöd. Afirmó que la había cegado el sol. Seguramente fue verdad. En 1955 tuvo un hijo con un padre registrado como desconocido. El hijo se llama Erik y vive en Malmö. Es funcionario del Consejo General. Fui a casa de la mujer. Parecía asustada y ansiosa, como si hubiera estado esperando la visita de la policía. Negó que Johannes Lövgren fuera el padre de aquel chico. Pero tuve la impresión de que mentía. Si te fías de mi juicio, me gustaría concentrarme en ella. Pero naturalmente no olvidaré al vendedor de pájaros ni a su madre.

—Las próximas veinticuatro horas no tendré tiempo para mucho más de lo que estoy haciendo ahora —dijo Kurt Wallander—. Te agradezco todo lo que puedas averiguar

—Te envío los papeles —dijo Göran Boman—. Y los billetes. Me imagino que tendrás que firmar un recibo por ello.

—Cuando todo esto haya terminado, nos tomaremos un whisky —dijo Kurt Wallander.

—Habrá una conferencia en marzo, en el castillo de Snogeholm, sobre los nuevos caminos del narcotráfico en los estados del este —dijo Göran Boman—. ¿Qué te parece?

—Me parece perfecto —contestó Kurt Wallander.

Acabada la conversación se fue al despacho de Martinson para saber si había llegado algún soplo del buscado Citroën.

Martinson negó con la cabeza. Todavía nada.

Kurt Wallander volvió a su despacho y puso los pies encima del escritorio. Eran las once y media. Poco a poco intentó aclarar sus pensamientos. Primero repasó de forma metódica el asesinato del campo de refugiados. ¿Había olvidado algo? ¿Existía algún indicio en el desarrollo de los acontecimientos imaginados por Rydberg o algo más que debieran hacer inmediatamente?

Estaba contento, la investigación iba sobre ruedas, lo mejor que podía. Tendrían que esperar a que llegaran ciertos análisis técnicos y a que aparecieran pistas del coche. Cambió de posición en la silla, se desató la corbata y pensó en lo que le había contado Göran Boman. Se fiaba por completo de su juicio.

Si su colega tenía la impresión de que la mujer mentía, seguramente era así.

Pero ¿por qué no le interesaba Nils Velander?

Bajó los pies del escritorio y tomó un folio en blanco. Luego escribió una lista recordatoria de todo lo que debía tener tiempo de hacer durante los próximos días. Decidió que el banco de Föreningsbanken tendría que abrirle las puertas al día siguiente, a pesar de ser sábado.

Cuando terminó con la lista, se levantó desperezándose. Eran poco más de las doce. En el pasillo oía a Hanson hablando con Martinson. De lo que hablaban, sin embargo, no podía entender nada.

Fuera, delante de la ventana, una farola se movía por el viento. Se sentía sudado y sucio y pensó en ir a darse una ducha en los vestuarios de la comisaría. Abrió la ventana e inspiró el aire frío. Había dejado de llover.

Estaba ansioso. ¿Cómo podrían evitar que los asesinos actuaran otra vez?

La próxima sería una mujer, para resarcirse de la muerte de Maria Lövgren.

Se sentó a la mesa y se acercó la carpeta con el resumen sobre los campos de refugiados en Escania.

No era probable que el asesino volviera a Hageholm. Pero había un montón de alternativas posibles. Y si el asesino elegía a su víctima de la misma forma aleatoria que en Hageholm, aún tendrían menos pistas que seguir.

Además, era imposible exigir a los refugiados que no salieran.

Apartó la carpeta y colocó una hoja en la máquina de escribir.

Eran casi las doce y media. Pensó que tanto podía escribir su informe a Björk como hacer cualquier otra cosa.

En aquel momento la puerta se abrió y Svedberg entró en la habitación.

—¿Novedades? —preguntó Kurt Wallander.

—En cierta manera —respondió Svedberg con la cara preocupada.

—¿Qué ocurre?

—No sé cómo explicarlo. Pero acabamos de recibir una llamada de un granjero de Löderup.

—¿Ha visto el Citroën?

—No. Pero afirmó haber visto pasear a tu padre por el campo, en pijama. Con una maleta en la mano.

Kurt Wallander se quedó petrificado.

—¿Qué coño estás diciendo?

—El que llamó parecía lúcido. En realidad quería hablar contigo. Pero conectaron la llamada mal y me llegó a mí. Pensé que tú deberías decidir lo que vamos a hacer.

Kurt Wallander se quedó sentado totalmente quieto con la mirada vacía.

Luego se levantó.

—¿Por dónde? —preguntó.

—Parece ser que tu padre va caminando hacia la carretera principal.

—Me ocupo yo mismo. Volveré en cuanto pueda. Que me den un coche con radio para que podáis avisarme si hay algo.

—¿Quieres que vaya contigo o que lo haga otro?

Kurt Wallander negó con la cabeza.

—Papá tiene demencia senil —dijo—. Debo intentar encontrarle un sitio en alguna parte.

Svedberg hizo que le dieran las llaves de un coche con radio.

Justo cuando iba a salir descubrió a un hombre fuera, en la penumbra. Lo reconoció, era uno de los periodistas de los periódicos de la tarde.

—No quiero que me siga —dijo a Svedberg.

Svedberg asintió con la cabeza.

—Espera a que me veas salir marcha atrás y que se me cale el motor delante de su coche. Entonces te puedes marchar.

Kurt Wallander se sentó en el coche y esperó.

Vio correr al periodista hacia su coche. Treinta segundos más tarde salió Svedberg en su coche particular. Paró el motor.

El coche bloqueó la salida del periodista. Kurt Wallander se alejó.

Condujo deprisa. Demasiado deprisa. No hizo caso al límite de velocidad al atravesar Sandskogen. Además, estaba casi solo en la carretera. Unas liebres asustadas huyeron por el asfalto mojado.

Cuando llegó al pueblo donde vivía su padre, no tuvo que buscarlo. Las luces del coche lo delataron pisando descalzo el lodo del campo, vestido con su pijama de rayas azules. Llevaba su viejo sombrero en la cabeza y una gran maleta en la mano. Se llevó irritado la mano a los ojos cuando las luces lo cegaron. Luego continuó caminando con paso enérgico, como si fuera camino de una meta claramente marcada.

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