Asesinos sin rostro (20 page)

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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

BOOK: Asesinos sin rostro
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Pararon a comer en un motel a la entrada de Kristianstad. Kurt Wallander pensó que debería llamar a la comisaría de Ystad.

El teléfono de la cabina no funcionaba.

Era la una y media cuando volvieron a Kristianstad. Antes de seguir con la tercera mujer, Göran Boman tenía que pasar por su despacho.

La chica de la recepción los detuvo.

—Han llamado desde Ystad —dijo—. Quieren que Kurt Wallander les llame.

—Hazlo desde mi despacho —le ofreció Göran Boman.

Invadido por malos presentimientos, Kurt Wallander marcó el número mientras Göran Boman iba a buscar café.

Ebba le conectó con Rydberg sin mediar palabra.

—Es mejor que vengas —dijo Rydberg—. Un loco ha disparado y matado a un refugiado somalí en Hageholm.

—¿Qué coño quieres decir?

—Quiero decir lo que digo. El somalí había salido a pasear. Alguien le pegó un tiro con una escopeta de perdigones. Te he buscado por todas partes. ¿Dónde coño te metes?

—¿Está muerto?

—Le volaron toda la cabeza.

Kurt Wallander sintió náuseas.

—Ya voy —dijo.

Colgó en el momento en que Göran Boman llegaba haciendo equilibrio con dos tazas de café. Kurt Wallander le explicó lo sucedido.

—Te daremos transporte de salida urgente —dijo Göran Boman—. Enviaré tu coche con uno de los chicos.

Todo pasó muy deprisa.

Después de unos minutos, Kurt Wallander iba hacia Ystad en un coche con sirena. Rydberg lo recibió en la comisaría y siguieron inmediatamente hasta Hageholm.

—¿Tenemos alguna pista? —preguntó Kurt Wallander.

—Nada. Pero la redacción del periódico Sydsvenskan recibió una llamada sólo unos minutos después del asesinato. Un hombre dijo que esto era una venganza por el asesinato de Johannes Lövgren. La próxima vez que actuaran, sería una mujer, por Maria Lövgren.

—Pero esto es una locura total —dijo Kurt Wallander—. ¡Si ya no sospechamos de los extranjeros!

—Parece que alguien cree lo contrario. Que estamos protegiendo a unos extranjeros.

—Ya lo he desmentido.

—A los que han hecho esto les importan un bledo los desmentidos. Ven una excusa excelente para sacar las armas y empezar a disparar a los refugiados.

—¡Es una locura!

—Ya lo creo que es una locura. ¡Pero es la verdad!

—¿Grabaron el mensaje en el periódico?

—Sí.

—Lo quiero oír. A ver si es la misma persona que me llamó a mí.

El coche se lanzó a gran velocidad a través del paisaje escaniano.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Kurt Wallander.

—Tenemos que encontrar a los responsables de lo de Lenarp —contestó Rydberg—. Rápido de cojones.

En Hageholm reinaba el caos. Refugiados exaltados se reunían llorando en el comedor, los periodistas hacían entrevistas y los teléfonos sonaban. Wallander salió del coche en un camino embarrado a unos cientos de metros de las viviendas. Se había levantado viento y se subió el cuello de la chaqueta. Un terreno alrededor del camino había sido acordonado. El cadáver estaba boca abajo con la cabeza en el barro.

Kurt Wallander levantó con cuidado la sábana que cubría el cuerpo.

Rydberg no había exagerado. No quedaba casi nada de la cabeza.

—Un disparo a bocajarro —explicó Hanson, que se encontraba allí al lado—. El asesino habrá salido de un escondite y hecho los disparos a un par de metros de distancia.

—Los disparos —repitió Kurt Wallander.

—La encargada del campo ha dicho que oyó dos disparos seguidos.

Kurt Wallander miró a su alrededor.

—Huellas de coche. ¿Adónde lleva esta carretera? —preguntó.

—Dos kilómetros más abajo llegas a la E 14.

—¿Y nadie ha visto nada?

—Es difícil interrogar a refugiados que hablan quince idiomas distintos. Pero estamos en ello.

—¿Sabemos quién es el muerto?

—Tenía esposa y nueve hijos.

Kurt Wallander miró a Hanson con incredulidad.

—¿Nueve hijos?

—Imagínate los titulares mañana —dijo Hanson—. Un refugiado inocente asesinado durante un paseo. Nueve hijos sin padre.

Svedberg se acercó corriendo desde uno de los coches de policía.

—El jefe de policía está al teléfono —dijo.

Kurt Wallander se sorprendió.

—¡Pero si no vuelve de España hasta mañana!

—Él no. El de la jefatura Nacional de Policía.

Kurt Wallander se sentó en el coche y tomó el teléfono. El jefe habló duramente y Kurt Wallander enseguida se molestó por lo que dijo.

—Esto tiene mal aspecto —declaró el jefe de policía—. Preferimos que no haya asesinatos racistas en este país.

—Claro —contestó Kurt Wallander.

—Hay que dar prioridad a este asunto.

—Sí. Pero estamos hasta el cuello con el doble asesinato de Lenarp.

—¿Hacéis algunos progresos?

—Creo que sí. Pero es lento.

—Quiero que me informes a mí personalmente. Salgo esta noche en televisión en un programa de debate y necesito toda la información posible.

—Así lo haré.

La conversación había acabado.

Kurt Wallander se quedó sentado en el coche. «Näslund se cuidará de esto», pensó. «Tendrá que enviar todo el papeleo a Estocolmo.»

Se sintió mal. La resaca se le había pasado y estaba pensando en lo ocurrido la noche anterior. Vio a Peters apearse de un coche policía que acababa de llegar, y eso también le recordó su borrachera.

Luego pensó en Mona y en el hombre que la había ido a buscar.

Y en Linda riendo. El hombre negro a su lado.

En su padre pintando su cuadro eterno.

También pensó en sí mismo.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

Después se obligó a salir del coche para empezar con la investigación del crimen.

«Que no ocurra nada más», pensó.

«No lo resistiríamos.»

Eran las tres y cuarto. Empezaba a llover de nuevo.

10

Llovía a cántaros. Kurt Wallander tenía frío. Eran casi las cinco y la policía había montado focos alrededor del lugar del crimen. Vio a dos camilleros de la ambulancia que se acercaban pisando el lodo. Se llevarían al somalí muerto. Mientras miraba el lodazal, se preguntó si era posible que ni siquiera un hombre tan competente como Rydberg pudiera encontrar huellas.

A pesar de todo sentía cierto alivio. Hasta hacía unos diez minutos habían estado rodeados de una esposa histérica y nueve niños chillando. La esposa del muerto se lanzó al lodo, su desesperación era tan conmovedora que algunos de los policías no pudieron soportarlo y se apartaron. Para su asombro, Wallander se dio cuenta de que el único que podía lidiar con la pena de la mujer y los niños desesperados era Martinson, el más joven de los policías, que en su breve carrera profesional no había tenido que transmitir ni un solo mensaje de muerte a un familiar. Abrazó a la mujer, se arrodilló en el lodo, y de alguna manera se entendieron, por encima de todas las barreras idiomáticas. Llamaron a un sacerdote, pero naturalmente no pudo hacer nada. Después de un rato, Martinson se llevó a la mujer y a los niños al edificio principal, donde un médico esperaba para cuidar de ellos.

Rydberg se acercó pisando el lodo. Sus pantalones estaban manchados hasta los muslos.

—Vaya lío —dijo—. Pero Hanson y Svedberg han hecho un buen trabajo. Han logrado encontrar a dos refugiados y un intérprete que creen haber visto algo.

—¿Qué?

—¿Cómo lo voy a saber? Yo no hablo ni árabe ni suahili. Pero se van a Ystad ahora mismo. El Departamento de Inmigración nos ha prometido intérpretes. Pensé que sería mejor que tú te encargaras de los interrogatorios.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—¿Tenemos alguna pista? —preguntó. Rydberg sacó su manchado bloc de notas.

—Lo mataron exactamente a la una —dijo—. La encargada estaba escuchando las noticias de la radio cuando dispararon. Fueron dos disparos. Pero ya lo sabes. Estaba muerto antes de caer al suelo. Parecen perdigones normales. Marca Gyttorp, supongo. Nitrox 36, probablemente. Eso es más o menos todo.

—No es mucho.

—Me parece lo mismo que nada. Pero tal vez los testigos tengan algo.

—He ordenado horas extras para todos —informó Kurt Wallander—. Tendremos que trabajar durísimo día y noche si hace falta.

Cuando volvieron a la comisaría, el primer testimonio fue desesperante. El intérprete, que decía dominar el suahili, no entendía el dialecto que hablaba el testigo. Era un joven de Malawi. Kurt Wallander tardó casi media hora en comprender que el intérprete no traducía lo que decía el testigo. Luego tardó casi veinte minutos más en comprender que el joven de Malawi, por alguna extraña razón, dominaba el luvale, un idioma que se habla en partes de Zaire y Zambia. Pero entonces tuvieron suerte. Uno de los representantes del Departamento de Inmigración conocía a una vieja misionera que hablaba el luvale a la perfección. Ella tenía casi noventa años y vivía en un piso con asistencia médica y social en Trelleborg. Después de contactar con los compañeros de esta ciudad, le prometieron que la misionera iría en un coche policial hasta Ystad. Kurt Wallander sospechaba que una misionera nonagenaria podría no estar en su mejor forma. Pero se equivocó. Una señora pequeña de pelo blanco y ojos despiertos apareció de repente en la puerta de su despacho, y poco después conversaba animadamente con el joven.

Por desgracia, el joven no había visto nada.

—Pregúntale por qué solicitó ser testigo —preguntó Kurt Wallander, cansado.

La misionera y el joven se hundieron en una larga conversación.

—Probablemente sólo pensaba que sería emocionante —dijo por fin—. Y se puede comprender.

—Ah, ¿sí? —preguntó Wallander.

—Tú también has sido joven, ¿verdad? —dijo la anciana.

El joven de Malawi fue devuelto a Hageholm y la misionera regresó a Trelleborg.

El siguiente testigo sí tenía alguna información. Era un intérprete iraní que hablaba bien el sueco. Al igual que el somalí muerto, había salido a pasear por los alrededores de Hageholm cuando se oyeron los disparos.

Kurt Wallander sacó un extracto del mapa del Estado Mayor en que aparecía el territorio cercano a Hageholm. Puso una cruz en el lugar del crimen y el intérprete inmediatamente pudo señalar dónde estaba al oír los dos disparos. Kurt Wallander estimó la distancia en unos trescientos metros.

—Después de los disparos oí un coche —dijo el intérprete.

—Pero ¿no lo viste?

—No. Estaba en el bosque. No se veía la carretera.

El intérprete señaló otra vez. Hacia el sur.

Luego le dio una buena sorpresa a Kurt Wallander.

—Era un Citroën —dijo.

—¿Un Citroën?

—Los que llamáis «sapo» aquí en Suecia.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

—Crecí en Teherán. De niños aprendíamos a reconocer las diferentes marcas de coche por el sonido del motor. El Citroën es fácil. Sobre todo el «sapo».

A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía. Luego se decidió rápidamente.

—Ven conmigo al patio —dijo—. Y al salir, te pones de espaldas y cierras los ojos.

Fuera, bajo la lluvia, puso en marcha su Peugeot y dio una vuelta por el aparcamiento. Estuvo todo el tiempo observando al intérprete con atención.

—Bueno. ¿Qué era? —preguntó luego.

—Un Peugeot —contestó el intérprete sin dudarlo.

—Bien —dijo Kurt Wallander—. Perfecto.

Envió al testigo a casa y dio la orden de buscar un Citroën, que pudiese haber sido visto entre Hageholm y la E 14 hacia el oeste. Las agencias de noticias también recibieron la información de que la policía buscaba un Citroën que posiblemente tuviera que ver con el asesinato.

El tercer testigo era una mujer joven de Rumania. Durante el interrogatorio estuvo sentada en el despacho de Kurt Wallander dando el pecho a su hijo. El intérprete hablaba mal el sueco, pero a Wallander le parecía suficiente para comprender lo que había visto la mujer.

Iba por el mismo camino que el somalí asesinado y se había cruzado con él al volver al campo.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo pasó desde que te encontraste con él hasta que oíste los disparos?

—Tal vez tres minutos.

—¿Viste a alguien más?

La mujer asintió con la cabeza y Kurt Wallander se apoyó en la mesa, expectante.

—¿Dónde? —preguntó—. ¡Señálalo en el mapa!

El intérprete le sostuvo el niño mientras la mujer buscaba en el mapa.

—Aquí —dijo apretando el lápiz contra el mapa.

Kurt Wallander vio que era cerca del lugar del asesinato.

—Cuenta —le apremió—. Tómate tu tiempo. Medítalo bien.

El intérprete tradujo y la mujer reflexionó.

—Un hombre vestido con un mono azul —dijo—. Estaba de pie en el campo de al lado.

—¿Cómo era?

—Tenía poco pelo.

—¿Cómo era de alto?

—Altura normal.

—¿Yo soy de altura normal?

Kurt Wallander se puso de pie.

—Era más alto.

—¿Qué edad?

—No era joven. Ni viejo tampoco. Quizá cuarenta y cinco años.

—¿Te vio a ti?

—No lo creo.

—¿Qué hacía en el campo?

—Comía.

—¿Comía?

—Comía una manzana.

Kurt Wallander reflexionó.

—Un hombre vestido con un mono azul está en un campo junto a la carretera comiendo una manzana. ¿He entendido bien?

—Sí.

—¿Había alguien más?

—No vi a nadie más. Pero no creo que estuviera solo.

—¿Por qué no lo crees?

—Era como si estuviera esperando a alguien.

—¿Ese hombre llevaba un arma?

La mujer meditó de nuevo.

—Puede que tuviera un paquete marrón a los pies —dijo—. Aunque quizás era sólo lodo.

—¿Qué ocurrió después de que vieras al hombre?

—Seguí hacia casa lo más rápidamente que pude.

—¿Por qué tenías tanta prisa?

—No es bueno cruzarse con hombres desconocidos en el bosque.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—¿Viste algún coche?

—No. Ningún coche.

—¿Puedes describir al hombre con más detalle?

Pensó mucho rato antes de contestar. El niño dormía en los brazos del intérprete.

—Parecía fuerte —dijo—. Creo que tenía las manos grandes.

—¿Qué color de pelo tenía? El poco que le quedaba.

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