Por el teléfono oía la voz de Ebba.
—La televisión insiste en hablar contigo —dijo.
Decidió rápidamente que primero quería hablar con Rydberg antes de enfrentarse de nuevo con los medios de comunicación.
—Diles que estoy reunido y que no estaré disponible hasta dentro de media hora —dijo.
—¿Seguro?
—¿Qué?
—¿Que hablarás con ellos dentro de media hora? A la Televisión Sueca no le gusta esperar. Dan por sentado que todo el mundo cae de rodillas cuando llaman.
—Yo no me arrodillo delante de sus cámaras. Pero puedo hablar con ellos dentro de media hora.
Colgó el teléfono.
Rydberg se sentó en la silla que había junto a la ventana. Se estaba secando el pelo con una servilleta de papel.
—Tengo buenas noticias —anunció Kurt Wallander. Rydberg continuaba secándose el pelo—. Creo que tenemos un móvil. Dinero. Y creo que hay que buscar a los asesinos entre las personas que de un modo u otro se contaban entre sus conocidos.
Rydberg tiró la servilleta mojada a la papelera.
—He tenido un día bien jodido —dijo—. Las buenas noticias me vienen bien.
Kurt Wallander necesitó cinco minutos para describir el encuentro con el campesino Lars Herdin. Rydberg miraba con tristeza los trozos de cristal que había en el suelo.
—Una historia rara —dijo Rydberg cuando Kurt Wallander terminó—. Es lo bastante rara para ser verdad.
—Intentaré hacer un resumen —continuó Wallander—. Alguien sabía que Johannes Lövgren de vez en cuando guardaba una gran suma de dinero en casa. Eso nos da como motivo el robo. Y el robo se convierte en un homicidio. Si la descripción de Johannes Lövgren hecha por Lars Herdin coincide, en cuanto a que era una persona especialmente avara, es natural que se negase a descubrir dónde había escondido el dinero. María Lövgren, que probablemente no llegó a entender mucho lo que le pasó durante la última noche de su vida, tuvo que acompañar a Johannes en su último viaje. La cuestión es por tanto quién, además de Lars Herdin, supo que retiraba estas irregulares pero grandes sumas de dinero. Si encontramos respuesta a ello, es probable que tengamos una respuesta para todo.
Rydberg se quedó pensativo después de que Wallander se callara.
—¿He olvidado algo? —preguntó Wallander.
—Pienso en lo que dijo antes de morir —señaló Rydberg—. Extranjero. Y pienso en lo que llevo en la bolsa de plástico. Se levantó y vació el contenido de la bolsa sobre el escritorio.
Era un montón de trozos de cuerda. Cada uno con un lazo artístico.
—He pasado cuatro horas junto a un viejo que confeccionaba velas, en un piso que olía peor de lo que puedes llegar a imaginarte —dijo Rydberg haciendo una mueca—. Resulta que este señor tiene casi noventa años y está bien entrado en su camino hacia la senilidad. Estoy pensando en contactar con alguna autoridad social. El viejo estaba tan confundido que pensaba que yo era su propio hijo. Uno de los vecinos me contó más tarde que aquel hijo murió hace treinta años. Pero sí que sabía de nudos. Cuando por fin me pude escapar, ya llevaba cuatro horas allí. Estos trozos de cuerda son un regalo.
—¿Llegaste a averiguar lo que querías?
—El viejo miró el nudo y lo encontró feo. Luego tardé tres horas en conseguir que dijera algo sobre este lazo tan feo. Hasta entonces, incluso le dio tiempo de dormir un ratito.
Rydberg recogió los trocitos de cuerda y los metió en la bolsa de plástico mientras seguía:
—De repente empezó a hablar de cuando estaba en la mar. Y entonces dijo que ese nudo lo había visto en Argentina. Los marineros argentinos solían hacer este nudo para las correas de sus perros.
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
—Así que tenías razón —dijo—. El nudo era extranjero. Ahora la cuestión es cómo encaja con la historia de Lars Herdin.
Salieron al pasillo. Rydberg desapareció en su despacho mientras que Kurt Wallander se fue con Martinson para estudiar sus listados de ordenador.
Resultaba que había una estadística impresionante sobre ciudadanos extranjeros que habían cometido delitos en Suecia o bien estaban bajo sospecha de haberlos cometido. Martinson también había tenido tiempo de hacer un control de anteriores asaltos a ancianos. Por lo menos cuatro personas diferentes habían asaltado durante el último año a ancianos que vivían aislados en Escania. Pero Martinson también pudo adelantarle que todos estaban encerrados en diferentes instituciones. Le quedaba por recibir un informe sobre los posibles permisos durante el día en cuestión.
La reunión de investigación tuvo lugar en el despacho de Rydberg ya que una de las administrativas se había ofrecido a limpiar el suelo de Kurt Wallander. El teléfono sonaba sin parar, pero ella no se molestó en contestar.
La reunión de investigación se hizo larga. Todos estaban de acuerdo en que el relato de Lars Herdin abría una brecha. Ya tenían una dirección que seguir. A la vez repasaron de nuevo todo lo que hasta aquel momento se había revelado en las conversaciones con los habitantes de Lenarp y con quienes habían llamado a la policía o contestado al formulario de preguntas. Un coche que había pasado a mucha velocidad por un pueblo situado a unos kilómetros de Lenarp a última hora de la noche del domingo les mereció especial atención. Un camionero que había partido hacia Göteborg a una hora tan temprana como las tres de la madrugada se había cruzado con el coche en una curva cerrada y casi le embistió. Al enterarse del doble asesinato empezó a pensar en ello y luego llamó a la policía. Después de repasar unas fotos de diferentes modelos de coches y dudar un poco llegó a la conclusión de que se trataba de un Nissan.
—No olvidéis los coches de alquiler —dijo Kurt Wallander—. Hoy en día la gente que se mueve es cómoda. Los atracadores alquilan coches de igual manera que los roban.
Ya eran las seis cuando se acabó la reunión. Kurt Wallander comprendió que todos sus colaboradores ya estaban a la ofensiva. Después de la visita de Lars Herdin reinaba un optimismo tangible.
Entró en su despacho y puso en limpio sus apuntes de la conversación con Lars Herdin. Hanson le había dejado los suyos y pudo compararlos. Enseguida vio que Lars Herdin no había vacilado. Las declaraciones coincidían plenamente.
Un poco después de las siete apartó sus papeles. De repente se acordó de que los de la televisión no habían vuelto a insistir. Llamó a la recepción y preguntó si Ebba le había dejado una nota antes de marchar. La chica que contestaba era una suplente.
—Aquí no hay nada —dijo.
Por una intuición que él mismo no entendió del todo salió al comedor y encendió la televisión. Las noticias locales acababan de comenzar. Se apoyó en una mesa y vio distraído un reportaje sobre la mala economía del municipio de Malmö.
Pensó en Sten Widén.
Y en Johannes Lövgren, que había vendido carne a los nazis durante la guerra.
Pensó en sí mismo, en su barriga demasiado grande. Estaba a punto de apagar el televisor cuando la reportera empezó a hablar sobre el doble homicidio de Lenarp. Con asombro escuchó que la policía de Ystad concentraba su trabajo de búsqueda en unos ciudadanos extranjeros, de momento desconocidos. Pero la policía estaba convencida de que los criminales eran extranjeros. Tampoco podía descartarse que fueran refugiados solicitantes de asilo político.
Al final la reportera habló de él.
A pesar de insistir repetidamente, había sido imposible obtener un solo comentario por parte de alguno de los responsables de la investigación sobre esa información procedente de fuentes anónimas pero fidedignas.
Mientras hablaba, la reportera tenía como fondo una imagen de la comisaría de Ystad.
Luego pasó a hablar del tiempo.
Una tormenta se acercaba por el oeste. El viento arreciaría aún más. Pero no existía el riesgo de nevadas. La temperatura seguiría por encima de los cero grados.
Kurt Wallander apagó el televisor.
No sabía si estaba indignado o cansado. Tal vez sólo tenía hambre.
Pero alguien en la comisaría se había ido de la lengua.
¿Pagarían dinero por divulgar información confidencial? ¿El monopolio estatal de televisión también tenía fondos para chivatazos?
«¿Quién?», pensó.
«Puede ser cualquiera, excepto yo mismo.
»¿Y por qué?
»¿Habría otro motivo aparte del dinero?
»¿Xenofobia? ¿Miedo a los refugiados?»
Se dirigió a su despacho y ya en el pasillo oyó el teléfono. El día había sido largo. Prefería irse a casa y preparar algo de comer. Con un suspiro se sentó en la silla y se acercó el teléfono.
«Habrá que empezar», pensó. «Empezar a desmentir la información de la tele.
»Y esperar que no ardan más cruces de madera durante los días venideros.»
Una tormenta pasó sobre Escania aquella noche. Kurt Wallander estaba sentado en su desordenada vivienda mientras el viento invernal levantaba las tejas. Bebía whisky, escuchaba una grabación alemana de Aida, cuando de repente todo quedó a oscuras y en silencio a su alrededor. Se acercó a la ventana y miró a la oscuridad. El viento aullaba y en algún lugar un letrero golpeaba contra una pared.
Las manecillas fluorescentes del reloj de pulsera señalaban las tres menos diez. Curiosamente no se sentía cansado en absoluto. La noche anterior casi le dieron las once y media antes de salir de la comisaría. El último que lo había llamado era un hombre que no quiso identificarse. Había sugerido que la policía hiciera causa común con los movimientos nacionalistas del país y echara de una vez por todas a los extranjeros. Durante un momento intentó escuchar lo que el hombre anónimo: tenía que decir. Luego le colgó el teléfono, avisó a la recepción y pidió que bloquearan todas las llamadas. Apagó la luz, atravesó el pasillo silencioso y se fue directamente a casa. Al abrir la puerta exterior de su casa decidió averiguar quién se había ido de la lengua sobre la información confidencial. En realidad no le incumbía a él. En caso de conflictos dentro del cuerpo policial, la obligación de intervenir era del jefe de policía. Dentro de unos días Björk habría vuelto de sus vacaciones de invierno. Entonces se tendría que hacer cargo. La verdad tendría que salir a la luz.
Pero cuando bebió su primera copa de whisky, Wallander comprendió que Björk no haría nada. Aunque todo policía está atado a una promesa de silencio, no podría considerarse como una actuación criminal el hecho de que un policía llamase a un contacto suyo de la Televisión Sueca y contase lo que se había dicho en una reunión interna del grupo de investigación. Tampoco podrían probarse irregularidades en caso de que la Televisión Sueca hubiera pagado a su informador secreto. Kurt Wallander se preguntó por un momento cómo contabilizaba la Televisión Sueca una partida de gastos de ese tipo.
Luego pensó que Björk, probablemente, no estaría interesado en cuestionar la lealtad interna cuando se encontraban en medio de la investigación de un homicidio.
A la segunda copa de whisky había vuelto a meditar sobre el autor o autores del soplo. Aparte de sí mismo, sólo podría descartar a Rydberg con seguridad. Pero ¿por qué estaba tan seguro de Rydberg? ¿Podía conocerlo a él más a fondo que a los demás?
La tormenta había provocado un corte de luz y en aquel momento estaba solo en la oscuridad.
Los pensamientos relacionados con la pareja muerta, con Lars Herdin y con el extraño nudo corredizo se mezclaban con aquellos asociados a Sten Widén, Mona, Linda y su viejo padre. Desde dentro de la oscuridad le hacía señas lo absurdo e inútil de la vida. Una cara irónica que se reía de sus vanos esfuerzos por dominar su vida…
Se despertó cuando volvió la luz. Vio en el reloj que había dormido más de una hora. El disco daba vueltas en el plato del tocadiscos. Vació la copa y fue a acostarse a la cama.
«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Tengo que hablar con ella sobre todo lo que ha pasado. Y tengo que hablar con mi hija. Tengo que visitar a mi padre para ver lo que puedo hacer por él. En medio de todo esto también debería atrapar a un asesino…»
Debió de dormirse otra vez. Creía que estaba en su despacho cuando sonó el teléfono. Medio dormido, fue dando traspiés hasta la cocina y cogió el auricular. ¿Quién lo llamaba a las cuatro y cuarto de la madrugada?
Antes de contestar, pensó por un instante que desearía que fuese Mona la que llamaba.
Primero le pareció que el hombre que hablaba le recordaba a Sten Widén.
—Sólo tenéis tres días para reparar el error —amenazó el hombre.
—¿Quién es usted? —preguntó Kurt Wallander.
—No importa quién sea —contestó el hombre—. Soy uno de los diez mil salvadores.
—Me niego a hablar con alguien sin saber quién es —dijo Kurt Wallander, que ya estaba completamente despierto.
—No cuelgue —dijo el hombre—. Ahora tenéis tres días para reparar el hecho de que habéis guardado las espaldas a unos delincuentes extranjeros. Tres días, pero ni uno más.
—No sé de qué me hablas —replicó Kurt Wallander y sintió un malestar al oír la voz desconocida.
—Tres días para atrapar a los asesinos y mostrarlos —dijo el hombre—. Si no, nos encargaremos nosotros.
—¿Encargarse de qué? ¿Quiénes?
—Tres días. Ni uno más. Después empezará a arder.
La comunicación se cortó.
Kurt Wallander encendió la lámpara de la cocina y se sentó a la mesa. Escribió la conversación en un viejo bloc que Mona solía usar para las listas de la compra. En la parte de arriba del bloc ponía «Pan». Lo que había escrito debajo no se podía leer.
No era la primera amenaza anónima que Kurt Wallander recibía en sus muchos años como policía. Un hombre que consideraba que lo habían condenado injustamente lo había acosado con cartas insinuantes y llamadas nocturnas unos años antes. Entonces fue Mona la que se cansó y le exigió que reaccionase. Kurt Wallander envió a Svedberg para que convenciera al hombre de que le caería una condena larga si la persecución no cesaba. En otra ocasión alguien le rajó los neumáticos del coche.
Pero el mensaje de aquel hombre era diferente.
Algo ardería, decía. Kurt Wallander comprendió que podría ser cualquier cosa, desde los campos de refugiados hasta los restaurantes o pisos cuyos propietarios fueran extranjeros.
Tres días. O tres días y tres noches. Esto significaba el viernes o, a más tardar, el sábado día 13.
Se acostó de nuevo en la cama e intentó dormir. El viento barría y azotaba las paredes.