—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.
—Aretes —me dijo con la voz entrecortada—, tu hermano Taigeto…
—¿Qué? —le pregunté alarmada— ¿Qué ha pasado?
Madre suspiró y dijo:
—Estaba yo sentada sola en el campo, cerca de donde pacen sus ovejas. Sólo se oía el susurrar de las hojas de las encinas y los robles cuando, sin darme cuenta, alguien ha venido por detrás de mí. Unas manos me han rodeado el cuello en un abrazo y él ha susurrado a mi oído: «hola, madre».
Neante se cubrió la cara con su delantal y regresó gimoteando a la cocina. Yo me arrojé en brazos de madre y le conté que la culpa era mía porque le había contado la verdad a Taigeto. Madre me miró perpleja, pero emocionada y agradecida. Las dos acordamos que ése sería nuestro secreto.
Durante las siguientes semanas ella mejoró mucho. Empezó a interesarse de nuevo por las tareas de la casa: preparó algunas tartas de ciruelas, lavó sábanas y colchas, puso flores en algunos jarrones y perfumó las habitaciones con agua de mirtilo. Parecía que había llegado de nuevo la primavera a Amidas y su alegría se nos contagió a Pelea, a Neante y a mí. Pasamos el invierno más feliz de los últimos años, pues madre se mostraba comunicativa, agradecía las conversaciones pausadas y los detalles, como las flores que le traía del campo o una caricia no reclamada. A veces nos quedábamos las dos en silencio, pero éste no era fruto del miedo o de la infelicidad, sino una de las conversaciones más profundas, la de los ojos.
Por otro lado, Prixias, el hermano de Eleiria, seguía rondándome. Sin embargo, yo no sé qué pasaba en mi interior, porque algunas veces me sentía halagada y otras me mostraba esquiva con él. Algunas tardes me esperaba al salir de la
Agogé
y le permitía que me acompañara a Amidas. Aunque su conversación no era interesante, le gustaba escuchar lo que yo le contaba y a mí me gustaba su compañía. Andábamos despacio por el camino, contemplábamos las nubes e intentábamos adivinar sus formas; veíamos allí una nave y más allá las alas de una paloma, olíamos el tomillo y el romero y éramos felices. Él me hablaba de la vida en la
Agogè
y yo de los poemas y los relatos que había aprendido con el abuelo. Prixias siempre se quedaba maravillado de las cosas que sabía.
Una de esas tardes de invierno estaba en la cocina y oí cómo el abuelo cantaba con voz sonora desde la bodega, mientras movía ajetreado las cajas y los barriles. Escuché que me llamaba y me asomé a la puerta.
—Dime, abuelo —respondí.
—Baja a ayudarme con estos sacos, hija mía —me gritó.
—No puedo, abuelo —dije avergonzada.
Su cabeza blanca se asomó por el hueco de la escalera y me preguntó extrañado:
—¿Cómo que no puedes?
Hay que saber que en nuestro pueblo, así como en otros muchos, está muy arraigada la creencia de que los días de la luna en que la mujer es fértil puede agriar el vino si está cerca de los toneles y convertirlo en vinagre; o también que puede agostar las cosechas y los jardines; o empañar los espejos, mellar los cuchillos, oxidar el hierro y el bronce si la luna es menguante, matar a las abejas o, al menos, alejarlas de sus colmenas. E incluso se dice que puede hacer abortar a las yeguas.
Le dije lo que me pasaba y oí que murmuraba algo mientras chasqueaba la lengua. Luego me ordenó que bajara al sótano de inmediato y le ayudara a mover los sacos. Titubeé pero le obedecí al instante. Bajé las escaleras, aparté el tocino que estaba colgado para que se secara junto a las ristras de ajos y de tomates secos y, cuando le tuve delante de mí, le noté irritado.
Me dijo que no podía creer que una chica inteligente como yo pudiera creer en esas tonterías de vieja supersticiosa. Me avergoncé por haberle defraudado, a él, que procuraba tanto alimentar mi sed de conocimientos. Por eso lloré, aunque procuré que no se diera cuenta. Moví lo que me ordenó y antes de regresar a la cocina para ayudar a N eante, me llamó con voz suave:
—Aretes…
Me acerqué a él un poco marchita. Al ver que tenía los ojos húmedos me abrazó y, acto seguido, abrió un barril lleno de vino.
—¿Llevas las manos limpias? —me preguntó.
—Creo que sí, abuelo —dije.
—Pues mételas dentro.
Introduje con cuidado una mano en el barril. Sentí entonces cómo se humedecía con el líquido caliente mientras de la cuba emergían los vapores del mosto.
—La otra también —me ordenó.
Metí los brazos hasta los codos y, al sacarlos, me dijo que me lavara y que ya podía subir a la cocina para ayudar a Neante. Por la noche, durante la cena, se sentó frente a mí con un vaso de barro lleno de vino y me ordenó que lo bebiera, ante el asombro de todos. Bebí medio vaso y el abuelo me indicó con un gesto de sus cejas que me lo terminara hasta la última gota. Era el mejor vino que había bebido en mi vida.
—Es el vino que hemos probado esta tarde— me dijo con una sonrisilla ante la mirada de extrañeza del resto de la familia.
Esa noche me fui muy achispada a la cama, pero con la lección bien aprendida. Nunca más creí en supercherías ni las he tolerado a mi alrededor.
Así, las semanas fluyeron siguiendo su curso natural, sin crecidas ni remolinos traicioneros. Todo iba como por un camino sembrado de flores hasta que, una mañana, padre nos dijo que marcharía unas semanas con la embajada que iba a entrevistarse con los atenienses. Varias ciudades habían apoyado la revuelta de los puertos de Asia contra los persas, y se habían oído rumores de que su rey, Darío, preparaba la definitiva invasión de la Hélade.
—Y me temo que esta vez no son habladurías —dijo padre muy gravemente.
Pocos días después de su marcha estalló una tormenta dentro de nuestra casa. Una tarde, al regresar del monte, el abuelo empezó a gritar y a maldecir a los dioses y a mi madre al igual que un hombre poseído por algún espíritu maligno. No sólo maldecía a mi madre sino a todo el género femenino por desobedientes y porque siempre, según decía, queríamos salimos con la nuestra.
—¡Sois más testarudas que una mula! —gritó el abuelo antes de salir de casa dando un portazo que hizo temblar las paredes.
Lo que había ocurrido era lo siguiente: madre había invitado a comer a Taigeto a nuestra casa al cabo de pocos días. Tuvo un momento de debilidad, y la ausencia de padre y la necesidad de tenernos a todos reunidos a su lado hicieron el resto.
Esa noche cenamos en silencio. El abuelo estuvo de un humor de perros hasta que se dio cuenta que no había nada que hacer. No podíamos decirle a Taigeto que la invitación quedaba cancelada. Aunque ya fuera un muchacho de once años, le hubiera dolido muchísimo y no lo hubiera entendido.
Así pues, empezaron los preparativos y nuestra casa se puso patas arriba: se lavaron las esteras y los suelos y se puso más aceite a los muebles para que estuvieran relucientes. Madre se encargó de revisar los manteles y yo de llenar las habitaciones de flores. Si nuestros conciudadanos hubieran visto los preparativos, hubieran creído que esperábamos la visita de un alto dignatario extranjero y no la de un pastorcillo ilota.
Llegó el día y a primera hora fuimos a recoger unas berenjenas al huerto. Era el plato que guisaríamos como si fuera un día festivo. Madre estaba muy excitada la mañana que iba a reunimos a todos en casa. A la hora convenida le esperamos en el patio y desde allí vimos que él bajaba por el camino del monte con algo entre las manos mientras uno de sus perros saltaba a su alrededor.
Traía dos ramos de flores silvestres, uno para madre y otro para mí, que nos entregó con un beso sonoro. Madre estaba radiante y parecía que el sol se había detenido encima de nuestra casa para alumbrar ese día de felicidad. Uno tras otro abrazamos y besamos a Taigeto, que se encontró frente a frente con el abuelo, cuya barba blanca temblaba y sus ojos chispeaban de emoción. Nuestro hermano le alargó el tarro lleno de miel que llevaba entre las manos, el abuelo lo tomó entre las suyas, la olió sonriente y la probó con un dedo. Luego le cogió por los hombros como si fuera un recién nacido y le besó la frente.
—Hijo mío —le dijo al oído mientras entraba por la puerta y nosotros detrás—, bienvenido a tu casa.
Enseguida Taigeto llenó el pequeño comedor con sus risas, sus preguntas y sus ocurrencias. Durante la comida, madre sentó a los dos gemelos juntos y al abuelo frente a ellos. Taigeto estaba nervioso al principio, pero luego se relajó y nos empezó a contar su vida con las cabras y con su familia ilota. Aplaudió al probar el plato que habíamos guisado y pasamos a su lado uno de esos días que la memoria no debe olvidar. Después de comer, el abuelo nos deleitó con un sinfín de poesías que hicieron las delicias de todos, especialmente de Taigeto, que le miraba embelesado y lleno de admiración. Pasamos el resto de la tarde cantando. La voz dulce de los gemelos se unió a la del abuelo, grave y sonora, que retumbaba junto al timbre melodioso de Polinices. La calle resonaba con los cánticos de mi gente, porque cantar es para mi pueblo lo mismo que el néctar para las abejas o la lluvia para las cosechas. Era tanta la dicha que sentí esa tarde que me pareció que los campos reverdecían y las bestias sonreían en el establo.
Antes de partir, el abuelo nos pidió que le dejáramos un rato a solas con Taigeto. Se lo llevó al pórtico de la casa donde se sentaron uno frente al otro. Oí a través de la ventana de la cocina cómo el abuelo le hablaba quedamente mientras él asentía con ojos vivos e inteligentes. Se bebía las explicaciones del abuelo y éste se derretía al llenar con sus conocimientos la cabecita del nieto que más se le parecía. Antes de que oscureciera, Taigeto tuvo que regresar a su aldea, así que Polinices, Alexias y yo le acompañamos un buen trecho del camino. Antes de llegar al final de la cuesta le despedimos y vimos entre alegres y tristes cómo se alejaba, seguido de su perro, hacia el Menelaion. Al llegar arriba se volvió y nos saludó con la mano.
Padre regresó antes de la temporada de lluvias y se sonrió cuando el abuelo le explicó la comida que habíamos tenido con Taigeto. Sin embargo, estuvo unos días malhumorado con madre y le advirtió a solas que, muy a pesar suyo, aquello no podía repetirse. Madre se encerró varios días en su habitación y no salió de ella. El abuelo parecía muy enfadado, pero yo sabía que no lo estaba en absoluto, porque la temeridad de madre había que atribuirla a su frágil corazón. Además, a él le había dado una gran alegría pasar esas horas junto a su nieto.
Tras la época de las lluvias llegó el buen tiempo y las aves esparcieron sus graznidos por los campos. Pronto empezaría la cosecha que, por la altura de los tallos de la cebada y del trigo, ese año sería muy buena. Así pues, todo iba bien en casa y hasta los dioses parecían sonreímos. Pero en esta vida todo depende de su favor, pues estamos a merced de su arbitrio y, si muchas veces se apiadan del hombre caído en la negra tierra para levantarlo, otras veces lo voltean y hasta al mejor parado le tumban boca arriba. Entonces sobrevienen las desgracias y el errar sin medios o extraviado. Hubiera sido bonito soñar con un mundo en el que no existieran la mentira, el dolor ni la traición, pero Esparta no era el lugar para tener ese tipo de ilusiones infantiles.
Digo esto porque, una tarde, semanas antes de que empezaran los rigurosos calores del estío, Polinices y Alexias llegaron corriendo a casa. Ambos estaban tan sofocados que las palabras salieron atropelladamente de sus bocas:
—¡Padre ha sido detenido por varios soldados mientras se ejercitaba en la llanura de Otoña!
—Lo han trasladado a la cárcel de la acrópolis acusado de traición a Esparta.
El abuelo gritó con los ojos inyectados en sangre. Dijo que era una maquinación de Cleómenes contra los que no opinaban como él y, sin pensárselo, descolgó su escudo y su lanza de las paredes del patio para defender a su hijo. Por suerte, mis hermanos le detuvieron cuando pretendía salir armado de casa y le convencimos de apelar a la ley y al sentido común. El abuelo se dejo convencer tras forcejear un rato y todos juntos nos dirigimos a la acrópolis.
La ciudadela dista unos pocos estadios del núcleo de la Polis. Aún hoy día es una imponente fortaleza de gruesos muros ciclópeos, construida en un promontorio junto al Eurotas. Cuando llegamos, sus murallas brillaban con el último sol de la tarde. Empezamos a subir sus altos escalones cuando vimos que por sus gruesas puertas salían Atalante y Nearco. El primero tenía un aspecto deplorable. En su papada y en su cara empezaban a nacer unas minúsculas protuberancias iguales que los grillos de una patata demasiado madura. Nos vio subir por las escalinatas y le gritó al abuelo desde arriba:
—¡Laertes, ya te advertí que son momentos para ser fieles a las decisiones del rey!
Por suerte, el abuelo había salido sin armas de casa, porque estuve segura que en ese momento Atalante hubiera caído atravesado por su lanza de alargada sombra. Nos cruzamos con ellos en mitad de las escaleras. En los ojos del abuelo vi el horror del que hubiera sido capaz si Polinices y Alexias no le hubieran cogido de los brazos. Los dos hombres se alejaron. Al llegar arriba, Leónidas, hermanastro del rey, guerrero de anchos hombros y poblada barba negra, salió también de la acrópolis y vino directo hacia nosotros.
Le interrogamos acerca de los motivos de la encarcelación y nos dijo en un susurro que padre había sido acusado de traición por unas cartas que le incriminaban como colaborador de Demarato y de los persas. Por lo que él sabía, Demarato había enviado un mensaje desde la corte persa, y los guardianes de la palestra, nos dijo con el semblante grave, lo habían encontrado aquel mediodía entre las ropas de padre.
—Mañana, al amanecer —nos dijo—, se explicarán los motivos en la asamblea.
491 a.C.
Las asambleas de Esparta tienen lugar en la ladera que baja por uno de los lados de la acrópolis. Allí, en tiempos remotos, nuestros antepasados tallaron unos toscos bancales de piedra que hacen de escalinatas y es donde se sienta el público. El lugar está rodeado de viejos robles y encinas, pero el teatro no tiene sombras donde guarecerse del cálido sol que todo lo ve. Padre fue juzgado allí, ante los éforos y la asamblea, a la mañana siguiente.
Todos los espartanos, hombres o mujeres, podíamos asistir a ella. Al llegar al recinto vimos cómo se habían juntado cientos de curiosos en las graderías de la ladera y bajo las frescas encinas que crecen en sus aledaños. En la cima, bajo un entoldado carmesí, estaba sentado Cleómenes junto a Leotíquidas, para el que ése era su primer acto como rey, pues había sido coronado pocas semanas antes. Ambos iban enfundados en la sobria túnica real y coronados con una sencilla diadema de oro. A su lado, según su antigüedad, estaban los ancianos y otros principales, como Pausanias o Leónidas, hombres poderosos y pastores de hombres.