Área 7 (4 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Área 7
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—Es extraño. Parece como si una señal de microondas entrante nos acabara de impactar y luego hubiese rebotado.

—Se ha efectuado un barrido esta mañana —dijo Grier—. En dos ocasiones.

Los barridos exhaustivos para localizar posibles dispositivos de escucha en el
Marine One
(y sus pasajeros) se realizaban con rigurosa regularidad. Era casi imposible colocar un dispositivo transmisor o receptor en el helicóptero presidencial.

Dallas observó la pantalla de nuevo y se encogió de hombros.

—La señal es demasiado pequeña como para ser una señal de posición, una conversación o datos informáticos. No envía ni recoge información; es como si, bueno, como si estuviera comprobando que estamos aquí. —Se volvió y miró con gesto inquisitivo a Grier.

El piloto del helicóptero presidencial frunció el ceño.

—Lo más probable es que se trate de una subida en la radiosfera, una señal de microondas desviada. Pero será mejor no correr ningún riesgo. —Se volvió hacia Schofield—. Capitán, si no le importa, ¿podría hacer un barrido del helicóptero con la varita mágica?

—Señal de retorno recibida —dijo el operador de consola de la sala a oscuras—. Prueba de señal primaria positiva. El dispositivo está operativo. Repito. El dispositivo está operativo. Cambiando a modo inactivo. De acuerdo. Comenzando prueba para señal secundaria…

Schofield entró en la cabina principal del
Marine One
. Comenzó a pasar un analizador de espectro digital AXS-9 por las paredes, asientos, techo y suelo, buscando cualquier cosa que pudiera estar emitiendo una señal saliente.

Como cabría esperar del helicóptero presidencial, el interior del
MI
era muy lujoso. Es más, con su alfombra de color granate oscuro y sus espaciosos asientos, se asemejaba más a la primera clase de un avión comercial que al interior de un aparato militar.

Doce butacas de cuero beis ocupaban la mayor parte del espacio de la cabina. Cada una de esas butacas tenía el sello del presidente de Estados Unidos, al igual que los enormes reposabrazos que lindaban con cada asiento y los vasos de whisky y las tazas de café, por si por algún casual alguien olvidaba en presencia de quién estaba viajando.

En la parte trasera de la zona central, vigilada todo el tiempo por un marine con uniforme de gala, había una puerta de caoba que conducía a la sección posterior del helicóptero.

Era el despacho privado del presidente.

Pequeño pero elegantemente decorado y amueblado (y con una disposición increíblemente compacta de teléfonos, faxes, ordenadores y televisores), el despacho del
Marine One
permitía al presidente supervisar los asuntos de la nación allí donde estuviera.

En el extremo final del despacho del presidente, tras una pequeña puerta sellada a presión, había una sección adicional del
Marine One
cuya utilización se reservaba exclusivamente para situaciones desesperadas: una unidad de eyección para una sola persona, la vaina de escape presidencial.

Schofield pasó el analizador de espectros por los asientos de primera clase en busca de micrófonos ocultos.

Allí estaban sentados Frank Cutler y cinco miembros del servicio secreto. Estaban mirando por las ventanas, haciendo caso omiso de Schofield mientras este efectuaba el barrido a su alrededor.

También se encontraban allí dos de los asesores del presidente, el jefe del gabinete de la Casa Blanca y el director de comunicaciones. Ambos estaban consultando unas carpetas de manila.

De pie, vigilando las dos salidas a ambos extremos de la cabina principal, había un par de marines muy erguidos.

Había una persona más sentada en la cabina principal.

Un hombre fornido y sin cuello que vestía el uniforme color aceituna del ejército de Estados Unidos. Estaba sentado en la parte trasera de la cabina, totalmente en silencio, en el asiento de primera clase más cercano al despacho del presidente.

Pelirrojo y con un poblado bigote color zanahoria, no parecía alguien especial y, a decir verdad, no lo era.

Era un suboficial del ejército llamado Carl Webster y seguía al presidente allá donde fuera, no por su pericia o conocimientos, sino por el extremadamente importante objeto que llevaba esposado a su muñeca derecha: un maletín de acero inoxidable que contenía los códigos e interruptores de activación del arsenal nuclear estadounidense; un maletín conocido como el «balón nuclear».

Schofield completó el barrido, incluida una breve comprobación en el despacho del presidente.

Nada.

No había un solo micrófono oculto en el helicóptero.

Regresó a la cabina del piloto justo en el momento en que Revólver Grier decía por su micro:

—Recibido, Nighthawk Tres, gracias. Continúe hasta el conducto de la salida de emergencia.

Grier se volvió hacia su copiloto.

—El
Air Force One
vuelve a funcionar. Solo ha sido una fuga en una válvula. Permanecerá en el Área 8. Llevaremos al presidente allí cuando regresemos de nuestra breve visita al Área 7. ¿Espantapájaros?

—Nada —dijo Schofield—. El helicóptero está limpio.

Grier se encogió de hombros.

—Habrá sido la radiosfera. Gracias, Espantapájaros.

De repente Grier se tocó el casco. Un mensaje entrante.

Suspiró con cansancio mientras una voz le parloteaba al oído.

—Haremos todo lo que esté en nuestras manos, coronel —dijo—, pero no le prometo nada. —Grier apagó el micrófono y negó con la cabeza—. Puto Palo Escoba.

Se volvió hacia Schofield y Dallas.

—Damas y caballeros, nuestro estimado oficial de enlace de la Casa Blanca nos ha pedido que aumentemos un poco la velocidad. Al parecer, el presidente tiene que llegar a tomar el té con las Damas Auxiliares de Washington y el oficial de enlace Hagerty considera que no vamos lo suficientemente rápido como para poder cumplir con su agenda.

Dallas contuvo la risa.

—Menudo espécimen.

Cuando se utilizaba el
Marine One
, toda correspondencia y comunicación entre la Casa Blanca y el Cuerpo de Marines pasaba por un coronel marine conocido como el oficial de enlace de la Casa Blanca, un cargo que durante los últimos tres años había sido desempeñado por Rodney Hagerty, coronel del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.

Por desgracia, Hagerty, de cuarenta y un años de edad, alto y desgarbado, bigote fino y excesivo remilgo, era considerado por muchos de los que conformaban el HMX-1 el peor tipo de soldado que existía: un trepa, pero también un experto implacable en la política de despachos, alguien más interesado en lograr estrellas que poder lucir en sus hombros que en ser un marine. Pero, como tan a menudo suele ocurrir, las altas esferas del Cuerpo no veían nada de eso y no dejaban de ascenderlo.

Incluso a Schofield le caía mal. Hagerty era un burócrata, un burócrata que sin duda disfrutaba de su proximidad al poder. Aunque su alias oficial era Acero, por su rígida observancia de los procedimientos y protocolos (incluso cuando a todas luces carecían de sentido práctico), se había ganado otro mote entre los soldados: «Palo Escoba».

En ese mismo instante, el helicóptero Super Stallion Nighthawk Tres estaba aterrizando en una nube de polvo sobre la llanura del desierto. A casi un kilómetro al oeste se alzaba la no muy pronunciada montaña que albergaba el Área 7.

Cuando el helicóptero tocó el suelo, cuatro marines con ropa de combate saltaron del interior y corrieron hacia una pequeña zanja excavada en el duro y rocoso terreno del desierto.

La zanja albergaba el conducto de la salida de emergencia del Área 7, el punto de salida oculto de un largo túnel subterráneo que proporcionaba una salida de emergencia de la base. Por entonces era la ruta de escape principal del complejo en el improbable caso de que el presidente se topara con algún problema allí.

El marine al mando, un teniente llamado Corbin
Colt
Hendricks, se acercó al polvoriento agujero cavado en la tierra acompañado de sus tres subordinados, MP-5/10 (en ocasiones también llamados MP-10, eran versiones en 10 mm del subfusil MP-5) en ristre.

Por el auricular de Hendricks se escuchaba un bip-pausa-bip constante: la señal de «todo despejado» del equipo de avanzada Dos. Esa señal no podía transmitir mensajes de voz, pero su poderosa señal digital proporcionaba un servicio de lo más valioso: si el equipo de avanzada Dos se topaba con algún tipo de emboscada o problema, la persona al frente del equipo simplemente apagaba la señal y todo el séquito restante del presidente sabría de la existencia de una situación de riesgo. Su presencia resultaba en esos momentos de lo más tranquilizadora.

Hendricks y su pelotón llegaron al borde de la zanja y miraron hacia abajo.

—Pero qué… —musitó Hendricks.

* * *

Mientras, los otros dos helicópteros presidenciales avanzaban a gran velocidad hacia la base restringida Área 7.

—Oye, Espantapájaros. —Revólver Grier se giró en el asiento para mirar a Schofield—. ¿Dónde está su harén?

A través de sus gafas plateadas reflectantes, Schofield sonrió torciendo la boca al piloto del helicóptero presidencial.

—Hoy están en el Nighthawk Dos, señor —dijo.

Grier se refería a las dos mujeres de la antigua unidad de Schofield que lo habían seguido en su periplo a bordo del primer escuadrón de helicópteros de los marines: la sargento de personal Elizabeth
Zorro
Gant y la sargento de artillería Gena
Madre
Newman.

Cuando estaba al mando de una unidad de reconocimiento de los marines, Schofield era algo excepcional a bordo del
Marine One.

A causa de las obligaciones fundamentalmente ceremoniales asociadas a trabajar en el helicóptero presidencial y al hecho de que el tiempo a bordo del helicóptero no contaba como horas de vuelo en activo, muchos marines optaban por evitar el HMX-1. Es más, salvo algunas excepciones, la mayor parte de los soldados asignados al HMX-1 eran soldados de rango relativamente inferior que no querían desaprovechar ninguna posibilidad de ascenso.

Por ello, contar a bordo con una persona que anteriormente había dirigido una unidad de reconocimiento era algo de lo más inusual, algo que sin embargo Revólver Grier agradecía, y mucho.

Le gustaba Schofield. Había oído que era un superior talentoso, que velaba por sus hombres y que, como resultado, sacaba lo mejor de ellos.

Grier también había oído lo que le había ocurrido a Schofield en su última misión y respetaba al joven capitán por ello.

También le gustaban Madre y Zorro, admiraba su actitud ante el trabajo y su lealtad inquebrantable hacia su anterior mando. Por tanto, el hecho de haberse referido a ellas como su «harén» era una señal de afecto por parte de un hombre que rara vez acostumbraba a ello.

Schofield, sin embargo, estaba habituado a ser considerado alguien poco corriente.

De hecho ese era el motivo por el que se encontraba a bordo del
Marine One.

Unos dieciocho meses atrás, como teniente, había estado al mando de una unidad de reconocimiento marine que había sido enviada a una remota estación polar en la Antártida para investigar el descubrimiento de una posible nave alienígena.

Un auténtico infierno se había desatado nada más llegar.

Solo cuatro de sus doce marines, él incluido, habían sobrevivido a aquella pesadilla durante la cual se habían visto obligados a defender la estación frente a dos fuerzas militares extranjeras e infiltrados de su propia unidad. Y, por si eso fuera poco, el propio Schofield había sido declarado muerto por ciertos miembros corruptos de la jerarquía del Cuerpo de los Marines, hombres que habían estado dispuestos a convertir esa mentira en realidad.

Su regreso a Estados Unidos, vivo y coleando, había desatado la locura en los medios.

Su rostro había aparecido en todos los principales periódicos de la nación. Allá donde fuera, incluso una vez pasada la exaltación inicial, fotógrafos y periodistas de tabloides intentaban hacerle una foto o sonsacarle información. Después de todo, era la prueba andante y parlante de la corrupción del ejército estadounidense, un buen soldado elegido para ser exterminado por los generales sin rostro de su propio mando militar.

Lo que dejaba al Cuerpo de Marines con un serio problema: ¿dónde asignarlo?

Al final, la respuesta había resultado de lo más inventiva.

El lugar más seguro para ocultar a Schofield era justo delante de los medios de todo el mundo, pero en el único lugar donde no podrían tocarlo.

Fue asignado al
Marine One.

El helicóptero tenía su base en la instalación aérea del Cuerpo de los Marines en Quantico, Virginia, por lo que Schofield podía vivir allí, lo que imposibilitaba que pudieran acceder a él. Y trabajaría a bordo del VH-60N del presidente, al que solo se veía aterrizar en la Casa Blanca e, incluso entonces, siempre a una distancia de seguridad de la prensa.

Una vez se hubo realizado el traslado, Madre y Gant habían decidido ir con Schofield. El cuarto superviviente del desastre de la Atlántida, un soldado llamado Quitapenas Simmons, había decidido abandonar el Cuerpo de Marines tras su infortunada misión.

Eso había sido hacía un año.

En ese tiempo, Schofield (reservado y poco dado a conversaciones triviales) solo había hecho un puñado de amigos en la Casa Blanca: fundamentalmente gente del servicio secreto y del personal doméstico; la gente normal y corriente. Con aquellas gafas plateadas reflectantes, sin embargo, era muy popular entre los juguetones nietos del presidente. Por ese motivo, y para deleite de los niños, casi siempre se le asignaba su protección cuando acudían a la Casa Blanca. Y sin embargo, a pesar de ello, no había llegado a entablar conversación alguna con el presidente.

El Área 7 se cernía amenazante sobre el
Marine One
. Schofield observó que las gigantescas puertas del enorme hangar del complejo de edificios se abrían lentamente, revelando la brillante luz eléctrica del interior.

Grier habló por el micrófono de su casco:

—Nighthawk Dos, aquí Nighthawk Uno, comenzando el descenso.

En el interior del Nighthawk Dos, la sargento Elizabeth Zorro Gant estaba sentada en un estrapontín de lona con la espalda encorvada, intentando sin éxito leer el contenido de una carpeta que tenía sobre las rodillas.

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