Hasta hacía poco había ocupado el pabellón T, el sector de la prisión de Leavenworth para aquellos presos cuyas vidas corrían peligro si permanecían con el resto de la población reclusa.
Dos semanas atrás, sin embargo, había sido trasladado al pabellón conocido como «Sala de espera», otro pabellón especial donde aquellos que iban a ser ejecutados permanecían hasta su traslado a la prisión federal de Terre Haute (Indiana), donde les sería administrada la inyección letal.
Leavenworth, un fuerte en tiempos de la guerra civil, es una prisión federal de máxima seguridad. Eso significa que solo alberga a infractores de leyes federales, entre los que figuran delincuentes violentos, terroristas o espías extranjeros, capos del crimen organizado y miembros de las fuerzas armadas estadounidenses que venden secretos al extranjero, cometen delitos o desertan.
Asimismo, probablemente también se trate de la prisión más brutal de todo Estados Unidos.
Pero, al igual que sucede en el resto de cárceles de todo el mundo, su población reclusa (entre ellos, asesinos y violadores) había desarrollado con el paso del tiempo un sentido de la justicia de lo más peculiar: los violadores en serie sufrían violaciones a diario; los desertores del ejército recibían palizas con regularidad o, peor todavía, les marcaban las frentes a fuego con la letra de; los espías extranjeros, como los cuatro terroristas de Oriente Medio condenados por el atentado del World Trade Center en 1993, perdían partes de su cuerpo.
Pero el trato más brutal con diferencia se reservaba para un tipo de reclusos en concreto: los traidores.
Al parecer, a pesar de todos sus crímenes y delitos, a pesar de todas sus atrocidades, los presos estadounidenses de Leavenworth (muchos de ellos soldados deshonrados) seguían profesando un profundo amor por su país. Los traidores morían asesinados durante sus primeros tres días en prisión.
William Anson Cole, el otrora analista de la CIA que había vendido información al Gobierno chino relativa a una misión inminente de los SEAL en el centro de lanzamiento espacial de Xichang, el epicentro de las operaciones espaciales de China (información que condujo a la captura, tortura y muerte de los seis miembros del equipo de SEAL), fue encontrado muerto en su celda dos días después de su llegada a la prisión. Tenía el recto completamente rasgado tras haber sido violado repetidamente con un taco de billar y lo habían estrangulado con la pata de una cama (una atroz simulación del método de estrangulamiento chino con cañas de bambú).
Aparentemente, el preso T-77 se encontraba en Leavenworth por asesinato; o, para ser más precisos, por ordenar el asesinato de dos altos oficiales de la armada, un delito que en el ejército estadounidense se castiga con la muerte. Sin embargo, el hecho de que los dos oficiales de la armada a los que había matado hubieran sido asesores del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos había elevado el delito a traición. Alta traición.
Eso, y su elevado rango, le habían hecho ganarse una celda en el pabellón de presos protegidos.
Pero incluso en ese pabellón ningún hombre estaba completamente a salvo. El reo T-77 había sido golpeado en varias ocasiones durante el breve periodo de tiempo que llevaba allí. En dos de esas ocasiones, las palizas habían sido tan brutales que había requerido transfusiones de sangre.
En su vida anterior su nombre había sido Charles Samson Russell y había sido teniente general de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Su alias: César.
Tenía un coeficiente intelectual de 182, un genio, y como tal había sido un oficial brillante. Metódico y agudo, había sido el máximo oficial al mando, de ahí su alias.
Pero sobre todo había sido…
paciente
, pensó César mientras veía la pantalla parpadeante de la tele.
Los dos hombres de la pantalla, el juez presidente de la Corte Suprema y el presidente electo, estaban terminando su dueto. La ceremonia tenía lugar en el pórtico oeste del Capitolio. Era un día gris y ventoso. El nuevo presidente tenía la mano sobre la Biblia.
—Y que sostendré, protegeré y defenderé la Constitución de Estados Unidos…
—Y que sostendré, protegeré y defenderé la Constitución de Estados Unidos…
—Empleando en ello el máximo de mis facultades. Que Dios me ayude.
—Empleando en ello el máximo de mis facultades. Que Dios me ayude.
Quince años
, pensó César.
Quince años había esperado.
Y ahora, por fin, había sucedido.
No había sido nada sencillo. Habían tenido varios intentos fallidos, incluido el de aquel candidato que se había presentado a la vicepresidencia pero que había perdido de manera arrolladora en las elecciones. Cuatro candidatos más habían llegado a las primarias de New Hampshire, pero no habían logrado asegurarse la candidatura de sus partidos.
Y, claro está, siempre había algunos (como ese tal Woolf) que decidían abandonar la política antes de haber comenzado siquiera a explorar su potencial presidencial. Había supuesto un gasto extra, pero no importaba. Incluso el senador Woolf había sido de utilidad.
Pero ahora…
Ahora era diferente.
Ahora sí tenía a alguien.
Su teoría partía de un hecho muy simple.
Durante los últimos cuarenta años, todos los presidentes de Estados Unidos habían pertenecido a dos clubs de lo más elitistas: gobernadores de estado y senadores federales.
Kennedy, Johnson y Nixon fueron todos senadores antes de convertirse en presidentes. Cárter, Reagan y Clinton fueron todos gobernadores. Las únicas excepciones habían sido George Bush padre y Gerald Ford (Bush había sido miembro de la Cámara de Representantes, no del Senado, y la llegada a la presidencia de Ford merecía una clasificación aparte).
Pero, tal como el general Charles Russell también había descubierto, los hombres poderosos eran también hombres con una salud extremadamente impredecible.
Los estragos de sus trenes de vida políticos (elevado estrés, viajes constantes, falta de ejercicio) a menudo pasaban factura a sus cuerpos.
Y, si bien colocar el transmisor en el corazón de un presidente era casi imposible, dada la limitada procedencia de los presidentes estadounidenses (senadores y gobernadores), colocarlo en el músculo coronario de un hombre antes de que este alcanzara la presidencia no era del todo improbable.
Porque, después de todo, un hombre es tan solo un hombre hasta que se convierte en presidente.
Las estadísticas de los quince años posteriores hablaban por sí solas.
El cuarenta y dos por ciento de los senadores estadounidenses habían sido intervenidos de la vesícula biliar durante su mandato, pues los cálculos biliares son un problema común en los hombres de mediana edad con sobrepeso.
Del cincuenta y ocho por ciento restante, solo cuatro se libraron de cualquier tipo de intervención quirúrgica durante sus carreras políticas.
Las operaciones de hígado y riñones fueron también muy habituales, además de varios
bypass
coronarios (el tipo de intervención en el que resultaba más sencillo colocar el dispositivo) y no pocos problemas de próstata.
Y luego estaba ese otro caso.
A la mitad de su segundo mandato como gobernador de un importante estado del sudoeste del país, el sujeto se había quejado de fuertes dolores en el pecho y de problemas para respirar. Las pruebas realizadas por el equipo de cirugía de la base de la Fuerza Aérea sita a las afueras de Houston habían revelado una obstrucción en el pulmón izquierdo del gobernador causada por un exceso de tabaco.
Gracias a un hábil procedimiento con cámaras de fibra óptica de última tecnología e instrumentos quirúrgicos de minúscula escala monitorizados (nanotecnología), se eliminó la obstrucción y se aconsejó encarecidamente al gobernador que dejara de fumar.
Lo que el gobernador no sabía, sin embargo, es que durante la operación el cirujano de la Fuerza Aérea le había colocado otra pieza de nanotecnología (un radiotransmisor microscópico del tamaño de un alfiler) en la pared externa de su corazón.
Fabricado en plástico evanescente (un material semiorgánico que, con el tiempo, se disolvería parcialmente en el tejido externo del corazón del gobernador), el transmisor acabaría perdiendo su forma inicial y se deformaría, lo que le conferiría la apariencia de un inofensivo coágulo de sangre e impediría así su detección mediante técnicas de observación tales como los rayos equis. Cualquier otra cosa más grande o con una forma más regular sería detectada en el primer reconocimiento médico del presidente entrante, y no podían permitir que eso ocurriera.
Como última precaución, el radiotransmisor fue colocado, desactivado, en el cuerpo del gobernador. El sistema de barrido electrónico AXS-7 de la Casa Blanca detectaría una señal de radio no autorizada al instante.
No.
La activación se produciría después, llegado el momento.
Como es habitual, al final de la intervención quirúrgica, se realizó una última operación: un molde de escayola de alto granulado de la mano derecha del gobernador.
Cuando llegara el momento, también sería necesario.
Los guardias fueron a buscarlo diez minutos después.
El general Charles
César
Russell, esposado y encadenado, fue escoltado desde su celda hasta el avión que aguardaba por él.
El vuelo a Indiana transcurrió sin incidentes, así como el traslado a la sala donde le sería administrada la inyección letal.
De acuerdo con el expediente, el preso, tumbado con los brazos extendidos cual Cristo en horizontal y con los brazos y piernas sujetos con correas de cuero, se negó a que le administraran la extremaunción. No pronunció sus últimas palabras ni expresó remordimiento alguno por sus delitos. Es más, durante todo el ritual previo a la inyección letal, no dijo una sola palabra; una actitud coherente con las acciones de Russell posteriores al juicio (su ejecución se había acelerado porque no había presentado apelación alguna).
El tribunal militar que lo había condenado a muerte había dicho que su delito era tan atroz que jamás saldría de la prisión federal con vida.
Y tenían razón.
A las 15.37 horas del 20 de enero se inició el lúgubre procedimiento. Cincuenta miligramos de pentotal sódico (para inducir la inconsciencia), seguidos de diez miligramos de bromuro de pancuronio (para detener la respiración) y, después, finalmente, veinte miligramos de cloruro de potasio para parar el corazón de Russell.
A las 15.40 horas, tres minutos después, el juez de instrucción del condado de Terre Haute certificó la muerte del teniente general Charles Samson Russell.
Puesto que el general no tenía familia, su cuerpo fue trasladado desde la prisión por miembros de la Fuerza Aérea de Estados Unidos para su inmediata cremación.
A las 15.52 horas, doce minutos después de haber sido declarado oficialmente muerto, mientras su cuerpo era trasladado a toda prisa por las calles de Terre Haute (Indiana) en la parte trasera de una ambulancia de la Fuerza Aérea, aplicaron al general las palas en el pecho y cargaron el desfibrilador.
—¡Fuera! —gritó uno de los médicos de la Fuerza Aérea.
El cuerpo del general se convulsionó con violencia cuando la corriente eléctrica penetró en su sistema vascular.
Ocurrió al tercer intento.
En el monitor electrocardiográfico colocado en la pared apareció un pequeño pico.
El corazón del general volvía a latir.
En cuestión de segundos, los latidos eran regulares y constantes.
Como el general Russell bien sabía, la muerte se produce cuando el corazón ya no es capaz de enviar oxígeno al cuerpo. La respiración oxigena la sangre de una persona y, posteriormente, el corazón de esa persona envía la sangre oxigenada a todo el cuerpo.
Russell había permanecido con vida durante esos doce cruciales minutos gracias al suministro de sangre hiperoxigenada que corría por sus arterias, sangre modificada biogenéticamente con glóbulos rojos ricos en oxígeno; sangre que, durante un periodo de tiempo de doce minutos, había suministrado oxígeno al cerebro y a los órganos vitales de Russell, incluso a pesar de que su corazón había ya dejado de latir; sangre que había sido suministrada al general durante las dos transfusiones que había requerido tras las terribles palizas que había recibido en Leavenworth.
El tribunal militar había dicho que jamás saldría de la prisión federal con vida.
Tenían razón.
Mientras todo eso ocurría, en una celda vacía de la sala de espera de la prisión federal de Leavenworth, una vieja televisión seguía encendida.
En ella, el recién investido presidente (sonriente, extático, eufórico) saludaba a una multitud enfervorecida.
Aeropuerto internacional de O'Hare
Chicago (Illinois)
3 de julio (seis meses después)
Encontraron la primera en O'Hare (Chicago), en el interior de un hangar vacío en la zona más alejada del aeródromo.
Un barrido rutinario con un lector electromagnético a primera hora de la mañana había revelado una señal débil procedente de dicho hangar.
El hangar estaba completamente vacío, salvo por la cabeza situada en el mismo centro de aquel espacio interior grande y tenebroso.
Desde cierta distancia, parecía un cono de plata de metro y medio de altura colocado sobre un palé de carga. Pero, si se miraba más de cerca, podía verse que se trataba de una cabeza cónica diseñada para la inserción de un misil de crucero.
De ambos laterales salían unos cables que conectaban la cabeza a una pequeña antena parabólica que apuntaba en dirección ascendente. A través de una ventana rectangular situada en un lado de la cabeza, se podía ver un líquido luminoso de color púrpura.
Plasma.
Plasma explosivo. Tipo 240. Un explosivo cuasi nuclear extremadamente volátil.
Suficiente para arrasar una ciudad.
Investigaciones posteriores revelaron que la señal magnética detectada en el interior del hangar era parte de un complejo sensor de proximidad colocado alrededor de la cabeza. Si alguien se acercaba a menos de quince metros de la bomba, una luz de advertencia roja comenzaba a parpadear, indicando de esa manera que el dispositivo se había activado.
Los documentos de arrendamiento revelaron que el hangar vacío pertenecía a la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
Posteriormente se descubrió que, a tenor de la información proporcionada por el registro de entradas del aeródromo, ningún miembro del personal de la Fuerza Aérea había pisado ese hangar desde hacía al menos seis semanas.