—¿Dónde está Cam? —preguntó Ruth, jadeando—. Nuestro avión llega en doce minutos, tenemos que ir todos al aeródromo.
Newcombe le cogió la radio, pero dejó su mochila y la de Cam. —No podemos perder el tiempo. Tienes los nanos, ¿no? —¡No pienso dejarle aquí!
—¿Tienes los nanos? —repitió Newcombe—. Nos verá mientras bajamos, venga. ¡Joder, vamos! ¡No tiene sentido que vayamos a buscarle! ¡Al final nos perderíamos todos y no cogeríamos el avión!
Ruth asintió, pero el sentimiento irracional se quedó dentro de ella mientras corrían. No había entendido lo unidos que estaban. Se había estado engañando pensando que su relación con Cam era sólo física, circunstancial, nada serio. Se podría haber liado con Newcombe si sólo se trataba de un cuerpo caliente.
Pronto, otro avión más pequeño y lento apareció entre la humareda. Los cazas estaban volando bajo, pero éste de ahora lo hacía casi a ras de tierra, virando bruscamente como si fuera una vieja avioneta de circo. El zumbido de su motor era muy diferente del griterío de los jets. Era una pequeña Cessna.
Newcombe se topó con una valla de cadenas y maldijo, dándole una fuerte patada a la alambrada.
—¡Joder! —Estaban a unos cien metros del aeródromo y no había forma de cruzar. El podría haber saltado la verja sin problemas, pero ella tenía el brazo herido.
Ruth miró de nuevo hacia las rocas y el terreno abierto. «¿Y si Cam ha vuelto a nuestro escondite a por mí?», pensó preocupada. Tenía ganas de gritar. «¿Dónde estás?».
Newcombe la llevó unos cuarenta metros más allá, donde había una puerta. Puso el cañón del fusil sobre el cerrojo y disparó. Corrieron entre dos largos hangares de aluminio mientras la Cessna zumbaba en un espacio abierto más adelante, pero de pronto, el avión alzó el vuelo.
—¡Espera, espera! ¡Estamos aquí! —gritó Newcombe a la radio. Pasados los hangares, vieron las pistas de despegue, todas cubiertas de arena. El desierto empezaba a reclamar aquel terreno tal y como ya había hecho al enterrar las autopistas. El avión volvió a bajar y giró. Ruth sintió una punzada en el estómago por el nerviosismo. Era normal, sabían lo que podían esperar de las fotos tomadas por satélite. El primer pase de los aviones era sólo para echar un vistazo más de cerca.
—Apártate —le dijo Newcombe, puede que pensando en el fuego y la metralla si se estrellaba.
El Cessna blanco levantó la arena al tocar suelo, rebotando. Newcombe movió los brazos y gritó mientras el avión giraba para preparar el despegue, pero no miraba al aparato, sino detrás. Ruth se giró para ver a Cam unos metros más allá. Se puso la mano en el pecho, como intentando guardar aquella sensación cálida que sentía.
—Te lo dije —recordó Newcombe—. ¡Vamos!
Ella se resistió. Quería ayudar a Cam, pero él la apartó, así que se giró y corrió. La puerta del aeroplano estaba abierta. Ruth intentó subir a bordo con la ayuda del soldado. Un hombre salió de dentro y la cogió por la chaqueta.
Ruth miró hacia arriba.
—Gracias.
Había algo extraño en su cara, un vendaje. No llevaba traje de aislamiento ni máscara de gas. Miró a la cabina. En el asiento del piloto había otro hombre con las mismas heridas. No, el primero llevaba un cuadrado de gasa sobre el ojo derecho, mientras que el segundo lo tenía sobre el izquierdo. Aparte de eso, ambos parecían ilesos e incluso aseados. Iban vestidos con uniformes nuevos, y los dos portaban subfusiles.
Ruth empezó a hacer fuerza contra Newcombe, pero él era más fuerte, y el otro hombre gritó.
—¡Vamos, vamos!
—¡Venga, Ruth! —exclamó el soldado.
Ella se metió dentro a pesar de sus instintos. Puede que aquello fuera lo correcto. El hombre de la cabina había hígado el arma, y el primer hombre había bajado para ayudar a Newcombe y a Cam. No había nadie más a bordo. Cuanto menos peso, más distancia recorrerían. De hecho, la fina alfombra estaba llena de agujeros, donde se habían desatornillado varias filas de asientos.
Ruth se sentó en uno de los pocos que quedaban, y Cam se dejó caer con fuerza a su lado. Newcombe se sentó en otro detrás de ellos. Entonces, el otro hombre cerró la puerta.
—Poneos los cinturones —dijo, mientras se metía en la cabina.
El piloto ya estaba acelerando. El avión se elevó sobre las dunas y una desagradable sensación invadió el pecho de Ruth, asfixiándola, como un amasijo de serpientes. Se había olvidado por completo. Los largos meses que había pasado en la estación espacial le habían dejado un recuerdo desagradable de los lugares estrechos. La cabina traqueteante era ahora como una trampa mortal. Entonces, el avión cogió impulso hacia el cielo.
—¿Qué les ha pasado en los ojos? —le preguntó a Cam, por ser quien tenía más cerca. Las heridas de los pilotos eran demasiado simétricas, lo que le hizo pensar si no se las habrían hecho ellos mismos. Pero en ese caso, ¿por qué?
Cam se limitó a menear la cabeza, aún acomodándose en su sitio. Entonces, giró la cabeza hacia Newcombe y se señaló la cara.
—Es por las explosiones atómicas —respondió el soldado tranquilamente—. Tienen miedo a que haya más, por la luz. Si sólo pierden un ojo, aún podrán aterrizar el avión.
«Virgen santa», pensó Ruth, luchando contra su claustrofobia. Dejó las gafas sobre la ventanilla como para escapar de la sensación de angustia, pero el aire que había tras el arañado plexiglás era una mezcla de gases de los jets y humo de las montañas.
El cinturón de Cam se rompió en sus caderas por los bruscos movimientos del avión. Los pilotos tenían sujeción en los hombros, pero los demás no, con lo que el vuelo les pareció una especie de montaña rusa, subiendo y bajando a toda velocidad. Una y otra vez, el asiento se separaba bruscamente de él, incluso con el cinturón abrochado.
Las colinas y las rocas desaparecieron de la vista. Una ciudad. Al pasar cerca de unos cables, empezaron a vislumbrar varios postes eléctricos. Era decepcionante. Habían sufrido mucho para llegar hasta allí, y todavía no estaban seguros, aunque al menos estaban libres de la plaga. La Cessna 172 no era una aeronave presurizada, pero las ventanas de los pasajeros y el cristal de la cabina se habían sellado con silicona, al igual que la zona de control e instrumentos, las escotillas y una de las dos puertas. Había una bomba de vacío atada al suelo, echando aire hacia el exterior. Era una solución poco ortodoxa, pero funcionaba. El piloto llevaba dos minutos elevando el aparato mientras el copiloto aplicaba una masilla de secado rápido en el interior de la puerta que quedaba. Entonces, bajaron la densidad del aire del avión al equivalente a tres mil trescientos metros.
—¡Nos hemos estabilizado! —dijo el copiloto, haciendo una lectura de un marcador que tenía en la muñeca.
Cam se sacó las gafas y la máscara, frotándose la barba, la nariz y las orejas con las manos desnudas, en una muestra de alivio. Ruth se quitó el traje rígida, y Cam vio que estaba completamente pálida.
—Mírame —le dijo, acercándose para que lo oyera a pesar del ruido del motor. Se apoyaron el uno en el otro y juntaron las cabezas—. No mires por la ventanilla, mírame a mí.
Ella asintió, pero no cumplió la orden. Bajo la mata de pelo rizado, tenía los ojos abiertos y apagados, como si estuviera viendo algo más. Cam conocía esa sensación. Volaban increíblemente bajo, un único error podría estrellarlos contra un edificio o una colina, y sólo con pensarlo un escalofrío le recorrió la nuca. ¿Sabrían si se acercaba algún misil?
—Estaremos bien —le dijo a Ruth.
—Sí —su voz sonaba temblorosa, y apretó la mano contra su piel.
—¿Hacia adonde vamos? —gritó Newcombe al frente. Cam sintió un deje de preocupación en su amigo. Newcombe no tenía a nadie en quien acomodarse, aunque Cam le hubiera cogido del brazo o del hombro si estuvieran en la misma fila.
—A Colorado —exclamó el piloto.
—¿Qué? ¿No es ahí donde se produjo la explosión?
—Sí, en Leadville —el avión viró otra vez hacia la izquierda, y luego cambió de repente hacia arriba a la derecha—. Estábamos en Grand Lake, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí —dijo el piloto—. La explosión no nos afectó.
Respondió a sus preguntas lo mejor que pudo durante el trayecto de dos horas y media. El avión se estabilizó una vez salieron del desierto, pero él seguía tan tenso como ellos y agradeció la distracción. Sabía quiénes eran ellos, y estaba orgulloso de servirles.
—Vais hechos una mierda —dijo a modo de cumplido.
Grand Lake estaba entre las mayores bases rebeldes de los Estados Unidos. Aterrizaron en una estrecha carretera, y Cam vio restos de jets y helicópteros a ambos lados del camino, muchos de ellos cubiertos con telas de camuflaje. Cerca había cuatro largas barracas de madera y lonas. No había árboles cerca, y el terreno estaba cubierto de un lodo marrón. Se veían personas por todas partes. Aquellas cimas estaban habitadas en un área en forma de herradura de varios kilómetros cuadrados. Desde el avión, Cam vio tiendas, cabañas, camiones y tráileres repartidos por la zona, así como cientos de zanjas y pequeños muros de piedra. ¿Serían letrinas? ¿Muros rompe— vientos? ¿O quizá aquellos agujeros sirvieran como hogar para las personas que no tenían nada mejor?
Grand Lake era un pequeño pueblo situado en la ribera del lago homónimo, un cauce de aguas claras recogidas en un espectacular cañón a sólo quince kilómetros al oeste de la división continental. Estaba emplazado a dos mil quinientos metros de altura y no podía mantener a muchos más que su población anterior de tres mil personas. Pero durante las primeras semanas de la plaga, sus calles sirvieron como zona de estacionamiento para vehículos y aeronaves. Los caminos y sendas que se formaron en la tierra circundante se convirtieron en una gran ayuda para quienes vivían allí. Pronto el pueblo fue demolido para conseguir material de construcción y otras provisiones.
Desde arriba todavía eran visibles los esfuerzos de la primera evacuación, como marcas en la arena. Muchos de los vehículos no parecían haberse movido desde entonces, aparcados entre los campos de refugiados. En algunos lugares, los camiones de carga y los camiones cisterna servían como barrera, apartando a la población en algunas direcciones a la vez que protegían a la del otro lado. Había también zonas abiertas donde parecía que cultivaban o se preparaban para ello, cavando en la montaña para crear terrazas. Algunas parecían mejor planeadas que otras.
La impresión de Cam fue de un caos afianzado en el lugar, pero sintió admiración por haber conseguido todo aquello. Se habían organizado mucho mejor que el resto en California. Tenían más espacio y recursos, y también más supervivientes. Podrían haber perdido el control por ser algo tan abrumador. Pero en vez de eso, mantuvieron vivas a decenas de miles de personas e incluso tenían una fuerza militar significativa.
El caos se había incrementado hacía nueve días. Cam lo vio, también. Grand Lake estaba a solo a ciento cincuenta kilómetros de Leadville. Aún tenían que recuperarse de los daños de entonces. Muchos de los refugios seguían aún en reconstrucción, y había escombros por todas partes, sobre todo en zanjas grandes y tubos eléctricos que corrían hacia el norte en dirección al pulso. La onda expansiva había barrido la zona como una escoba gigante, aplastando vallas, paredes y tiendas, por no hablar de las aeronaves.
Mientras llegaban, Cam divisó un caza en la ladera, inservible por los disparos que había recibido. Cerca, otro F-22 seguía pendiendo en una cuna de cadenas sostenida por un buldózer, mientras un equipo de ingenieros se esforzaba por cavar bajó el avión, intentando colocarlo de nuevo en el suelo sin dañar las alas.
—Yo intercederé por vosotros, si resulta necesario —dijo el piloto, apuntando al otro lado de la Cessna.
—Gracias, señor —dijo Newcombe en nombre de todos.
Al menos un centenar de hombres y mujeres se quedó al lado de la carretera, agrupados entre los camiones y las redes. Cam estaba nervioso. El gentío era cinco veces mayor que el número de personas que había conseguido ver reunidas en un mismo lugar desde la plaga. De hecho, aquellas cien personas eran casi más que todas las que había visto vivas hasta el momento, sin contar los aviones y helicópteros. Se tocó la cara y se giró hacia Ruth. Ella también estaba sorprendida. Vio una tensión diferente en sus ojos, y también cómo estrujaba su mochila y el registro de datos.
Tenía la respiración acelerada. El pecho le saltaba bajo la camiseta, y tenía los brazos arañados en los sitios donde se había estado rascando. Los tres se quitaron las chaquetas, y el cuerpo de Ruth se mostró delgado y firme, pero totalmente cochambroso, moteado con antiguas mordeduras y llagas, así como algunos sarpullidos.
—El hombre del traje negro es el gobernador Shaug —dijo el piloto—. El bajito con poco pelo.
—Le veo —contestó Newcombe.
—Hablemos primero con él, ¿os parece? —El piloto se quitó el parche del ojo y se lo metió en el bolsillo mientras iba hacia la puerta del avión. Newcombe y Cam se levantaron. El copiloto se unió a ellos.
Por las ventanillas redondas, Cam vio a un equipo de médicos del ejército y una camilla. Era buena señal, se habían anticipado a las necesidades más evidentes, aunque se lamentó por la muchedumbre. Quería comer y dormir, pero ellos querían la vacuna. No podía culparlos por ello. El circo le pareció mala idea, pese a que las redes los ocultaban de muchos de los satélites espía. Los rusos podían estar mirando y escuchando. Lo mejor para Ruth sería desaparecer de la vista.
El piloto abrió la puerta. Notar el aire en la piel le sentó de maravilla a Cam, pero el gentío los detuvo lo bastante cerca del avión como para notar el olor caliente de los motores.
Muchos de los presentes iban en uniforme, aunque fue un civil el que tomó el mando, un hombre bien afeitado vestido con una camisa blanca a manchas. Muchos de los otros llevaban barba y estaban quemados por el sol, pero él estaba blanco.
—¿Señorita Goldman? —dijo.
—Tenemos un herido —respondió el piloto—, déjenos pasar.
—Señorita Goldman, soy Jason Luce, del Servicio Secreto de los Estados Unidos. ¿Están todos bien?
—La chica está herida, déjenos pasar.
—Por supuesto —dijo Luce. Sus hombres pasaron entre Ruth y el copiloto mientras hablaban, y entonces un hombre con uniforme militar apartó a Newcombe de ella.
—¿Sargento? —dijo el hombre.
—Señor —saludó Newcombe, aunque vacilando según el espacio que había entre él y la doctora se llenaba con gente.