La mujer embarazada dudó cuando le pasaron el cuenco.
—¿Qué le pasará a mi bebé? —preguntó, mirando a su marido, a Gaskell y a Cam.
—No lo sabemos —dijo Ruth—. Supongo que os protegerá a ambos. No debería de haber ningún problema.
Se alegró de no haberse acostado con Cam ni con ningún otro. ¿Cuánto hubiera padecido si ahora estuviera embarazada? Sus dos primeras menstruaciones tras volver a la Tierra va habían sido bastante horribles. Después de doce meses en gravedad cero, sangró ambas veces sin parar, tuvo dolor de estómago y náuseas, aunque sólo fueron cuatro o cinco días de sufrimiento. ¿Y si le entraran náuseas cada mañana o desarrollara complicaciones como diabetes gestacional o hipertensión arterial?
En aquel estado tan avanzado, la mujer debía de tener dolor de espalda y de pies. Los huesos de las mujeres empiezan a ablandarse a partir del tercer trimestre para facilitar el paso del bebé por el hueso pélvico. Bajar la montaña sería muy peligroso para ella, y aun así, una nueva generación valía eso y más. Aquella mujer era exactamente el tipo de persona por el que estaban luchando, así que Ruth forzó una sonrisa y volvió a repetir sus palabras a modo de promesa.
—También protegerá al bebé —le dijo.
Aquella noche volvió a mentir acurrucada con los demás, a casi dos mil seiscientos metros de altura, entre un cúmulo de mochilas, herramientas y armas. Los cazas cruzaban el cielo nocturno, zumbando y resonando en la lejanía. Las langostas cantaban. Por si la información llegaba a malas manos, Ruth le dijo a Gaskell que había sido un grupo de paracaidistas quien les había proporcionado la vacuna, algo no muy lejos de lo que había ocurrido en realidad. Le dijo que habían sobrevivido a la plaga en la cima de una de las estaciones de esquí del Lago Tahoe, al sur de allí, y Cam sonó muy convincente hablando de algunos puntos turísticos del lugar.
La peor mentira fue cuando tuvo que hablar de sus gafas. El grupo de Gaskell contaba con chaquetas y capuchas, y habían convertido algunos harapos en máscaras, imitando a sus rescatadores. Ruth les dijo que las gafas y el resto del equipo eran por los bichos. No había nada más que aquella gente pudiera hacer por minimizar la absorción de la plaga. No quería tener que entregarles su propio material ni empezar una lucha por él.
Por la mañana, ambos grupos se separaron. Gaskell prometió enviar a algunos hombres a otra cima al sureste. Ruth no estaba muy segura de si lo haría, pero se alegró de poder alejarse de ellos. No sólo porque le daban miedo, sino porque una muchedumbre así sería más fácil de detectar. Un piloto podría divisarlos, o incluso un satélite. Le gustaba la idea de poder volver al bosque con Cam y Newcombe. Aun así, siguió mirando atrás una docena de veces durante los primeros cientos de metros, un poco temerosa de sí misma. Quizás hubiera sido mejor si se hubieran quedado todos juntos, pero la gente de Gaskell parecía igualmente contenta por separarse de ellos ahora que tenía algunas respuestas.
«Somos mucho más pequeños de lo que fuimos», pensó.
Siguieron su camino hacia el norte, aunque eso les acercaba al punto de lanzamiento más cercano de las patrullas de cazas. Al aterrizar, parecía que los aviones estaban muy cerca, rugiendo sobre sus cabezas. Pero en realidad, estaban a cientos de metros de altura y a kilómetros de distancia. Aquella distancia se incrementaba con cada paso que daban para bajar la montaña. Su plan era seguir hacia el este al día siguiente. Más adelante, el mapa mostraba un par de valles que iban bajando hasta Nevada.
Ruth dejó la mente en blanco. De hecho, su concentración no distaba mucho de cuando estaba dormida. Se movía en una especie de trance, manteniéndose lo bastante consciente como para percibir la chaqueta de Cam y el abrupto terreno que pisaban. Intentó ignorar todo lo que estuviera fuera de aquel túnel mental. La sed, el dolor de pies... El sol estaba justo sobre el bosque, y las moscas zumbaban por doquier.
—¡Shh! —Cam se giró y la cogió del brazo. Ruth se agachó enseguida junto a él bajo las ramas de un enebro, confiando en su decisión de esconderse.
Newcombe se había agachado y seguía avanzando lentamente con las rodillas y una mano, manteniendo el fusil apoyado en el hombro. Aún tenía los prismáticos, así que Ruth le dio un golpecito a Cam con el codo, a modo de pregunta. El apuntó entre los árboles. Había humo en otro saliente no muy lejos, al norte, al mismo nivel que ellos. ¿Una fogata? Ruth estaba demasiado cansada para sentir miedo, así que se decidió a esperar. Al fin, Newcombe se levantó y caminó hacia ellos. La doctora sintió que Cam se relajaba cuando el otro hombre salió de su posición.
—Es un avión —dijo Newcombe—. Un caza. Ya no es más que un amasijo de hierros, pero por lo que he visto, era un antiguo MiG ruso. Era muy viejo, de hace veinte o treinta años, uno de esos que debieron de guardar en los ochenta. Supongo que se quedaría corto al aterrizar o que se quedó sin combustible antes de poder llegar a uno de los aviones de abastecimiento. No lo sé. No hemos visto ninguna enfrenta-miento, ¿verdad?
—Por aquí cerca, no —respondió Cam.
—Puede que haya salido de la base de Leadville —afirmó Newcombe—. Pero ¿por qué venir hasta tan lejos cuando están rodeados de montañas? Yo creo que se ha estrellado.
Ruth consiguió hablar.
—¿Está muerto?
—Seguramente saltó en paracaídas. Habrá subido hace unas horas —Newcombe se arrodilló junto a ellos y se quitó la mochila. Cogió agua y se la dio—. Tienes la voz ronca.
—Estoy bien —carraspeó.
—No me has visto hacer gestos delante de ti —dijo Cam—. Paremos a comer un poco, treinta minutos.
—Que sea una hora —dijo Newcombe— Quiero inspeccionar el avión y ver si puedo sacar la radio. Si el piloto no se lo ha llevado, debe de haber equipo de supervivencia.
Primero se quedó a comer con ellos. Compartió los últimos restos de cecina que le quedaban, mientras desplegaba el mapa para mostrarles a Ruth y a Cam donde quería reunirse con ellos. A Ruth le dolía la mandíbula al masticar la carne, aunque estaba reblandecida por la salsa. Cam abrió una lata de sopa. También recogieron varios puñados de hierba para comer las raíces.
La radio resopló al lado de Newcombe, captando golpes de voz, voces americanas. Las interferencias apenas dejaban escuchar nada, pero entendieron las frases «dijo Colorado» y «en este canal—, con lo que Newcombe se olvidó del caza estrellado.
Necesitaban contactar con alguien, ya fueran las fuerzas rebeldes de los Estados Unidos o los canadienses. Reunirse con ellos parecía ahora su única opción. Durante veinte minutos, Newcombe intentó hablar con alguien, cautivado por la posibilidad de obtener información real.
«Alerta a todas las unidades... Repito... De civiles...» Quedarse esperando era un error. No eran los únicos que habían visto el humo del valle.
—Apágala —dijo Cam, moviendo el brazo vendado contra Newcombe, como si fuera un garrote.
Ruth saltó de pronto, había otros sonidos humanos en el bosque. Las voces hablaban entre sí y se estaban acercando rápidamente. Había recuperado algo de energía con la comida y el agua, y sus sentidos volvíais a funcionar con eficacia. El grupo estaba encima de ellos, bordeando el saliente. ¿Sería Gaskell?
Los tres se agazaparon entre los enebros. El fusil de Newcombe hizo un ruido al colocarlo junto a la mochila, pero el grupo pasó sin darse cuenta. Ruth apenas consiguió ver a la mayoría, pero pudo ver bien a uno de ellos, un hombre blanco con una andrajosa chaqueta azul y un trapo que le tapaba la boca. No llevaba gafas normales ni protectoras. El hombre parecía no ir armado, y Ruth pensó que seguramente eran habitantes de la zona, no invasores. Hablaban en inglés.
—Te digo que pares un momento de...
—¡...de las moscas!
Hablaban alto para mantener el coraje, tal como hacían los exploradores. Era probable que no esperaran que hubiese nadie más allí abajo, seguían conmocionados por el giro que habían dado sus vidas. Ruth se sorprendió a sí misma con un pensamiento y sonrió. Pensó que si saliera de pronto y gritara, como una de aquellas cajas sorpresa, aquellos hombres se mearían del susto. Aquella idea le resultó muy divertida.
Newcombe se movió debajo del árbol y se quedó escuchando. Luego se arrodilló y desplegó el mapa.
—Los exploradores deben de haber llegado a esta zona de aquí —dijo—. No sabemos quiénes pueden ser éstos.
—¿Intentamos hablar con ellos? —preguntó Ruth.
—Yo digo que no. No nos conviene que se nos una nadie.
Cam también meneo la cabeza.
—Ya tienen la vacuna.
Estaba claro que el otro grupo estaba en buena forma. Ruth tenía por seguro que la tribu de Gaskell no habría podido avanzar a ese paso. La conclusión que sacó fue que cualquiera que fuese débil, estuviera hambriento o herido era menos de fiar, y eso se aplicaba también a ellos mismos.
Deseó que algunos de los exploradores se hubieran quedado con ellos. Necesitaba ayuda, y los chicos podrían haber llevado las cosas de Ruth y ayudarla en lo que fuera necesario.
—¿Y el avión? —dijo.
—Se dirigen hacia allí y no podemos esperar —contestó Newcombe—. Puede que se queden allí todo el día. Y eso también puede atraer a otros, éste es un mal lugar para descansar.
Salieron con cuidado, moviéndose entre los árboles en vez de buscar espacios abiertos. Ruth miró atrás con el mismo arrepentimiento que sintió cuando se separaron del grupo de Gaskell, hasta que encontró otro pensamiento más importante, mucho más que su cansancio. Aquella idea fue la que la hizo dudar.
Si la vacuna ha llegado ya a tantas zonas, es probable que los invasores también la tengan».
Se oyeron disparos en el valle, dos o tres rifles de caza y el tartamudeo de una ametralladora. Cam y Ruth se agacharon enseguida, y Newcombe les siguió escondiéndose tras una mata. Apenas avían avanzado un kilómetro desde que se habían encontrado al otro grupo.
—Son AK-47 — dijo Newcombe—. Rusos o chinos. Árabes eso encajaría con los MiG. Debe de ser una de estas tres posibilidades.
Mientras tanto, el eco de los aviones iba y venía, el sonido de los fusiles ligeros se mezclaba con el de otras armas. Era una pequeña batalla territorial dentro de la gran guerra. Ruth pensó que estaba ocurriendo en un pico al norte, detrás de donde estaban, pero no estaba segura de si la lucha tenía lugar por encima de la barrera. El mundo había cambiado otra vez. Las zonas de la plaga habían despertado de nuevo. Por primera vez en dieciséis meses, hombres y mujeres rompían el silencio reinante... matándose unos a otros. La verdad hizo que Ruth sintiera una punzada en el corazón.
—Has dicho que muchos de los aviones eran rusos —dijo Cam.
—Sí, pero han estado vendiendo armas en Asia y Oriente Medio durante sesenta años. Podrían ser chinos. «Lo sabían», pensó Ruth. Pero no quería creerlo, así que formuló la frase como una pregunta. —¿Y si lo saben?
—¿Qué? —Cam levantó la vista de las botas, que estaba volviendo a anudar.
—¿Por qué iban a venir a California si no sabían nada de la vacuna? —aquello tenía demasiado sentido—. ¿Por qué no volar a otro sitio donde no tuvieran que luchar?
—En realidad, es una lucha fácil —dijo Newcombe con un extraño brillo en los ojos. Se refería al orgullo—. ¿Quién les molesta aquí? —preguntó—. ¿Unos cuantos insurgentes con rifles de caza? Cualquier otro lugar sobre la barrera está lleno de ejércitos.
—Pero se están enfrentando al ejército estadounidense —contestó Ruth—. Apenas estamos a un par de horas de los aviones, ¿no?
—¿Te refieres a los de Leadville? Ya no están. Y no esperes mucho de los rebeldes ni de los canadienses. El continente entero está a oscuras por el pulso electromagnético de la bomba y seguirá así durante varios días. Es perfecto. Nos golpearon con fuerza, entraron rápido, y ahora están avanzando. Ruth movió la cabeza en señal de negación. —Había mucha comunicación radiofónica antes de que fuéramos a Sacramento, y es probable que hubiera diez veces más después de que desapareciéramos. Podrían haber interceptado algo o haberlo oído de simpatizantes o espías. Puede que incluso vieran lo que pasó con sus propios satélites.
«También me quieren a mí», pensó de pronto. «Me están buscando».
Por eso habían matado a tamos de forma preventiva en todas aquellas cimas, no sólo para evitarse unas bajas cuando cargasen contra la barrera, sino también para evitar que los nanos desapareciesen. No sabían exactamente dónde estaba ella ni cuánto se habría dispersado la vacuna, con lo que inspeccionar varias decenas de cadáveres les sería mucho más sencillo que perseguir a lodos los supervivientes por valles y bosques.
La vacuna podía extraerse fácilmente de un cada hecho, con un poco de suerte, era posible que el nuevo enemigo esperara encontrar a Ruth y su registro entre la gente a la que habían disparado.
—Tiene razón —dijo Cam—, sabes que la tiene. Debemos pensar que pronto llegarán al borde de la barrera, si no lo han hecho ya. Sólo necesitan encontrar a una persona con la vacuna en la sangre.
Ruth sintió un desasosiego y un malestar penetrantes. También vio el mismo desprecio en sus ojos. Todo lo que habían hecho hasta el momento, lodo su sufrimiento había sido en vano. Le habían dado el oeste al nuevo enemigo. No sólo las zonas altas a lo largo de la costa, sino todo lo que hubiera desde California a las Rocosas. No, mucho más, Les habían entregado el mundo entero.
Fueran quienes fuesen los invasores, iban convertirse en la primera población bien equipada en recibir la vacuna. Podían quedársela para ellos mismos, inyectándosela a los pilo tos y a los soldados. Podrían retirarse a su país y llevarse la vacuna, incluso si seguían combatiendo allí.
Era una ventaja incomparable. Podrían aterrizar donde quisieran, coger armas y combustible de donde quisieran, organizar tropas y construir defensas donde quisieran... mientras que las fuerzas americanas y canadienses seguirían limitadas por la plaga.
«Dios mío...», pensó Ruth, comprendiendo la terrible situación.
En aquel momento la invasión ya sería un éxito si el enemigopensara que la vacuna era suficiente de por sí. Si hubieran abandonado la idea de conseguir sus informes, ya habrían tomado esa decisión. Podían bombardear cualquier zona a altitudes superiores a los tres mil metros v dejarlos ellos solos en el planeta. Ahora no tenían ningún obstáculo para hacerlo.