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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (74 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—¡No me refiero a esa clase de semillas, muchacho! —luego le dio una palmada en el brazo—. Pero deje que le dé un consejo, si es que está dispuesto a aceptarlo de un tipo como yo: procure dedicarse a algo que no le obligue a andar matando gente —se agachó, volvió a alzar su fardo y metió los brazos por las correas—. Deje eso a la gente con menos cabeza que usted —y, dicho aquello, se dio la vuelta y comenzó a avanzar pesadamente por el sendero.

Jezal asintió moviendo lentamente la cabeza. Se llevó una mano a la cicatriz de la barbilla y su lengua encontró el hueco que tenía en la dentadura. Logen tenía razón. La vida del guerrero no estaba hecha para él. Su cupo de cicatrices estaba ya más que cubierto.

Hacía un día radiante. Era la primera vez desde hacía mucho que Ferro sentía un poco de calor, y resultaba grato notar el furioso ardor del sol en la cara, en sus antebrazos desnudos, en el dorso de las manos. Las contrastadas sombras de las rocas y las ramas se dibujaban en el suelo pedregoso y el agua que corría junto al viejo sendero arrojaba al aire una centelleante lluvia de rocío.

Los otros se habían rezagado un poco. Pielargo se tomaba las cosas con calma: caminaba echando miradas a diestro y siniestro con expresión sonriente y perorando sobre la majestuosidad del paisaje. Quai marchaba con firme determinación, encorvado bajo el peso de su petate. Bayaz no paraba de hacer muecas de dolor, sudaba a mares y resoplaba como si fuera a caerse muerto de un momento a otro. Luthar se quejaba amargamente de sus ampollas buscando alguien a quien contar sus penas sin encontrarlo. Adelante sólo estaban Nuevededos y ella, avanzando a grandes zancadas en sepulcral silencio.

Justo como a ella le gustaba.

Trepó gateando por el borde de un peñasco desmoronado y se topó con una poza. Sus oscuras aguas lamían una media luna de piedras lisas y una cascada que caía desde un montón de piedras tapizadas de musgo húmedo bufaba y arrojaba espuma al aire. Por encima de la poza, un par de árboles retorcidos desplegaban sus ramas, cuyas finas hojas, pobladas de yemas, relucían mecidas por la brisa. El reflejo del sol reverberaba en las aguas y los insectos zumbaban y patinaban perezosamente sobre la ondulada superficie.

Un hermoso lugar, seguramente, para alguien inclinado a ver las cosas de esa manera.

No era así como las veía Ferro.

—Seguro que hay peces —susurró relamiéndose. Un buen pez ensartado en una rama sobre un fuego estaría estupendo. Los trozos de carne de caballo se habían acabado y estaba hambrienta. Mientras se ponía en cuclillas para llenar la cantimplora, vislumbró unas siluetas difusas que se movían por debajo del espejeo de la superficie. Había peces a montones. Nuevededos soltó su pesado fardo, se sentó en las rocas que había junto a la poza y se sacó las botas. Luego se arremangó los pantalones por encima de las rodillas—. ¿Qué haces, pálido?

Le sonrió.

—Voy a pillar unos peces de esa poza.

—¿Con las manos? ¿Tienes unos dedos lo bastante hábiles para eso?

—Tú deberías saber que sí —Ferro torció el gesto, pero lo único que consiguió fue que él ensanchara su sonrisa hasta que la piel se le arrugó alrededor de las comisuras de los ojos—. Mira y aprende, mujer —y, dicho aquello, se metió en el agua, se agachó, apretó los labios con un gesto de concentración y se puso a palpar suavemente las aguas.

—¿Qué está haciendo? —Luthar dejó caer su petate junto al de Ferro y se limpió su cara satinada de sudor con el dorso de la mano.

—Ese tonto se cree que va a pescar un pez.

—¿Cómo, con las manos?

—Mire y aprenda, muchacho —dijo Nuevededos—. Ajá —en su cara se dibujo una sonrisa—. Ahí viene uno —los músculos de su antebrazo se tensaron mientras movía las manos por debajo del agua—. ¡Lo tengo! —y alzó de golpe la mano en medio de una llovizna de agua. Una forma voladora emitió un destello bajo la brillante luz del sol y luego cayó en la orilla junto a ellos, dejando un rastro de motas húmedas en las piedras secas. Un pez, que pegaba sacudidas y coleaba.

—¡Ja! ¡Ja! —soltó Pielargo plantándose junto a ellos—. Sacando peces del agua a pellizcos, ¿eh? Una notable y muy impresionante habilidad. En cierta ocasión conocí a un hombre de las Mil Islas que tenía fama de ser el más grande pescador del Círculo del Mundo. Aquel tipo, se lo aseguro, se sentaba a la orilla, se ponía a cantar y los peces saltaban a su regazo. ¡Como lo oyen! —torció el gesto al comprobar que nadie parecía demasiado interesado en su historia, pero justo en ese momento, por el borde de la oquedad, apareció Bayaz andando casi a cuatro patas. Su aprendiz surgió detrás de él con el rostro contraído.

Apoyándose con fuerza en su cayado, el Primero de los Magos descendió con paso tambaleante y se dejó caer junto a una roca.

—Tal vez... podríamos acampar aquí —el sudor le corría por su rostro enjuto mientras jadeaba tratando de recobrar el aliento—. Jamás me creerían si les dijera que una vez crucé este paso a la carrera. En dos días me lo hice —sus dedos temblorosos soltaron el cayado, que cayó con estrépito sobre las maderos secos que se acumulaban a la orilla de la poza—. Hace mucho tiempo...

—He estado pensando... —musitó Luthar.

Los fatigados ojos de Bayaz le miraron de soslayo, como si el mero hecho de girar la cabeza le supusiera un esfuerzo excesivo.

—¿Pensando y caminando a la vez? Tenga cuidado, capitán Luthar, se va a herniar.

—¿Por qué hay que llegar a los confines del Mundo?

El Mago frunció el ceño.

—Para hacer ejercicio, no, se lo aseguro. Lo que buscamos se encuentra allí.

—Sí, pero, ¿por qué está allí?

—Ajá —gruñó Ferro expresando su asentimiento. Buena pregunta.

Bayaz hinchó los carrillos y los vació de golpe.

—Ni un instante de reposo, ¿eh? Tras la destrucción de Aulcus y la caída de Glustrod, los otros tres hijos de Euz —Juvens, Bedesh y Kanedias— celebraron una reunión para decidir qué había que hacer... con la Semilla.

—¡Ahí va uno más! —gritó Nuevededos, sacando otro pez del agua y arrojándolo a las piedras al lado del primero. Bayaz lo miró con gesto inexpresivo mientras el pez se retorcía y daba sacudidas, abriendo desesperadamente la boca y las agallas al aire asfixiante.

—Kanedias quería estudiarla. Estaba convencido de que podría transformarla y ponerla al servicio de fines más justos. Juvens temía el poder de la piedra, pero no sabía cómo destruirla, así que se la entregó a su hermano para que la custodiara. No obstante, al ver que pasaban los años y las heridas del Imperio no acababan de cicatrizar, se arrepintió de su decisión. Temía que las ansias de poder de Kanedias le llevaran a quebrantar la Primera Ley, como había hecho Glustrod. Así pues, exigió que la piedra fuera inutilizada. En un primer momento, el Creador se negó, y la confianza mutua entre los dos hermanos se resintió. Todo esto lo sé porque yo mismo me ocupé de llevar los mensajes que se enviaban. Ya entonces me di cuenta de que ambos estaban preparando las armas que un día usarían para luchar entre sí. Juvens le rogó, le suplicó y luego le amenazó, hasta que por fin Kanedias transigió. Entonces los tres hijos de Euz emprendieron viaje hacia Shabulyan.

—No hay lugar más remoto en todo el Círculo del Mundo —observó Pielargo.

—Por eso lo escogieron. Entregaron la Semilla al espíritu de la isla para que la custodiara hasta el final de los tiempos.

—Ordenaron al espíritu que jamás la soltara —murmuró Quai.

—Mi aprendiz vuelve a dar muestras de su ignorancia —replicó Bayaz lanzándole una mirada iracunda bajo sus pobladas cejas—. Jamás no, maese Quai. Juvens era lo bastante sabio como para saber que no podía prever todas las eventualidades. Era consciente de que en algún tiempo futuro podía llegar un día en que fuera necesario recurrir al poder de... esa cosa. Bedesh ordenó al espíritu que sólo se la entregara a un hombre que estuviera en posesión del cayado de Juvens.

Pielargo frunció el ceño.

—¿Y dónde está?

Bayaz señaló al trozo de suelo donde estaba el tosco palo de madera lisa que usaba a modo de bastón.

—¿Es ése? —masculló Luthar con un tono de voz que dejaba traslucir su decepción.

—¿Qué se esperaba, capitán? —Bayaz le miró de reojo con una sonrisa—. ¿Una vara de oro pulido de tres metros de altura con runas de cristal incrustadas y rematada en un diamante del tamaño de su cabeza? —el Mago soltó un resoplido—. Ni siquiera yo he visto una gema de
ese
tamaño. A mi maestro le bastaba con un simple palo. No necesitaba nada más. Por sí solo, un trozo de madera no consigue hacer a un hombre sabio, noble y poderoso, como tampoco lo consigue un trozo de acero. El poder proviene de la carne, muchacho, y del corazón, y de la cabeza. De la cabeza sobre todo.

—¡Esta poza es una mina! —cacareó Nuevededos mientras arrojaba un pez más a la orilla.

—Juvens y sus hermanos —dijo en voz baja Pielargo—, mitad hombres, mitad dioses, poderosos entre los poderosos. Incluso ellos temían a la cosa esa. Por algo pusieron tanto empeño en neutralizarla. ¿No cree que, al igual que ellos, también nosotros deberíamos temerla?

Bayaz miró con fijeza a Ferro, con los ojos echando chispas, y ella le sostuvo la mirada. Las perlas de sudor se destacaban en su piel arrugada y oscurecían el pelo de su barba, pero su semblante era tan inexpresivo como una puerta cerrada.

—Las armas son peligrosas para quienes no las entienden. Si cogiera el arco de Ferro Maljinn correría el riesgo de dispararme en un pie, al no saber cómo utilizarlo. Si cogiera el acero del capitán Luthar podría herir a mi aliado, al carecer de la destreza necesaria para manejarlo. Cuanto más poderosa es el arma, mayor es el riesgo. Tengo el máximo respeto por la cosa esa, créame, pero para enfrentarnos contra nuestros enemigos necesitamos contar con un arma extremadamente poderosa.

Ferro torció el gesto. Aún no estaba muy convencida de que sus enemigos y los de él fueran los mismos, pero, de momento, prefería dejarlo correr. Habían llegado demasiado lejos y estaban ya demasiado cerca de su objetivo para no esperar a ver en qué acababa todo aquello. Echó una mirada a Nuevededos y le pilló mirándola. El norteño desvió la vista y volvió los ojos hacia el agua. Últimamente no hacía más que mirarla. Mirarla, sonreír y hacer chistes malos. El problema es que también se había dado cuenta de que ella le miraba más de lo necesario. Se fijó en él: los ondulados reflejos del agua oscilaban por su cara. De pronto, Nuevededos volvió a levantar la vista, sus miradas se cruzaron y le sonrió un instante.

El ceño de Ferro se intensificó. Sacó su cuchillo, agarró uno de los peces y le cortó la cabeza. Acto seguido, lo abrió en canal y arrojó fuera la viscosas visceras, que cayeron con un sonoro chapoteo junto a las piernas de Nuevededos. Había sido un error follar con él, eso estaba claro, aunque después de todo la cosa tampoco había ido tan mal como cabía esperar.

—¡Ja! —Nuevededos lanzó al aire otra centelleante llovizna de agua, pero luego trastabilló y sus manos se cerraron en el aire—. ¡Ay! —el pez, una raya vibrante de luz, se le escapó de las manos y el norteño cayó de bruces a la poza. Se levantó escupiendo agua por la boca y sacudiendo la cabeza con el pelo pegado al cráneo—. ¡Maldito cabrón!

—En algún lugar del mundo, todo hombre tiene un adversario que es más astuto que él —Bayaz estiró las piernas—. ¿No será, maese Nuevededos, que usted acaba de dar con él?

Jezal se despertó sobresaltado en mitad de la noche. En su aturdimiento, tardó unos instantes en darse cuenta de dónde estaba: había soñado con su hogar, con el Agriont, con los días soleados y las noches de juerga. Con Ardee también, o con una mujer que se le parecía y le miraba con una sonrisa ladeada en una acogedora salita de estar. Las estrellas, nítidas, frías, brillantes, ocupaban la oscura inmensidad del cielo y el gélido aire de las Altas Cumbres mordía los labios de Jezal, las aletas de su nariz, las puntas de sus orejas.

Estaba de vuelta en las Montañas Quebradas, a medio mundo de distancia de Adua, y sentía una punzada de añoranza. Pero al menos tenía el estómago lleno. Pescado y galletas, el primer almuerzo decente que había tomado desde que se acabó la carne de caballo. Aún sentía un poco de calor en el lado de la cara que daba a la hoguera. Se volvió hacia ella, miró con gesto sonriente las ascuas y se subió la manta hasta la barbilla. La felicidad consistía en un pescado fresco y unos rescoldos aún calientes.

De pronto, torció el gesto. Las mantas de al lado, que eran en las que dormía Logen, se estaban moviendo. En un primer momento pensó que sería el norteño dándose la vuelta dormido, pero no paraban de moverse. Era como una oscilación lenta y regular acompañada, de pronto se dio cuenta, de un leve gruñido. Primero pensó que sería Bayaz roncando, pero ahora estaba claro que tenía que ser otra cosa. Forzando la vista, distinguió uno de los hombros de Nuevededos y también uno de sus pálidos brazos, con los músculos tensos. Debajo, apretándole con fuerza el costado, asomaba una mano morena.

A Jezal se le abrió la boca. Logen y Ferro, y ese ruido que hacían sólo podía significar una cosa... ¡estaban follando! ¡Y, lo que era peor, a menos de una zancada de su cabeza! Siguió mirando, fijándose en cómo las mantas se movían a sacudidas bajo la tenue luz del fuego. Cuándo habían... Por qué se habían... Cómo se habían... ¡Un insulto, eso es lo que era aquello! La antigua repulsión que había sentido por ellos surgió de nuevo con fuerza y su labio cicatrizado se retorció. ¡Aquel par de salvajes estaban haciéndolo a la vista de todos! Estaba tentado de levantarse y propinarles una patada, como se hace con una pareja de perros que, para gran consternación de todos los presentes, se ponen a copular en medio de una recepción al aire libre.

—Mierda —susurró una voz. Jezal se quedó helado preguntándose si alguno de los dos le habría visto.

—Espera —durante un instante se hizo el silencio.

—Ah... ah, así, así —el movimiento repetitivo se reinició y las mantas se pusieron a pegar sacudidas de atrás adelante, lentamente al principio y luego cada vez más deprisa. ¿Cómo pensaban que iba a poder dormir con semejante escándalo? Torciendo el gesto, se dio la vuelta, se cubrió la cabeza con las mantas y se quedó tumbado en la oscuridad oyendo los guturales gruñidos de Nuevededos y los apremiantes gemidos de Ferro, que cada vez sonaban más altos. Apretó los ojos y sintió que las lágrimas pugnaban por asomar por debajo de sus párpados.

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