Antes de que los cuelguen (67 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—Si se une al río corriente abajo es que debe de venir de fuera de la ciudad.

Logen no lo tenía tan claro.

—¿Pero... y si surge... de debajo de la tierra?

—Entonces buscaremos otro camino. O nos ahogaremos. —Ferro se sacudió el arco del hombro y resbaló hacia las aguas, apretando firmemente los labios. Logen la vio vadear el arroyo con los brazos alzados por encima de las negras aguas. ¿Es que nunca se cansaba? El estaba tan dolorido y agotado que lo único que deseaba era tumbarse y no volverse a levantar jamás. Por un momento se planteó la posibilidad de hacerlo. Pero entonces Ferro se dio la vuelta y, al verle en cuclillas junto a la orilla, le bufó—. ¡A qué esperas, pálido!

Logen exhaló un suspiro. Nada podía hacer que esa mujer cambiara de idea. A regañadientes, sumergió una de sus piernas temblorosas en las gélidas aguas.

—Te sigo —masculló—. Te sigo.

No están hechos el uno para el otro

Apretando los dientes para combatir el frío atenazante, Ferro seguía vadeando a contracorriente, cubierta hasta la cintura por el agua, que ahora corría presurosa. Nuevededos resollaba y chapoteaba detrás de ella. Un poco más adelante se distinguía un arco que dejaba pasar una tenue luz que se reflejaba en la superficie del arroyo. Estaba bloqueado con una reja de hierro, pero cuando llegó a su altura comprobó que los barrotes estaban desconchados y muy adelgazados por la herrumbre. Se agarró a ellos y se impulsó hacia arriba. Más allá se distinguía la superficie del arroyo fluyendo en su dirección entre orillas de roca y de barro. Y, por encima, el cielo nocturno, en el que comenzaban a asomar ya la las primeras estrellas.

La libertad.

Resoplando entre dientes, con respiración entrecortada por la fatiga y la desesperación, los dedos de Ferro, torpes y lentos a causa del frío, trataron de separar los vetustos barrotes. Nuevededos la alcanzó y plantó sus manos junto a las suyas: cuatro manos en línea, dos oscuras y dos pálidas, apretadas y haciendo fuerza. Estaban pegados el uno al otro en el angosto espacio, y Ferro le oía gruñir del esfuerzo, a la vez que oía su propio resuello. De pronto, sonó un leve chirrido y sintió que el viejo metal comenzaba a doblarse.

Lo bastante para que ella se deslizara entre los barrotes.

Primero pasó con una mano el arco, la aljaba y la espada. A continuación, se puso de lado, introdujo la cabeza entre los barrotes, metió la tripa, contuvo el aliento y, retorciéndose, pasó por la estrecha abertura los hombros, luego el pecho y luego las caderas, sintiendo a través de su ropa empapada el roce áspero del metal.

Se arrastró hacia el otro lado y arrojó sus armas a la orilla. Luego afirmó los hombros en el arco de piedra y plantó las botas contra la siguiente barra, haciendo fuerza con todos sus músculos, mientras Nuevededos tiraba desde el otro lado. De repente, se partió en dos, arrojando al arroyo una llovizna de copos de herrumbre y lanzándola a ella de cabeza a las gélidas aguas.

Con el rostro contrahecho por el esfuerzo, Nuevededos comenzó a introducirse entre los barrotes. Dando traspiés en el agua y jadeando de frío, Ferro se levantó, le agarró por debajo de los brazos, sintió que las manos de él se aferraban a su espalda y se puso a tirar. Tras mucho gruñir y forcejear, logró desatascarlo y sacarlo fuera. Luego se derrumbaron en la orilla embarrada y se quedaron tumbados el uno junto al otro. Mientras jadeaba y oía a Nuevededos hacer otro tanto, Ferro miró los muros desmoronados de la ciudad en ruinas, que se alzaban por encima de ella en el crepúsculo gris. En ningún momento había pensado que fuera a salir viva de aquella ratonera.

Pero aún tenían que poner tierra de por medio.

Se dio la vuelta en el suelo y se levantó como pudo. Aunque estaba totalmente empapada, trataba de reprimir los temblores. No recordaba haber tenido tanto frío en toda su vida.

—No puedo más —oyó mascullar a Nuevededos—. Por los muertos que no puedo más. Estoy machacado. No voy a dar ni un solo paso más.

Ferro sacudió la cabeza.

—Tenemos que alejarnos todo lo que podamos antes de que se vaya la luz.

—¿A esto le llamas luz? ¿Estás loca?

—Ya sabes que lo estoy. Vámonos, pálido —y le pinchó en las costillas con la punta húmeda de su bota.

—¡Maldita sea, está bien! ¡Está bien! —de mala gana, se puso de pie a trompicones y se quedó parado tambaleándose un poco.

Ferro se dio la vuelta y empezó a ascender por la orilla bajo la luz crepuscular, alejándose de las murallas.

—¿Qué hice? —Ferro se dio la vuelta. Nuevededos, con los cabellos chorreando agua, la miraba—. ¿Qué hice ahí dentro?

—Sacarnos del atolladero.

—Quiero decir...

—Sacarnos del atolladero. Eso es todo —y, dicho aquello, volvió a ponerse en marcha, ascendiendo penosamente por la ribera.

Al cabo de un instante, oyó que Nuevededos la seguía.

Estaba tan oscuro y él estaba tan agotado que casi no vio las ruinas hasta que estuvieron dentro de ellas. En tiempos debió de ser un molino. Lo habían construido pegado al arroyo, pero supuso que su rueda debía de haberse perdido hacía un montón de siglos.

—Pararemos aquí —le susurró Ferro, y, acto seguido, se agachó para cruzar el desvencijado portal. Logen estaba demasiado cansado para hacer otra cosa que no fuera asentir con la cabeza y seguirla con paso vacilante. La tenue luz del claro de luna iluminaba el esqueleto del edificio, resaltando los bordes de los sillares, las siluetas de las viejas ventanas y la gruesa capa de mugre que cubría el suelo. Se acercó trastabillando al muro más cercano, se apoyó en él y, luego, se dejó resbalar poco a poco hasta que su trasero tocó el barro.

—Sigo vivo —dijo moviendo en silencio los labios mientras sonreía para sí. Un centenar de cortes, rozaduras y moratones reclamaban a gritos que se ocupara de ellos, pero lo importante era que seguía vivo. Permaneció sentado sin moverse: empapado, dolorido y absolutamente exhausto. Dejó que se le fueran cerrando los ojos y paladeó la sensación de no tenerse que mover.

De pronto, frunció el ceño. Por encima del rumor del arroyo se escuchaba un extraño ruido. Una especie de tamborileo. Tardó un rato en darse cuenta de que eran los dientes de Ferro. Se quitó la zamarra, haciendo una mueca de dolor al sacársela del codo herido, y se la tendió en la oscuridad.

—¿Qué es eso?

—Una zamarra.

—Ya veo que es una zamarra. ¿Para qué?

Maldita sea, por qué tenía que ser tan cabezota. A Logen casi se le escapó una carcajada.

—Puede que no tenga tan buena vista como tú, pero el castañeteo de tus dientes lo oigo perfectamente —volvió a tenderle la zamarra—. Me gustaría poder ofrecerte algo mejor, pero es todo lo que tengo. Tú la necesitas más que yo, así que no se hable más. No hay de qué avergonzarse. Anda, cógela.

Se produjo un momento de silencio. Luego sintió que le quitaban la zamarra de las manos y oyó el ruido que hacía al envolverse en ella.

—Gracias —refunfuñó Ferro.

Logen enarcó las cejas, preguntándose si no le habrían engañado sus oídos. Al parecer, siempre había una primera vez para todo.

—Vale. Y gracias a ti también.

—¿Eh?

—Por tu ayuda. Debajo de la ciudad, en la colina de las piedras, en lo alto de los tejados, por todo eso —reflexionó un instante—. Me has ayudado mucho. Más de lo que merezco, seguramente, pero, en fin, sé mostrarme agradecido cuando hace falta —esperó a que ella dijera algo, pero la respuesta no llegaba. Sólo el ruido del arroyo que burbujeaba bajo los muros del edificio, el ruido del viento que silbaba en los vanos vacíos, el ruido de su propia respiración entrecortada—. Eres buena gente —dijo él—. Es todo lo que digo. Da igual lo que quieras hacer creer a los demás. Eres buena gente.

Más silencio. Distinguía su silueta iluminada por el claro de luna. Estaba sentada junto al muro con su zamarra echada sobre los hombros. Sus cabellos mojados sobresalían puntiagudos de su cabeza y le parecía vislumbrar el brillo amarillo de sus ojos, que le miraban. Masculló una maldición. No se le daba bien hablar, jamás se le había dado bien. Lo más probable es que nada de aquello tuviera el más mínimo sentido para ella. En fin, al menos lo había intentado.

—¿Quieres follar?

Logen alzó la vista y la miró boquiabierto. No estaba seguro de haber oído bien.

—¿Eh?

—¿Qué pasa, pálido, es que te has quedado sordo?

—¿Que si me he qué?

—¡Vale! ¡Olvídalo! —se dio la vuelta y se subió bruscamente la zamarra sobre sus hombros encorvados.

—Espera, espera —ya lo había entendido—. Verás, es que... bueno... lo que pasa es que no me lo esperaba. No digo que no... creo... si me lo estás pidiendo —tragó saliva; se le había secado la boca—. Porque me lo estás pidiendo, ¿no?

Vio que la cabeza de Ferro se volvía hacia él.

—¿No dices que no o dices que sí?

—Bueno, ejem... —hinchó los carrillos y expulso una bocanada de aire en la oscuridad mientras intentaba poner su mente en funcionamiento. No esperaba que le volvieran a hacer esa pregunta en todos los días de su vida y mucho menos que fuera ella quien se la hiciera. Y ahora que se la habían formulado, le daba miedo responder. La verdad es que la idea le intimidaba un poco, pero siempre era mejor hacerlo que vivir con miedo. Mucho mejor—. Sí, esto, quiero decir que, pues eso, que sí. ¡Cómo no! Claro que sí.

—Hummm —vio el perfil de su cara mirando con gesto ceñudo al suelo, los labios apretados con furia, como si hubiera esperado otra respuesta y no estuviera muy segura de qué hacer con la que le había dado. Claro que, puestos a ello, tampoco él lo estaba—. ¿Cómo quieres hacerlo? —directa al grano, como si fuera una tarea que convenía quitarse de en medio cuanto antes, como talar un árbol o excavar un hoyo.

—Ejem... bueno, creo que tendrás que acercarte un poco más. Verás, espero que mi verga no resulte muy decepcionante, pero aun así no creo que llegue adonde estás ahora —esbozo una sonrisa y se maldijo al ver que ella no sonreía. A esas alturas, ya debería saber que no le gustaban las bromas.

—Bien —se le acercó con tanta rapidez y eficiencia que casi se echó para atrás, y eso hizo que ella titubeara.

—Lo siento —dijo él—. Hace tiempo que no lo hago.

—Ya —se puso en cuclillas a su lado, alzó un brazo y se detuvo como si no supiera muy bien qué hacer con él—. Yo tampoco —Logen sintió en el dorso de la mano las yemas de sus dedos, suaves, cautelosas. Era un roce tan ligero que casi le hacía cosquillas. Luego le acarició con el pulgar el muñón de su dedo mediano y, mientras lo hacía, la miraba. Sus dos formas grises se movían en la oscuridad con la misma torpeza que un par de individuos que jamás hubieran tocado el cuerpo de otra persona. Extraña sensación esa de tener a una mujer tan cerca. Le traía todo tipo de recuerdos.

Logen alargó lentamente una mano, como si la estuviera acercando a una llama, y le tocó la cara. No quemaba. Su piel era suave y fría, como la de cualquier persona. Metió la mano entre sus cabellos y sintió un cosquilleo entre los dedos. Encontró la cicatriz de su frente con la punta del pulgar y, con su piel áspera rozando la de Ferro, la recorrió desde la mejilla hasta la comisura de la boca y luego tiró de sus labios.

Había algo raro en su cara, lo notaba a pesar de la oscuridad. Algo que no estaba acostumbrado a ver en ella, pero que era inconfundible. Sentía sus músculos tensos bajo su piel, distinguía a la luz de la luna los tendones resaltados en su escuálido cuello. Estaba asustada. Podía reírse mientras propinaba una patada a un hombre en la cara, sonreír ante un tajo o un puñetazo, hacer caso omiso de una flecha que le hubiera atravesado la carne, pero, al parecer, un leve roce era capaz de meterle el miedo en el cuerpo. A Logen le habría parecido algo muy raro si no fuera porque también él estaba asustado. Asustado y excitado a partes iguales.

Empezaron a tirarse de las ropas, como si alguien hubiera dado la señal de lanzarse a la carga y tuvieran prisa por acabar cuanto antes. Con mano temblorosa, mordiéndose los labios, Logen forcejeaba en la oscuridad con los botones de la camisa de Ferro tan torpemente como si llevara manoplas. Antes de que hubiera acabado con el primero de los botones, ella ya le había desabrochado del todo.

—Mierda —bufó Logen. Ferro le apartó de un golpe las manos y ella misma se desabrochó, se quitó la camisa y la tiró a un lado. No se la veía bien a la luz de la luna. Sólo distinguía el centellear de sus ojos, la oscura silueta de sus hombros huesudos, de sus caderas huesudas, unas tenues manchas luminosas en sus costillas, por debajo de la curva de uno de sus senos, tal vez, un poco de la piel rugosa de un pezón.

Sintió que le soltaba el cinturón de un tirón, sintió sus fríos dedos deslizándose dentro de sus pantalones, sintió...

—¡Ay! ¡Mierda! ¡No hace falta que me levantes tirándome de ahí!

—Vale...

—Ah.

—¿Mejor?

—Ah —Logen tiró del cinturón de Ferro, lo desabrochó como pudo y metió la mano dentro del pantalón. No muy sutil, tal vez, pero a fin de cuentas la sutileza nunca había sido uno de sus rasgos distintivos. Las puntas de sus dedos consiguieron llegar hasta tocar pelo antes de que se le quedara atascada la muñeca. Por más que se esforzaba, no había forma de que bajara más.

»Mierda —masculló. Oyó a Ferro sorber entre dientes, la sintió moverse y luego notó que se agarraba los pantalones con la mano que tenía libre y se los bajaba por el trasero. Así estaba mejor. Logen subió una mano por su muslo desnudo. Era una suerte que aún le quedara un dedo medio. Tienen su utilidad.

Siguieron así un rato, arrodillados en el suelo, sin ningún otro movimiento que el de sus manos que iban de atrás adelante, de arriba abajo, de adentro afuera, suave y despacio al principio y luego cada vez más deprisa, sin que se oyera más ruido que el siseo entre dientes de Ferro, la áspera respiración de Logen y la queda succión de la piel húmeda al moverse.

Ferro se retorció para quitarse del todo los pantalones y, luego, se echó sobre él y le empujó contra la pared. Logen se aclaró la garganta; de pronto se le había quedado seca.

—¿Quieres que...?

—Chiss —apoyándose en un pie y una rodilla, Ferro se puso encima de él con las piernas abiertas. Después ahuecó una mano, se escupió dentro y le agarró con ella la verga. Masculló algo mientras se acomodaba un poco y luego descendió sobre él gruñendo suavemente.

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