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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (26 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Se escuchó de nuevo la voz francesa.

—La hyène. Vous avez trois heures pour présenter votre rapport. Je répète. Vous avez trois heures pour présenter votre rapport. Si vous ne le présentez pas à l'heure nous serons contraints de lancer l'engin d'effassage. Je répète. Si vous ne le présentez pas à l'heure nous serons contraint de lancer l'engin d'effassage. C'est moi, le requin. Finis.

La señal se cortó y se produjo un silencio. Cuando Schofield estuvo seguro de que la comunicación había finalizado, dijo:

—¿Lo ha entendido, Quitapenas?

—La mayor parte, señor.

—¿Qué decía?

—Decía: Hyena. Tiene tres horas para presentar informe de situación. Si no nos informa transcurrido ese tiempo nos veremos obligados a lanzar «l'engin d'effassage», el dispositivo de borrado.

—El dispositivo de borrado —dijo Schofield—. Tres horas. ¿Está seguro de ello, Quitapenas?

Schofield miró su reloj de pulsera mientras hablaba. Era un viejo Casio digital. Activó el cronómetro. Los segundos comenzaron a pasar.

—Sí, señor. Lo dice dos veces —dijo Quitapenas.

Schofield dijo:

—Buen trabajo, soldado. De acuerdo. Ahora tenemos que descubrir qué…

—Disculpe, señor. —Era Quitapenas de nuevo.

—¿Qué ocurre?

—Señor, creo que tengo una idea de dónde pueden estar.

—¿Dónde?

—Señor, al final de la transmisión que acabamos de oír, dicen: «C'est moi le requin». No he podido escuchar el comienzo de la transmisión. ¿Dijeron eso también al principio? ¿C'est moi le requin?

Schofield no lo sabía, no hablaba francés. Todo le había sonado igual. Intentó repetir el mensaje por radio en su cabeza.

—Puede que sí —dijo—. No, espere, sí. Creo que sí lo dijeron. ¿Por qué?

Quitapenas dijo:

—Señor,
le requin
es «el tiburón» en francés.
C'est moi le requin
significa «Aquí Tiburón». Ya sabe, como un nombre militar en clave. La unidad francesa que se encontraba en esta estación se llamaba «Hyena» y la que acabamos de escuchar se llama «Requin». ¿Sabe lo que estoy pensando, señor?

—Oh, maldita sea —dijo Schofield.

—Exacto. Creo que están en el agua. En algún punto de la costa. Me apuesto un millón de pavos a que «Requin» es un buque insignia o similar que está navegando por la costa de la Antártida.

—¡Oh, maldita sea! —dijo Schofield de nuevo, esta vez con sentimiento.

Tenía sentido que quienquiera que enviara ese mensaje se encontrara en un barco. Y no solo por el nombre en clave. Schofield sabía que, debido a su extraordinaria longitud de onda, las transmisiones mediante muy baja frecuencia eran empleadas por buques o submarinos que se hallaban en medio del océano. Esa era la razón por la que los soldados franceses habían llevado consigo el transmisor, para mantenerse en contacto con el buque insignia que se hallaba más allá de la costa.

Schofield empezó a sentir nauseas.

La perspectiva de una fragata o un destructor patrullando el océano a cientos de millas de la costa no era buena. Nada buena. Especialmente si apuntaba con algún tipo de arma (con toda probabilidad, una batería de misiles de crucero de cabezas nucleares) a la estación polar Wilkes.

A Schofield no se le había ocurrido pensar que los franceses pudieran no llevar el dispositivo de borrado con ellos, sino que lo hubieran dejado a un agente exterior (como un destructor alejado de la costa) con órdenes de abrir fuego contra la estación si el destructor no recibía un informe en el período de tiempo establecido.

Mierda
, pensó Schofield
. Mierda. Mierda. Mierda.

Solo había dos cosas en el mundo que pudieran detener el lanzamiento de un dispositivo de borrado. Una, un informe de alguno de los doce soldados franceses muertos dentro de las tres horas siguientes. Eso no iba a ocurrir.

Lo que significaba que la segunda opción era la única opción.

Schofield tenía que contactar con las fuerzas estadounidenses que se encontraban en la estación McMurdo. Y no solo para averiguar cuándo llegarían los refuerzos estadounidenses a Wilkes. No, ahora tenía que avisar a los marines de McMurdo de la existencia de un navío de guerra en alguna parte de la costa de la Antártida con una batería de misiles de crucero apuntando a la estación polar Wilkes. Entonces serían los marines de McMurdo los que tendrían que eliminar ese buque. En un plazo de tres horas.

Schofield pulsó de nuevo su micro.

—Libro, ¿ha escuchado todo?

—Sí —dijo la voz de
Libro
Riley.

—¿Ha habido suerte con McMurdo?

—Aún no.

—Sigan intentándolo —dijo Schofield—. Una y otra vez. Hasta que consiga contactar con ellos. Caballeros, acaban de levantarse las cartas de este juego. Si no contactamos con McMurdo en menos de tres horas, van a hacernos desaparecer.

—Espantapájaros, aquí Zorro —dijo la voz de Gant—. Repito. Espantapájaros, aquí Zorro. ¿Espantapájaros? ¿Me recibe?

Schofield seguía en la plataforma del nivel E, observando el descenso del cable por el tanque mientras pensaba en los misiles de crucero. Habían transcurrido diez minutos desde que había escuchado la transmisión del buque francés
Requin
. Libro, Quitapenas y Serpiente seguían fuera intentando contactar con McMurdo.

Schofield pulsó su micro.

—La escucho, Zorro. ¿Cómo va todo por ahí abajo?

—Nos acercamos a los novecientos metros. Preparándonos para detener el cable.

Se produjo una breve pausa.

—De acuerdo. Paramos el cable… ahora.

Cuando Gant dijo la palabra «ahora», el cable sumergido en el agua se detuvo de repente. Gant había interrumpido su descenso desde el interior de la campana de inmersión.

—Espantapájaros, son las 14.10 horas —dijo Gant—. Confirme, por favor.

—Las 14.10 horas. Confirmado, Zorro —dijo Schofield. En el buceo de profundidad era habitual confirmar la hora a la que iba a iniciarse el buceo. Schofield no sabía si estaba siguiendo exactamente el mismo procedimiento que los científicos de Wilkes habían seguido solo dos días y medio atrás.

—Recibido, 14.10 horas. Procedemos a usar las botellas de aire. Preparándonos para abandonar la campana de inmersión.

Gant mantuvo a Schofield al tanto de sus avances.

Los cuatro buzos (Gant, Montana,
Santa
Cruz y Sarah Hensleigh) cambiaron a las botellas de aire sin problemas y salieron de la campana de inmersión. Unos minutos después, Gant informó de que habían encontrado la entrada al túnel de hielo submarino y que estaban comenzando el ascenso.

Schofield siguió dando vueltas por la cubierta, ensimismado en sus pensamientos.

Pensó en los buzos de Wilkes que habían desaparecido en la caverna, en la caverna y en lo que se encontraba en su interior, en los franceses y en su esfuerzo por hacerse con lo que quiera que estuviera allí abajo, en los dispositivos de borrado que iban a ser lanzados desde los buques a cientos de millas de la costa, en la posibilidad de que uno de sus propios hombres hubiera matado a Samurái, y en la sonrisa de Sarah Hensleigh. Era demasiado.

El intercomunicador de su casco volvió a la vida.

—Señor, aquí Libro.

—¿Ha habido suerte?

—Nada, señor.

Durante el último cuarto de hora, Libro, Serpiente y Quitapenas habían intentado contactar con la estación McMurdo a través de la radio portátil de la unidad. Lo estaban haciendo en el exterior de la entrada principal de la estación, por si el hecho de estar fuera de la estructura pudiera ayudar de algún modo a hacer que llegara la señal.

—¿Interferencias? —preguntó Schofield.

—Montañas de ellas —respondió con tristeza Libro.

Schofield se quedó pensativo durante unos instantes. A continuación dijo:

—Libro, cancele esa opción y vuelva dentro. Quiero que vaya y busque a los científicos que siguen aquí. Creo que se encuentran en la sala común del nivel B. Vea si puede averiguar si alguno de ellos está familiarizado con el sistema de radio de aquí.

—Recibido, señor.

La voz de Libro desapareció y el intercomunicador de Schofield quedó en silencio de nuevo. Schofield miró al tanque de agua situado en la base de la estación y retomó sus pensamientos.

Pensó en la muerte de Samurái y en quién podía haberlo hecho. Por el momento, solo confiaba en dos personas: Montana y Sarah Hensleigh, dado que se encontraban con él cuando Samurái había sido asesinado. Eran las únicas dos personas que Schofield sabía con certeza que no estaban involucradas en la muerte de Samurái. Respecto a los demás, todos estaban bajo sospecha.

Esa era la razón por la que Schofield había decidido mantener a Libro, Serpiente y Quitapenas juntos. Si uno de ellos era el asesino, no podría matar de nuevo con los otros dos a su alrededor…

De repente, Schofield tuvo una idea y pulsó de nuevo su micro.

—Libro, ¿me recibe?

—Sí, señor.

—Libro, cuando vaya al nivel B, quiero que les pregunte algo más a los científicos —dijo Schofield—. Quiero que les pregunte si alguno de ellos sabe algo de meteorología.

La sala de radio de la estación polar Wilkes estaba situada en la parte sudeste del nivel A, al otro lado del comedor. Albergaba el equipo de telecomunicaciones por satélite de la estación y los radiotransmisores de corto alcance. En la sala había cuatro consolas de radio (cada una de ellas consistente en un micrófono, una pantalla de ordenador y teclado, y algunos cuadrantes de frecuencia), dos a cada lado.

Abby Sinclair se encontraba en una de las consolas cuando Schofield entró en la sala de radio.

Lo primero que percibió Schofield era que Abby Sinclair no había encajado bien los recientes acontecimientos en la estación polar Wilkes. Abby era una mujer guapa que estaba a punto de entrar en los cuarenta. Tenía el pelo largo, castaño y rizado, y unos enormes ojos marrones. Unas largas rayas verticales de rímel negro surcaban sus mejillas. A Schofield le recordaron las dos cicatrices que le cubrían los ojos, ocultas de nuevo tras sus gafas opacas plateadas.

Junto a Abby estaban los otros tres marines (Riley, Quitapenas y Serpiente). Abby Sinclair era la única científica de la sala.

Schofield se volvió hacia Libro.

—¿Nadie sabe de meteorología?

—Al contrario —dijo Libro—. Estamos de suerte, teniente Shane Schofield. Quiero presentarle a la señorita Abby Sinclair. La señorita Sinclair es la experta en comunicaciones por radio y la meteoróloga residente de la estación polar Wilkes.

Abby Sinclair dijo:

—Lo cierto es que no soy la verdadera experta en telecomunicaciones. Era Cari Price, pero… desapareció en la cueva. Yo le ayudaba con el equipo de radio, así que supongo que la experta soy yo ahora.

Schofield sonrió de manera tranquilizadora.

—Para mí es suficiente, señorita Sinclair. ¿Le importa si la llamo Abby?

Negó con la cabeza.

Schofield dijo:

—De acuerdo, Abby. Tengo dos problemas y esperaba que usted pudiera ayudarme con ambos. Necesito ponerme en contacto con mis superiores en McMurdo tan pronto como sea posible. Necesito decirles qué ha pasado aquí para que puedan enviar a la caballería, si es que no lo han hecho ya. Hemos estado intentando contactar con McMurdo con nuestra radio portátil, pero ha sido imposible. Pregunta número uno: ¿funciona el sistema de radio de la estación?

Abby sonrió levemente.

—Funcionaba. Quiero decir, antes de que todo esto comenzara. Pero entonces se produjo la erupción solar y afectó a todas nuestras transmisiones. No obstante, tampoco importaba, porque nuestra antena se vino abajo con la tormenta y no tuvimos la oportunidad de arreglarla.

—No hay problema —dijo Schofield—. Podemos arreglarla.

Algo de lo que había dicho, sin embargo, le preocupó. A Schofield le habían hablado del fenómeno de la «erupción solar» de camino a Wilkes, pero no sabía qué era exactamente. Lo único que sabía era que afectaba al espectro electromagnético y, al hacerlo, impedía cualquier tipo de comunicación por radio.

—Hábleme de las erupciones solares —le dijo a Abby.

—No hay demasiado que contar —respondió Abby—. No sabemos mucho sobre ellas. «Erupción solar» es el término que se emplea para describir una breve explosión de elevada temperatura en la superficie del Sol, lo que la mayoría de la gente llamaría una mancha solar. Cuando una mancha solar tiene lugar, emite una gran cantidad de radiaciones ultravioletas. Una gran cantidad. Al igual que el calor del sol, esta radiación viaja por el espacio hacia la Tierra. Cuando llega allí, contamina nuestra ionosfera, convirtiéndola en una gruesa capa de caos electromagnético. Los satélites no sirven porque no pueden penetrar la ionosfera contaminada. Asimismo, las señales de los satélites situados en la Tierra no pueden traspasar tampoco la ionosfera. La comunicación por radio queda completamente inutilizada.

Abby miró repentinamente a su alrededor. Sus ojos se posaron en una de las pantallas de ordenador que tenía ante sí.

—Tenemos un equipo de monitorización meteorológico aquí. Si me dan un minuto, les enseñaré a qué me refiero.

—Claro —dijo Schofield mientras Abby encendía el ordenador que tenía a su lado.

El ordenador cobró vida. Una vez estuvo encendido y en funcionamiento, Abby pasó varias pantallas hasta llegar a la que quería. Era un mapa por satélite del sudeste de la Antártida, cubierto por una especie de manchas multicolor. Un mapa meteorológico o barométrico. Como el del telediario de la noche.

—Esta es una instantánea del sistema meteorológico del este de la Antártida de… —Abby miró la fecha en una esquina de la pantalla— hace dos días. —Miró a Schofield—. Probablemente fue uno de los últimos que obtuvimos antes de que la erupción solar nos impidiera acceder al satélite meteorológico.

Hizo un clic con el ratón. Apareció otra pantalla.

—Oh, espere. Aquí hay otra —dijo.

Ocupaba media pantalla.

Una enorme mancha amarilla y blanca de perturbaciones atmosféricas. Llenaba toda la parte izquierda del mapa, cubriendo prácticamente la mitad de la costa antártica representada en el mapa. En la práctica, pensó Schofield, la erupción solar debía de haber sido enorme.

—Y he ahí su erupción solar, teniente —dijo Abby. Se volvió para mirar a Schofield—. Debió de desplazarse hacia el este después de que fuera tomada esta instantánea y nos cubrió a nosotros también.

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