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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (34 page)

BOOK: Anochecer
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—¿Has permanecido oculto aquí toda la noche?

—Intenté salir del edificio cuando llegaron las Estrellas, pero me vi aprisionado aquí dentro por la gente. ¿Ha visto a Faro, doctor Sheerin?

—¿Tu amigo? No, no he visto a nadie.

—Estuvimos juntos durante un tiempo. Pero luego, con todo esto, las cosas se volvieron tan confusas... —Yimot consiguió esbozar una extraña sonrisa—. Pensé que iban a quemar el edificio hasta los cimientos. Pero entonces los aspersores se pusieron en funcionamiento. —Señaló hacia la gente de la ciudad esparcida por todo su alrededor—. ¿Cree que están todos muertos?

—Algunos de ellos simplemente están locos. Vieron las Estrellas.

—Yo también las vi, sólo por un momento —dijo Yimot—. Sólo por un momento.

—¿Cómo son? —preguntó Sheerin.

—¿No las vio usted, doctor? ¿O es que simplemente no lo recuerda?

—Estaba en el sótano. Seguro y protegido.

Yimot inclinó su largo cuello hacia arriba, como si las Estrellas brillaran todavía en el techo del pasillo.

—Eran... abrumadoras —susurró—. Sé que eso no le dice a usted nada, pero es la única palabra que puedo usar. Las vi sólo durante un par de segundos, quizá tres, y pude sentir que mi mente giraba, pude sentir que la tapa de mis sesos empezaba a saltar, así que desvié la vista. Porque no soy muy valiente, doctor Sheerin.

—No. Yo tampoco.

—Pero me alegra haber tenido esos dos o tres segundos. Las Estrellas son algo aterrador, pero también son muy hermosas. Al menos lo son para un astrónomo. No se parecen en nada a esos estúpidos puntos de luz que Faro y yo creamos en aquel alocado experimento nuestro. Debemos estar justo en medio de un inmenso racimo de ellas, ¿sabe? Tenemos seis soles en un apretado grupo muy cerca de nosotros, algunos más cerca que otros, quiero decir, y luego, mucho más lejos, a cinco o diez años luz de distancia, o más, hay toda una gigantesca esfera de Estrellas, que son soles, miles de soles, un tremendo globo de soles que nos envuelven por completo, pero invisibles normalmente para nosotros a causa de que la luz de nuestros propios soles brilla todo el tiempo. Exactamente como dijo Beenay. Beenay es un astrónomo maravilloso, ¿sabe? Algún día será más grande que el propio doctor Athor. ¿De veras que no vio usted las Estrellas?

—Sólo el más rápido de los atisbos —dijo Sheerin, un poco tristemente—. Luego fui a ocultarme... Mira, muchacho, tenemos que salir de este lugar.

—Me gustaría intentar hallar a Faro primero.

—Si está bien, estará fuera. Si no está, no hay nada que puedas hacer por él.

—Pero si está debajo de uno de esos montones...

—No —dijo Sheerin—. No puedes estar hurgando entre toda esa gente. Todavía están aturdidos, pero si les provocas no hay forma de decir lo que pueden hacer. Lo más seguro es salir de aquí. Voy a intentar llegar al Refugio. Si eres listo, vendrás conmigo.

—Pero Faro...

—Muy bien —dijo Sheerin con un suspiro—. Busquemos a Faro. O a Beenay, o a Athor, o a Theremon, a todos los demás.

Pero fue inútil. Durante quizá diez minutos rebuscaron entre los montones de gente muerta, inconsciente y semiinconsciente del vestíbulo; pero ninguno de ellos era de la universidad. Sus rostros eran impresionantes, horriblemente distorsionados por el miedo y la locura. Algunos se agitaban cuando eran importunados, o empezaban a echar espuma por la boca y a murmurar de una forma horrible. Uno agarró el hacha de Sheerin e intentó arrebatársela, y Sheerin tuvo que utilizar el mango para apartarlo. Era imposible subir la escalera a los niveles superiores del edificio; estaba bloqueada por los cuerpos, y había yeso roto por todas partes. Lagunas de lodosa agua se habían acumulado en el suelo. El duro y penetrante olor del humo era intolerable.

—Tiene razón —dijo finalmente Yimot—. Será mejor que nos vayamos.

Sheerin abrió camino y salió a la luz del sol. Tras las horas que acababan de transcurrir, el dorado Onos era la visión más bienvenida de todo el universo, aunque el psicólogo descubrió que sus ojos no estaban acostumbrados a tanta luz después de las largas horas de Oscuridad. La sensación le golpeó con una fuerza casi tangible. Durante unos breves momentos después de salir permaneció de pie parpadeando, aguardando a que sus ojos se readaptaran. Al cabo de un tiempo fue capaz de ver, y jadeó ante lo que vio.

—Es horrible —murmuró Yimot.

Más cuerpos. Locos vagando en círculos, cantando para sí mismos. Vehículos quemados al lado de la carretera. Arbustos y árboles arrancados y hechos pedazos como por ciegas fuerzas monstruosas. Y, allá en la distancia, un sobrecogedor manto de humo amarronado que se alzaba por encima de las torres de Ciudad de Saro.

Caos, caos, caos.

—Así que éste es el aspecto del fin del mundo —dijo Sheerin en voz baja—. Y aquí estamos nosotros, tú y yo. Supervivientes.—Se echó a reír con amargura—. Vaya pareja formamos. Yo llevo encima cincuenta kilos de más en torno a la cintura y a ti te faltan cincuenta kilos. Pero aquí estamos. Me pregunto si Theremon consiguió salir de aquí vivo. Si alguien lo hizo, tiene que ser él. Pero no hubiera apostado mucho sobre tú o yo. El Refugio está a medio camino entre Ciudad de Saro y el observatorio. Deberíamos llegar allí en media hora o así, si no nos encontramos con ningún problema. Toma esto.

Recogió un grueso palo gris que había en el suelo al lado de uno de los amotinados caídos y se lo lanzó a Yimot, que lo cogió torpemente en el aire y lo miró como si no tuviera la menor idea de lo que podía ser.

—¿Qué he de hacer con él? —preguntó al fin.

—Finge que lo usarás para hundir el cráneo de cualquiera que nos moleste —dijo Sheerin—. Del mismo modo que yo finjo que usaré esa hacha si es necesario para defenderme. Y, si es necesario, lo haré. Es un nuevo mundo éste que hay ahí fuera, Yimot. Vamos. Y mantente alerta mientras avanzamos.

30

La Oscuridad estaba aún sobre el mundo, las estrellas seguían bañando Kalgash con sus diabólicos ríos de luz, cuando Siferra 89 salió tambaleante del destripado edificio del observatorio. Pero el débil resplandor rosado del amanecer estaba asomando ya por el horizonte oriental, el primer signo de esperanza de que los soles podían regresar al cielo.

Se detuvo de pie en el césped del observatorio, con las piernas ligeramente abiertas, la cabeza echada hacia atrás, y llenó profundamente de aire sus pulmones.

Su mente estaba entumecida. No tenía la menor idea de cuántas horas habían transcurrido desde que el cielo se había vuelto oscuro y las Estrellas habían entrado en erupción ofreciéndose a la vista de todos como un millón de trompetas. Durante toda la noche había vagado por los pasillos del observatorio en medio de una bruma, incapaz de hallar la salida, luchando con los locos que hormigueaban por todos lados a su alrededor. Que ella se hubiera vuelto loca también no era algo que se hubiera parado a pensar. Lo único que ocupaba su mente era la supervivencia: apartar las manos que se aferraban a ella; parar los oscilantes palos dirigidos a ella con golpes del palo que había recogido de un hombre caído; evitar las repentinas y chillantes estampidas de los maníacos que recorrían los pasillos cogidos del brazo en grupos de seis u ocho, pisoteándolo todo en su camino.

Tenía la impresión de que había un millón de habitantes de la ciudad sueltos por el observatorio. Se volviera hacia donde se volviera sólo veía rostros distendidos, ojos desorbitados, bocas abiertas, lenguas colgantes, dedos engarfiados en monstruosas garras.

Lo estaban destruyendo todo. No tenía la menor idea de dónde estaba Beenay, o Theremon. Recordaba vagamente haber visto a Athor en medio de diez o veinte aullantes rufianes, con su densa melena de blanco pelo alzándose sobre ellos..., y luego haberle visto desaparecer, barrido hacia abajo por el tumulto.

Más allá de eso Siferra no recordaba nada muy claramente. Durante todo el eclipse había vagado de un lado para otro, subiendo por un pasillo y bajando por el siguiente, como una rata atrapada en un laberinto. Nunca se había familiarizado realmente con la disposición del observatorio, pero salir del edificio no hubiera debido resultar difícil para ella..., si hubiera estado cuerda. Ahora, sin embargo, con las Estrellas llameándole ferozmente desde cada ventana, era como si le hubieran clavado un punzón para el hielo directamente a través del cerebro. No podía pensar. No podía pensar. No podía pensar. Todo lo que podía hacer era correr de un lado para otro, apartando babeantes y tambaleantes locos, abriéndose paso a codazos por entre apiñamientos de harapientos desconocidos, buscando desesperada, ineficaz y fútilmente alguna de las salidas principales. Y así siguió, hora tras hora, como si estuviera atrapada en un sueño que nunca iba a terminar.

Ahora, al fin, estaba fuera. No sabía cómo había llegado allí. De pronto había hallado una puerta frente a ella, al extremo de un pasillo que estaba segura de haber cruzado un millar de veces antes. La empujó, y se abrió, y un frío chorro de aire fresco la golpeó, y la cruzó tambaleante.

La ciudad ardía. Vio las llamas muy lejos, una brillante mancha roja y furiosa contra el fondo negro del cielo.

Oyó gritos, sollozos, locas risas por todos lados.

Allá delante, un poco más abajo en la ladera de la colina, algunos hombres estaban derribando ciegamente un árbol..., tirando de sus ramas, tensándose ferozmente, arrancando sus raíces del suelo a pura fuerza. No pudo adivinar por qué. Probablemente ellos tampoco.

En el aparcamiento del observatorio, otros hombres estaban volcando coches. Siferra se preguntó si uno de aquellos coches podía ser el suyo. No podía recordarlo. No podía recordar mucho de nada. Recordar su nombre le obligaba a efectuar un esfuerzo.

—Siferra —dijo en voz alta—. Siferra 89. Siferra 89.

Le gustó su sonido. Era un buen nombre. Había sido el nombre de su madre..., o de su abuela, quizá. En realidad no estaba segura.

—Siferra 89 —dijo de nuevo—. Soy Siferra 89.

Intentó recordar su domicilio. No. Un conjunto de números sin significado.

—¡Mira las Estrellas! —gritó una mujer al pasar corriendo por su lado—. ¡Mira las Estrellas y muere!

—No —respondió Siferra con voz tranquila—. ¿Por qué debería desear morir?

Pero miró las Estrellas de todos modos. Ya casi se había acostumbrado a ellas ahora. Eran como luces muy brillantes muy brillantes, tan juntas unas de otras en el cielo que parecían fundirse, formar una sola masa de resplandor, como una especie de brillante capa que hubiera sido echada encima del cielo. Después de mirar durante más de uno o dos segundos seguidos creyó que podía individualizar puntos de luz, más brillantes que los de su alrededor, pulsando con un extraño vigor. Pero todo lo más que pudo conseguir fue mirar durante cinco o seis segundos, luego la fuerza de toda aquella pulsante luz la abrumó e hizo que le hormigueara el cuero cabelludo y le ardiera el rostro, y tuvo que bajar la cabeza y restregarse con los dedos el ardiente lugar de intenso y pulsante dolor entre sus ojos.

Atravesó el aparcamiento, ignorando el frenesí a todo su alrededor, y emergió en el otro lado, donde una carretera pavimentada recorría un saliente en el flanco del Monte del Observatorio. Desde alguna región que aún funcionaba de su mente le llegó la información de que ésta era la carretera que conducía del observatorio a la parte principal del campus de la universidad. Allá arriba, Siferra podía ver ahora algunos de los edificios más altos de la universidad.

Las llamas danzaban en los tejados de algunos de ellos. El campanario ardía, y el teatro, y el Salón de Archivo de Investigaciones.

Hubieras debido salvar las tablillas, dijo una voz dentro de su mente que reconoció como la suya.

¿Tablillas? ¿Qué tablillas?

Las tablillas de Thombo.

Oh. Sí, por supuesto. Ella era arqueóloga, ¿no? Sí. Sí. Y lo que hacían los arqueólogos era excavar en busca de cosas antiguas. Ella había estado excavando en un lugar muy lejano. ¿Sagimot? ¿Beklikan? Algo así. Y había encontrado unas tablillas, textos prehistóricos. Cosas antiguas, cosas arqueológicas. Cosas muy importantes. En un lugar llamado Thombo.

¿Cómo lo estoy haciendo?, se preguntó.

Y ella misma se dio la respuesta: Lo estas haciendo muy bien.

Sonrió. Se sentía mejor a cada momento. Era la rosada luz del amanecer sobre el horizonte la que la estaba sanando, pensó. Se acercaba la mañana: el sol, Onos, entraba en el cielo. A medida que Onos se alzaba las Estrellas se fueron haciendo menos brillantes, menos aterradoras. Se estaban desvaneciendo aprisa. Las del este apenas podían verse ante la creciente fuerza de Onos. Incluso en el lado opuesto del cielo, donde la Oscuridad reinaba todavía y las Estrellas se arracimaban como peces en un estanque, parte de la intensidad de su formidable fulgor empezaba a ceder. Ahora podía mirar al cielo durante varios momentos consecutivos sin que su cabeza empezara a pulsar dolorosamente. Y se sentía menos confusa. Ahora recordaba con claridad dónde vivía, y dónde trabajaba, y qué había estado haciendo la tarde antes.

En el observatorio..., con sus amigos los astrónomos que habían predicho el eclipse...

El eclipse...

Eso era lo que había estado haciendo, se dio cuenta. Aguardar el eclipse. La Oscuridad. Las Estrellas.

Sí. Las Llamas, pensó Siferra. Y allí estaban. Todo había ocurrido según lo previsto. El mundo estaba ardiendo, como había ardido tantas veces antes..., puesto en llamas no por la mano de los dioses, no por el poder de las Estrellas, sino por hombres y mujeres ordinarios, enloquecidos por las Estrellas, lanzados a un pánico desesperado que les urgía a restablecer la luz del día normal por cualquier medio que pudieran encontrar.

Pese al caos a todo su alrededor, sin embargo, permaneció tranquila. Su dañada mente, entumecida, estupefacta, era incapaz de responder por completo al cataclismo que había traído consigo la Oscuridad. Siguió caminando y caminando, carretera abajo, hasta el cuadrángulo principal del campus, pasando escenas de horripilante devastación y destrucción, y no sintió ningún shock, ningún pesar por lo que se había perdido, ningún temor ante los tiempos difíciles que se abrían allá delante. Su mente todavía no estaba restablecida lo suficiente para tales sentimientos. Era una observadora pura, tranquila, desprendida. El llameante edificio de allá delante, sabía, era la nueva biblioteca de la universidad que ella había ayudado a planificar. Pero su visión no agitó ninguna emoción en ella. Igual hubiera podido estar cruzando algún emplazamiento de dos mil años de antigüedad cuyo destino no era más que un estrato de materia cortada y seca sin más finalidad que el registro histórico. Nunca se le hubiera ocurrido llorar encima de unas ruinas de dos mil años. Como tampoco se le ocurría llorar ahora, mientras la universidad ardía a todo su alrededor.

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