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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (28 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Espera, mamá, mira lo que le he enseñado.

Olga se sentó en la mesa conteniendo las ganas de dar un berrido y estropearles la diversión. Calma, Monegal, controla. María estaba en lo cierto, llevaba unos días de un humor imposible. Tan irascible, tan a punto de saltar por la menor nimiedad, no parecía la Olga de siempre. Le daba vergüenza que su familia, sus compañeros, pensasen que se estaba volviendo una vieja cascarrabias.

Sobre la mesa, frente a Dulcinea, Édgar había dejado una galletita esférica rellena de trocitos de almendra. El periquito la miró y, luego, observó a Édgar inclinando la cabeza hacia uno y otro lado.

—Venga, dale ya.

El pájaro pareció entenderlo y la emprendió a patadas con el dulce.

—¡Aquí, aquí! —le gritaba Édgar, que había levantado un tenedor y un cuchillo, formando con ellos un arco.

—Pero ¿se puede saber qué es esto?

—Esto es pájaro jugando al fútbol —aclaró María con voz mecánica.

Dulcinea seguía chutando la galleta dirigiéndose a toda velocidad hacia la portería de Édgar.

Édgar seguía jaleando al pájaro:

—¡Dale, dale, que ya es tuya!

María se reía tanto que se le saltaban las lágrimas. Olga se puso de buen humor a pesar de que su estómago se había contraído en un espasmo.

—¡Goooooooooool! —berreó Édgar, entusiasmado.

Entonces Dulcinea se lanzó de cabeza a comerse el balón.

—Bueno, me voy —dijo Alberto, apareciendo en el comedor. Los besó a los tres—. Hasta mañana.

Cuando la puerta del piso se cerró, Olga se sintió cansadísima. La abandonaron las pocas fuerzas que le quedaban. Sólo quería meterse en la cama y dormir, dormir. Monegal, pareces un oso en plena época de hibernación.

—Recoged la mesa, por favor. Estoy muerta, me gustaría acostarme en seguida.

—Pues, anda, vete. Ya nos ocupamos nosotros de todo —respondió Édgar mientras devolvía a Dulcinea a su jaula.

—¿Y qué más, guapo? —protestó María—. Lo arreglarás todo tú, supongo, porque yo tengo que estudiar. No puedo perder el tiempo.

—Vale, vale. ¡Uf! ¡Qué incordio! No sé cómo la fabricasteis tan mal.

—Buenas noches. No os vayáis a dormir muy tarde, por favor.

Mientras se lavaba los dientes se le ocurrió. ¿Por qué no llamaba a Teresa y comprobaba si su corazonada era cierta o no? Por supuesto, pensó enjuagándose la boca, eso era lo que iba a hacer.

Después de ponerse el pijama y meterse en la cama, llamó desde el aparato colocado en la mesita de noche de Alberto.

—Hola. No estamos en casa. Al oír la...

Antes de que el contestador emitiera el mensaje completo, descolgaron el aparato.

—Sí —dijo la voz de Carlos superponiéndose a la de Teresa que terminaba con su «... señal puedes grabar tu mensaje».

—Hola, Carlos. Soy Olga.

—¡Vaya, Olga! Me pillas por los pelos. Estaba a punto de salir.

—Pues no te entretengo. Quería hablar con Teresa.

—Lo siento, pero no está. Tenía guardia en el hospital. ¿Le dejo algún recado?

—No. Es igual. Ya la llamaré mañana.

No pensaba dejarlo para el día siguiente. Iba a probar llamando al hospital. A lo mejor era cierto que Teresa estaba allí y entonces tendría que admitir lo absurdo de sus sospechas. Y los sentimientos de culpa la matarían, claro. Le estaría bien, por estúpida.

—¿Teresa Bellido? No está. Mañana por la mañana la podrá encontrar.

Parecía que había acertado en sus predicciones. Ahora ya no merecía la pena echarse atrás. Era preciso llegar hasta el final comprobando si, por lo menos, Alberto estaba en Omega.

¿Qué milonga le contaba al de seguridad? ¿Que había encontrado una nota de su marido en la cocina, pero que el gato había vomitado sobre ella y no conseguía leer dónde le decía su marido que había ido? ¿Que por la mañana él había dicho que no lo esperase, que tenía trabajo, y ahora ella no recordaba si estaba en el despacho o no? ¿Disfrazaba la voz y se hacía pasar por otra? La verdad, todo le parecía igual de mezquino y ruin. Aparte de que probablemente ningún vigilante del mundo sería tan estúpido como para creer los embustes de una mujer al acecho de su marido a esas horas de la noche. Lo primordial era que el vigilante no la identificase para evitar que dejara una nota a Alberto, supuestamente ausente.

Ensayó una voz que retenía el aire y simulaba una carraspera casi digna de una laringuectomizada.

—No. No está. Lo puede encontrar mañana. ¿Quién le digo que ha llamado?

El espasmo de su estómago se intensificó. Incertidumbre: cero. Creyó que no podría pegar ojo en toda la noche, que no podría quitarse de la cabeza a Alberto y Teresa juntos en algún hotel, ni las palabras de Patricia recriminándole tan a menudo su falta de coquetería, que no podría dejar de preguntarse en qué le había fallado como compañera, qué era lo que no había sabido darle. Sin embargo se durmió inmediatamente.

Luego, durante los siguientes días, su malestar, sus trastornos, se fueron acentuando: las pasiones de sueño, su compulsión por las Digesta —Édgar, que por alguna desconocida e incomprensible razón, coleccionaba los envoltorios, estaba encantado—, su irritabilidad...

Sin embargo, los cambios que más llegaron a inquietarla fueron los intelectuales. Su memoria se plagó de agujeros negros por los que desaparecían las palabras, las ideas, las fechas... sin dejar rastro. Y su pensamiento se hizo errante. Le resultaba difícil mantener, durante unos minutos, la atención sobre una misma idea: tan pronto la había focalizado, sus pensamientos, incapaces de permanecer quietos observándola, se movían, resbalaban, se aceleraban. Y cuando ella trataba de darles alcance, como bolitas de mercurio, escapaban entre sus dedos.

Por último, observaba con desagradable sorpresa cómo su capacidad para el placer se iba borrando. Se estaba convirtiendo en una criatura más pensante que sintiente. Sabía que quería a Alberto y a sus hijos, pero lo sentía menos. Estaba segura de que le encantaba el yoga, pero experimentaba poco placer practicando. Era consciente de que le gustaba su trabajo, pero cada día se le hacía más cuesta arriba ir al instituto.

 

 

Anabelén se reía a carcajadas y su padre, también. Menuda risa tenía. Unas carcajadas soltadas a todo gas, como si montones y montones de canicas se estuvieran cayendo por unas escaleras. Saltaban, saltaban, saltaban. Lo que le gustaba oírlo reírse de aquella forma... A ella, la risa de él siempre le había vuelto el cerebro al revés. ¡Ay! La de tiempo que llevaban las canicas sin rodar por las escaleras.

Manolo no paraba de hacerle cosquillas a Anabelén. La pequeña se retorcía sobre el sofá como si fuera un gusano. La perra miraba la escena desde debajo de la mesa de metacrilato, enseñaba un poquitín los colmillos y gruñía con fiereza, pero quedamente. No se atrevía a más. Conocía bien los puntapiés de Manolo. La cara de Anabelén estaba cada vez un poco más congestionada. Una lo veía: le iba a dar algo a la cría.

—Manolo, se está excitando mucho...

—Joder, Mari Loli, no te pongas palizas —protestó Manolo redoblando la fuerza de las cosquillas.

—Papa, papa. Noooo. Pipi.

Anabelén había pasado de la risa al llanto en un momento.

—Mira cómo eres... La niña se ha meado encima por tu culpa.

Mari Loli cogió en brazos a su hija para llevarla al baño.

—¡Ay, laleche! ¡A ti no hay Dios que te entienda, ¿eh?! Que nunca me ocupo de los niños, que nunca me ocupo de los niños, y para un rato que juego con ella, te cabreas. Lo dicho: a las tías no hay por dónde agarraros. Otro día que esté sin servicio, desde luego no me quedo en casa, porque para ganarme broncas no estoy yo.

Mari Loli oyó las últimas palabras desde el baño, mientras desnudaba a la cría y la lavaba. Después le puso el pijama. Total, para la hora que era.

—Anda, vete a jugar —le dijo dándole una palmadita en el culo.

Mari Loli preparó una lavadora y la puso en marcha. El tambor empezó a girar entre chirridos estridentes. Mari Loli se apoyó en la pared y bostezó. ¡Qué sueño! Claro, ¡dónde vas a parar!, si no podía ser lo de despertarse cada madrugada a las cuatro. Y ya no había forma de dormirse de nuevo. Era como que su cabeza se convertía en un cine. Rugía el león de la Metro en la pantalla. Hacia la derecha. Hacia la izquierda. Y echaban la película. Los actores siempre eran los mismos: Angelines y Manolo. Haciéndose arrumacos, sobándose, compinchándose. Aunque se esforzara por pensar en algo distinto, no podía. Era un programa de sesión continua. ¡Hala!, siempre la misma película. La sabía de memoria, y le dolía un montón. Porque era una de llorar y llorar. Ahogó otro bostezo justo en el momento en que Manolo entró en el baño. Por la cara, se notaba que ya no estaba enfadado. ¡Menudo chollo tenían aquella tarde! Estaba claro que había aprovechado el mediodía para menesteres placenteros.

—Oye, me caigo de hambre.

—Hijo, ¿no has comido o qué?

Lo preguntó con mala intención, pensando: ¡hala, otro día en lugar de darte el filetazo, come!

—Poco y mal. ¿No habría algo para picar? ¿Un poco de chorizo o unas patatas fritas o así?

—Voy a ver.

Salieron los dos del baño. Mari Loli apagó la luz y cerró la puerta.

Ya en la cocina, Mari Loli abrió una bolsa de patatas fritas de tamaño familiar, mientras él cogía una cerveza de la nevera. Aún no había cerrado la puerta del frigorífico, cuando dijo:

—¡Ah!... Casi se me olvida...

Mari Loli se dio la vuelta.

—A media mañana ha venido Pili...

—¿Qué Pili?

—La vecina del quinto, sí, mujer, a la que le pasó lo de...

—¡Ah!, la rarita.

—¿La rarita?

—Sí, hijo, más rara que un perro verde.

—Yo no la encuentro nada rara, al revés...

¡Jolín! Los tíos nunca se enteraban de nada.

—... bueno, pues, que ha venido a por un par de huevos. Que no tenía en casa. Se los he dado.

—Vale, pues bien hecho. ¿Y qué?

—Y nada, ¡coño!, que te aviso, que luego te quejas si tocamos las cosas sin decírtelo. Que tú a lo mejor tenías pensado utilizarlos para algo.

¡Cuánta consideración!

Manolo cogió el paquete de patatas fritas. Ella salió de la cocina tras él.

—Dame unas pocas, ¿no? —pidió cogiendo un puñado.

Antes de meterse otra vez en la cocina, echó un vistazo a la pequeña, que se entretenía con el teléfono móvil de plástico, regalo de Reyes. Era el único juguete que aún seguía entero. Se oía la musiquilla: ping, ping, ping, ping, cada vez que supuestamente alguien marcaba el número. Luego el riiiing, riiing hasta que Anebelén contestaba.

Manolo se había repantigado en el sofá, con los pies sobre la mesita de metacrilato, fumando, bebiendo cerveza y comiendo patatas. Miraba una película de chavales jóvenes en la tele. El sonido estaba tan alto que el coche de policías, con la sirena dando vueltas y aullando, parecía estar aparcado en la salita. Ese ruido se mezclaba con el de las ambulancias que, muy a menudo, pasaban por debajo de su bloque, camino del hospital. Escáner se mataba a ladrar a los dichosos vehículos vociferantes.

María, sentada a la mesa del comedor, hacía los deberes.

Entró en la cocina para continuar con la cena. Puso las alubias en la olla a presión y cinco rodajas de merluza a descongelar en el microondas. El microondas, todavía en peor estado que la lavadora, soltaba sus mugiditos, mientras la válvula de la olla giraba y silbaba. Pronto estuvieron las paredes y los armarios húmedos de vapor.

Mari Loli se fue a planchar. Instaló la tabla en el comedor, junto a la mesa. Llenó el depósito de la plancha con agua y conectó el aparato. Por encima de todos los ruidos de la casa, se alzó la voz de Telepatía Total, conjunto al que era aficionado el vecino del séptimo tercera:

 

Eres mi chica ideal, nunca vi nada igual.

Toda pellejo, ni un gramo de grasa.

Mucho gracejo y siempre de guasa.

En los labios, mermelada de frambuesa.

En los ojos, kilovatios de la Fecsa.

Eres mi chica ideal, nunca vi nada igual.

 

Las letras de sus merecumbés o cha-cha-chás eran muchísimo mejores, dónde vas a parar, se dijo Mari Loli. ¡Ay! ¡Cuántos días llevaba sin encerrarse en su habitación para bailar con su espejo de luna! No estaba de humor, claro.

De pronto, Manolo levantó la voz por encima de los niños, de los disparos, de los ladridos de Escáner, de los berridos de Telepatía Total y de los aullidos de la ambulancia que recorría su calle, para avisar:

—Este fin de semana no contéis conmigo. Tengo servicio.

Cuando estaban cenando, llamó Estrella para saber si el viernes por la noche Mari Loli iba a estar en casa.

 

 

Estrella era la mayor de los tres hermanos. Primero Estrella, que tenía treinta y ocho. Luego venía ella, Mari Loli, y entre las dos se llevaban sólo un año y pico. El tercero, Diego, el pequeño. ¡Uf, el pequeño...! Lo era porque había nacido el último y porque seguía siendo un irresponsable, y al paso que iba no dejaría de serlo, aunque cada año era algo más mayorcito: veintisiete había cumplido ya. Eso de la droga —el caballo como la llamaba él— le había fastidiado el carácter. Vaya, ¡y los brazos! O, a lo peor, por culpa de su carácter se enganchó, quién sabe. Diego nunca había tenido voluntad, siempre había sido muy blando, bastante haragán. En cambio, Estrella era lo contrario. Ésa había nacido con un temperamento animoso y desafiante que la llevaba a ponerse el mundo por montera. Aunque luego la vida, con sus zancadillas, había puesto mucho de su parte para que Estrella no pudiera desfallecer nunca y estuviera siempre dispuesta a luchar para salir adelante. La verdad, resultaba una mujer muy especial. Cortante como un cuchillo de cocina afiladísimo. Dura como una plancha. Independiente, independiente hasta decir basta, a veces parecía no necesitar a nadie para vivir. Tú no te puedes poner minifalda, ¿eh, Estrella?, porque irías enseñando los huevos, se burlaba Diego en cuanto se presentaba la menor ocasión; y sin ella también. Era más lista que el hambre. Entendía cualquier cosa a la primera. Además, como ponía mucha atención, se le quedaba sin esfuerzo en la cabeza. De modo que, a pesar de no haber estudiado muchísimo, sabía bastante de todo. ¡No iba a saber, si se pasaba los ratos libres leyendo...! Y también aprendía de las mujeres a las que les hacía la estética en La Peluquería. Sobre todo de la directora de
Mujer Diez
, esa que le regalaba la revista. Una pija simpática, que no paraba de contarle cosas. Claro que, por lo visto, ella también preguntaba mucho. En fin, que toda la fuerza de voluntad a repartir entre los hermanos se le fue a su madre en el primer parto. Estrella usaba la fuerza de voluntad para conseguir todo lo que se proponía. ¿Siempre sabes lo que quieres?, le preguntó Mari Loli, maravillada, una de las muchas veces que la vio actuar en plan demoledor, como un bulldozer. Ella le contestó que no, que a veces no lo sabía. Y añadió: Pero siempre sé lo que no quiero. Ahora mismo, por ejemplo, estaba liada con tantas y tantas historias que no le debía de alcanzar el tiempo ni para respirar. De diez a tres y media y de seis a ocho, cinco días a la semana, en La Peluquería, situada no muy lejos de Cadena Dos. Libraba el domingo y otro día que no era fijo. En La Peluquería trabajaba de estetisién.

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