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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (25 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Ya veo, ya.

—Tercer paso: se harta. Eso ocurre casi de inmediato porque como no anda buscando establecer vínculos afectivos (da igual que pudieran ser sentimentales, amistosos o simplemente sexuales), como no le interesa el conocimiento de su víctima, en cuanto ha hecho la muesca en el Colt, tiene prisa por largarse. Entonces se transforma en un tipo frío y vulgar, que, para mayor agravio de quien le ha regalado un rato de su cuerpo, se dedica a difamar a sus amantes.

Olga dejó su taza sobre la mesa y recitó:

 

—
Sevilla a voces me llama

el Burlador, y el mayor

gusto que en mí puede haber

es burlar una mujer

y dejalla sin honor.

 

—
Don Juan, el Burlador de Sevilla. Tienes razón. Carlos es un donjuán. ¿Crees que es un psicópata? Quiero decir Carlos.

—¿Por qué? —preguntó Olga, extrañada.

—Sé que se han hecho estudios sobre la personalidad de esos seductores tan abundantes en literatura: Zorrilla, Byron, Molière...

—Y en música, acuérdate de
Don Giovanni
de Mozart y da Ponte, por ejemplo...

—... incluso nuestro venerado Homero convirtió a un psicópata en protagonista de su obra.

—¿Ulises, un psicópata? No se me había ocurrido pensarlo.

—Pues yo creo que sí lo era. Fíjate, tiene todas las marcas: incapaz de amar, incapaz de relaciones significativas, ausencia de miedo o de ansiedad, irresponsabilidad, insinceridad, ausencia de sentido de culpa. Venga a dar vueltas por el Mediterráneo, cepillándose a cuanta señora se le ponía por delante, mientras la suya tejía y destejía como una perfecta idiota. ¿Recuerdas el episodio de Circe? Ulises entra en su palacio habiendo tomado el antídoto que le ha dado Hermes para que no sucumba a los hechizos de ella. Cuando Circe se le acerca para tocarlo con su varita mágica, saca Ulises su espada (no consta si otra cosa también) y obliga a la radical feminista Circe a devolver su forma humana a aquellos
male chauvinist pigs
. Circe se queda prendada del apuesto extranjero y se le entrega. Ulises, que no desaprovecha esas ocasiones porque tiene a Penélope con la pata quebrada, se pasa un año entero dedicado a la jodienda enloquecida de la que salen dos hijos que le deja a la maga cuando la nostalgia de Penélope —una santa, esa mujer— se le hace más acuciante y decide cambiar de... señora, por ponerlo fino.

Olga se reía. Al final pudo hablar:

—No me parece que Carlos sea un psicópata. Sí tiene relaciones significativas. La de Teresa lo es; llevan conviviendo un montón de años. Además, Carlos es un tipo ansioso...

—Cierto.

—Y no ha tenido problemas con ninguna droga...

—Excepto con el alcohol.

—El alcohol lo utiliza como ansiolítico. No se ha pasado la vida viviendo en ciudades distintas, no ha tenido problemas con la ley... No creo que todos los donjuanes sean psicópatas.

—No, quizás no. Bueno, volviendo a Carlos y la forma como mancilla el honor de sus seducidas, te podría recitar una larga lista de comentarios destructivos. Como ejemplo te regalo el último: tiene unas tetas estupendas, pero folla fatal.

—¡Menuda desfachatez!

—Ya te lo he dicho: mezquino, chismoso, desleal... y tóxico.

—¡Qué encanto de hombre!

—Sí, pero verás cómo algún día el bumerán le da en las narices. Quiero decir que quien siembra vientos recoge tempestades. Afortunadamente, Teresa es una mujer muy fría, con lo cual sólo se ha convertido en una depresiva crónica. ¡Imagina qué hubiera ocurrido si llega a ser una persona emotiva! Se hubiera tirado por la ventana, creo yo. —Y terminó, riendo—: Bueno, en lugar de tirarse por la ventana, se tiró a un camarero...

—¡Ay, Susana, cómo eres!

—... que es muchísimo mejor. Aunque, si la hubiera cogido por banda Estrella, mi manicura, le hubiera pegado un buen rapapolvo.

—¿Tu manicura? ¿Qué pinta ella en esta historia?

—En la historia, nada. Pero tiene ideas muy claras con respecto a los hombres y las relaciones con ellos.

—¿Y te las cuenta?

—¡¿Cómo que si me las cuenta?! Estaría dispuesta a someterla a un tercer grado con tal de oírle esas opiniones tan agudas y, a menudo, atinadas. Además, Estrella me interesa un montón. Representa al público objetivo (el
target
, que dicen los bobos de marketing) de
Mujer Diez
. ¡No sabes la de veces que, mientras me arregla las manos o me depila, su charla me ha dado ideas para algún número de la revista!

—Bueno, ¿qué habría dicho Estrella?

—Que la condición imprescindible de un amante es que sea un hombre casado. Ella siempre los busca así, ¿sabes? La peluquería es una mina en ese sentido. Dice que los casados no te obligan a comprometerte. Un kiki...

—¿Un qué?

—Cielo, tú vives en otro mundo, por lo que se ve. Un polvo, un clavo, un yuyu... Bueno, eso: un polvo de vez en cuando, y listos. No hay que aguantarles los partidos en la tele o plancharles las camisas o educarles a los mocosos, que para eso están sus legales.

—¡Menudas teorías tiene tu manicura, hija! Parece una copia de Simone de Beauvoir.

—Desde luego, lo del segundo sexo lo tiene clarísimo. Creo que pasó por una experiencia muy desagradable o dolorosa de joven.

—De todas formas, la teoría de tu manicura tiene sus fisuras porque ¿y si se enamora ella? ¿Entonces qué ocurre?

 

 

Olga pensó que si trabajase permanentemente en la sala del microscopio electrónico no podría guardar nunca la ropa de invierno en el altillo del armario. ¡Qué horror! ¿Cómo podía Mariano pasar tantas horas en aquella cámara frigorífica y seguir vivo? Desde luego, entendía perfectamente sus eternos jerseys incluso en verano, pero, de todas formas, deberían pagarle un plus de peligrosidad, pensó abrazándose a ella misma para entrar en calor y apoyándose ligeramente en la silla de Mariano.

Mariano realizó los primeros barridos de la muestra de sedimentos con los que Álex había acudido a la reunión.

—¿Puedo preguntarte qué pretendes estudiando estos sedimentos, Olga? Ya sé que a Álex su estudio le permitirá conocer las condiciones ambientales en el momento de su formación, pero ¿y a ti?

—A mí, me interesa saber qué organismos se encuentran allí donde penetra el arte de pesca.

Cada vez que Mariano disminuía la velocidad del barrido, la imagen se apreciaba con mayor resolución.

—Es una cocolitoforal —dijo Olga cuando la imagen resultó clara.

—¡Ahí! —advirtió Álex, señalando un fragmento del organismo —. Es un cocolito, ¿no?

—¿Quieres ampliarlo, por favor?

Mariano movió los mandos del microscopio y seleccionó el fragmento indicado por Olga.

—Efectivamente, es un cocolito.

Alguien llamó a la puerta y, sin esperar la respuesta, entró. Olga, inclinada sobre la pantalla, percibió el movimiento de Álex al darse la vuelta para comprobar de quién se trataba. Más interesada en el puente del cocolito, ella no se movió. Un puente muy grueso. Quizás a través de esa característica podría determinar no sólo el género sino también la especie de la cocolitoforal.

—Hola a todos.

Álex y Mariano respondieron al saludo. Olga no pudo. Descubrió, con sorpresa horrorizada, que no podía sacar ni un sonido de su garganta. Su corazón tuvo un sobresalto y pareció detenerse. Sus piernas se doblaron. Se vio obligada a apoyarse en la mesa. Siguió con la vista fija en la pantalla, como si el cocolito absorbiera su atención por completo, aunque había dejado de verlo. Sólo percibía un fogonazo luminoso que la deslumbraba: el de la voz de Jorge.

Sentía una tormenta violentísima desencadenándose en su interior. Era tal el torrente que le resultaba difícil deslindar unas emociones de otras, aunque las notaba, moviéndose como centellas, disparando mil reacciones en cadena. A la misma velocidad, aparecían y desaparecían sus pensamientos. Sentía miedo. ¡Miedo! Menuda bobada. ¿Por qué temía a Jorge? No. No temía a Jorge, sino la posibilidad de encontrarse a un Jorge distinto al de la última noche en el barco. Pero, aún más, la asustaba la posibilidad de que las emociones de él siguieran siendo las mismas. Y, por encima de todo, estaba aterrorizada, ahora que había ido hasta el instituto sin avisar, de perderlo de nuevo, de no saber qué debía hacer. Y experimentaba, a la vez, una alegría infantil, mezcla de vitalidad e inocencia. ¿Será cierto que está aquí, en la sala del microscopio electrónico?, se preguntaba. Esa sensación de irrealidad cuando se cumple algo deseado durante largo tiempo. Si no hubiera estado bloqueada por el miedo, hubiera aplaudido, saltado, aullado de felicidad. Seguro que, si en ese instante le hubieran clavado un alfiler, no se hubiera dado cuenta. Claro que, admitió a regañadientes, también empezaba a notar la culpa creciendo dentro de ella. Como una serpiente, se enroscaba en su interior. ¡Había que ver el poco control que tenía sobre sus emociones! Se disparaban y la avasallaban sin pedir permiso, sin que pudiera cuestionarlas, decidirlas, modificarlas. No podía engañarse a sí misma negándose lo que estaba ocurriendo y que, en definitiva, era la confirmación de lo sentido de modo intermitente desde el desembarco.

Mientras permanecía inmóvil empapándose con la lluvia de sensaciones, Jorge se colocó junto a ella para examinar, también, la pantalla. Su proximidad resultó aún peor. El deseo físico se sumó a las demás emociones. Su cuerpo se abrió como una azalea roja.

Monegal, dile algo. Di, hola, por lo menos. No hace falta aplaudir, saltar o aullar; sólo con saludarlo y sonreírle es suficiente para demostrarle que estás contenta de verlo. Sintió su lengua, gruesa y torpe, pegada a la bóveda de su paladar, incapaz de moverse. Pues, por lo menos, date la vuelta, haz algún gesto de reconocimiento. Eso: darse la vuelta y buscarle los ojos y comprobar si todavía quedaban indicios de afecto en su mirada líquida. Tenía que saberlo. Giró la cabeza noventa grados:

—Hola, Jorge.

—Hola, Olga —repuso él sin mirarla, sólo atento a la pantalla. Y, luego, en el mismo tono neutro añadió—: ¿Me contáis qué estáis haciendo?

Álex contestó, mientras Olga chapoteaba en el barro. ¿Cómo podía saber qué quedaba en sus ojos si ni siquiera la había mirado? ¡Y qué guapísimo estaba con su cazadora de ante!

—Verás, puesto que mi grupo pretende estudiar el efecto de la contaminación industrial sobre el sedimento marino en los últimos cien años, hemos datado las muestras recogidas durante la campaña para comprobar si corresponden al período que nos interesa. Luego analizaremos las sustancias que contienen y que son susceptibles de provocar contaminación. Eso que ves en la pantalla es parte del sedimento: un cocolito.

—¿Y qué es un cocolito?

Olga se había vuelto hacia la pantalla. El barrizal formado por sus emociones le impedía mantener el equilibrio sentimental. Tratando de controlar el temblor de su voz, se lo explicó:

—Un cocolito es una pieza calcificada que forma parte del esqueleto periférico de las cocolitoforales.

La voz de Jorge pasó con la misma modulación neutra por encima de su cabeza:

—Bien, ¿y qué son las cocolitoforales?

—Son algas unicelulares.

Como un organismo unicelular, así se sentía ella con la indiferencia de él.

—Será un cocolito, pero parece una figura de calidoscopio —dijo.

El pecho de él estaba tan cerca de su espalda que Olga podía notar el calor que desprendía y, sin embargo, era otra vez consciente de la temperatura de la sala y volvía a tener frío. Su cuerpo se había contraído y puesto rígido.

Álex siguió contando:

—Estudiar la cantidad y las especies de cocolitoforales de una muestra de sedimentos nos permite relacionarlo con las condiciones ambientales.

La puerta de la sala se abrió de sopetón y entró Cloe, preguntando con voz gritona:

—Silvia quiere saber si pensáis comer. ¿No habíamos quedado que íbamos todos a...?

Su pregunta fue interrumpida por la exclamación de Jorge.

—¡Vaya, Cloe! ¡Qué sorpresa!

—La sorpresa es mía —rió ella—. Yo trabajo en este instituto, ¿sabes? En cambio, tú... No sabía que habías venido.

—Bueno, no lo había anunciado. O, para ser exacto, se lo había dicho a Álex.

—Yo sí sabía que aparecería por aquí. Le había contado que teníamos reunión. Pero creo que Olga no sabía nada, ¿no? —dijo Álex mirándola.

Olga negó con la cabeza. No.

—¿Te vienes a comer con nosotros? —preguntó Cloe.

—Pues... estaré encantado, suponiendo que no moleste —dijo Jorge paseando los ojos por todo el grupo, sin detenerse en nadie en concreto.

¡Monegal, di algo, que el comentario va por ti! No seas idiota, no pierdas tiempo. Luego lo lamentarás...

Olga se mordió el labio. Abrió una carpeta y examinó con atención los papeles de su interior.

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