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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (41 page)

BOOK: Aníbal
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8
Barca

L
os años de paz trajeron bienestar, expansión del comercio, tranquilidad a la situación de Libia y Numidia. Y un paulatino resurgimiento de la influencia de Hannón. Para la situación mundial carecía de importancia que en esa época de prosperidad las diferencias entre bárcidas y «Viejos» fueran cada vez más insignificantes. La desconfianza de Hannón hacia los «aventureros» bárcidas de Iberia ya no era compartida por los otros miembros de Consejo, desde que Amílcar conquistó las Montañas Negras, al norte del Baits, y empezó a explotar nuevas minas que producían entre cuatro y cinco talentos de plata pura al día. El quinto año después del final de la Guerra Libia, Iberia envió a Kart-Hadtha casi seiscientos talentos de plata, además de cobre, madera, pieles y piedras preciosas. Las regiones conquistadas se convirtieron en un gran mercado para los productos púnicos, y los bárcidas se autoabastecían, mantenían a su ejército y a la propia administración.

Bostar defendía e incrementaba las propiedades del banco; Antígono viajaba mucho, estableciendo sociedades y buscando, y encontrando, nuevos productos y mercados. Aquel quinto año después de la Guerra de Libia, octavo desde el final de la Guerra Romana, el heleno viajó con una caravana hacia el Gyr y volvió a Kart-Hadtha trayendo marfil, huevos de avestruz y cincuenta elefantes de las estepas semiadiestrados; pero no encontró ni rastro de Tsuniro y Aristón. Ese mismo año, el tercer Ptolomeo perdió la antigua ciudad de Damasco y los campos circundantes, que pasaron a poder de Seleuco Calínico. El imperio seléucida, incluidas Persia y Bactriana, continuaba sumido en aquella guerra fratricida. Antígono dejó para más adelante un viaje por tierra a la India. En su lugar, visitó la Hélade, sin perderse en el caos de la guerra entre Macedonia y diversas ligas de ciudades helenas. Lamentablemente —para Antígono— los romanos habían conseguido salir airosos de una incursión celta por el norte de Italia, que ya duraba dos años. De la Hélade viajó en barco a Brundusium, y de allí por tierra hasta Roma; encontró la ciudad desierta, pasó dos noches bebiendo con comerciantes púnicos de Iberia cuya segunda intención era reunir información para Amílcar, y regresó a Kart-Hadtha.

El año siguiente acompañó a Memnón a Alejandría. Allí puso a Memnón bajo la vigilancia dulce y generosa de interpretar de Aristarco. El hijo de Isis tenía catorce años y quería ser médico. Las academias de Alejandría eran las mejores, y tenían las mejores posibilidades de investigación; Ptolomeo ponía a disposición de éstas los condenados a muerte. Antígono no quiso conocer ningún detalle, se separó con dolor de su hijo y viajó Nilo arriba, pasando por Tebas. En casa de una traficante de esclavos cushita encontró una antiquísima tabla de barro, sobre la cual un capitán llamado Yehaumilk hablaba en fenicio de sus preparativos para un viaje hacia Punt. Antígono pasó siete agotadoras noches sobre el mullido lecho de alfombras de la cushita. Era una mujer negra y sensual, pero en lugar de borrar de la memoria del heleno los recuerdos de Tsuniro, los potenció hasta lo insoportable. En la mañana del octavo día Antígono se ajustó al cinto la espada que hubiera debido llevar Aristón y partió a través del desierto con una caravana de asnos que se dirigía hacia el oeste. Tampoco esta vez encontró rastros de Tsuniro y Aristón en las ciudades y aldeas de las orillas del Gyr, ni en las estepas y bosques.

La primavera siguiente, diez años después del fin de la Guerra Romana, Antígono hizo una visita a Naravas y Salambua, cabalgó a través de las montañas, hasta Igilgili, y de allí viajó por mar a la aldea de artesanos de Mastia. La bahía en forma de hoz introducía sus dos cabos en el mar. Frente al extremo sur, todavía dentro de la bahía y a menos de una milla de la orilla, se levantaba una gran isla. Antígono pensó en Gadir, en la ciudad sarda de Sulqy, en la perdida Motye siciliana y en tantas otras ciudades insulares púnicas, y se preguntó si Asdrúbal o Amílcar ya habrían pensado a fondo sobre cuál sería la futura capital de Iberia.

Antígono llegó al campamento militar de Amílcar en las cercanías de Baitstulo —llamada Bastulo—, a orillas del cauce alto del Baits, casi al mismo tiempo que una embajada del Senado romano. Massalia, aliada de Roma, poseía emporios en la costa nororiental de Iberia, y estaba preocupada por la seguridad de esos centros comerciales. Amílcar tranquilizó a los senadores: no tenía ninguna intención de molestar a los aliados de Roma, ni a sus puertos; deseaba paz, comercio y progreso; sus empresas en Iberia estaban tan alejadas de Roma y de la misma Massalia que no podían representar una amenaza; su único objetivo era conquistar territorios que sustituyeran a los que Kart-Hadtha había perdido durante y después de la guerra, y que la ciudad pudiera pagar a Roma en el transcurso de ese año la décima y última parte de la indemnización de guerra.

Había muchas personas y cosas que Antígono no pudo ver. Asdrúbal el Bello se había casado con la hija de un príncipe ibérico y se encontraba en el pueblo de ésta, dedicado a asegurar las conquistas mediante la política. Aníbal estaba muy lejos, en el Oeste; el muchacho de dieciséis años arremetía con la caballería contra los lusitanos, que habían sitiado la antigua ciudad púnica de Olont. Asdrúbal, que entre tanto había cumplido catorce años, estaba en Gadir, con Sosilos, afanándose entre los archivos. Magón, de doce años y, según Amílcar, «demasiado joven, demasiado arrogante», servía como simple ordenanza y futuro hoplita en una tropa de coraceros libios emplazada cerca de Karduba.

El año siguiente Antígono se ganó un nuevo apodo, «el más libio de todos los helenos púnicos», debido a que realizó un nuevo viaje hasta muy al sur, cruzando el Gyr e internándose en las regiones donde vivían aquellas criaturas peludas similares a los seres humanos, a las que, hacia dos siglos y medio, Hannón el Marino había llamado gorilas. Pero tampoco esta vez pudo Antígono encontrar a Tsuniro y Aristón.

En invierno circularon detalles sobre la guerra entre el soberano seléucida y los partos; por otra parte, mercaderes púnicos y helenos trajeron noticias de Iliria. Cada día que pasaba aumentaba la posibilidad de un conflicto armado entre el imperio del rey Teuto y Roma. El mar estaba infestado de piratas ilirios, y el Senado había enviado una embajada con enérgicas exigencias. Mientras tanto, el rey macedonio Demetrio llevaba dos guerras al mismo tiempo: contra ligas de ciudades helenas, al sur, y contra los dárdanos, al norte. En Kart-Hadtha, la ciudad más grande, hermosa y rica de la Oikumene, los púnicos disfrutaban de un invierno suave, y de la paz.

La duodécima primavera después del final de la Guerra Púnico—Romana se reabrieron en Roma las puertas del templo de Jano. Un emisario fue asesinado durante su viaje de regreso a Iliria; Roma declaró la guerra al rey Teuto.

Antígono pertrechó mejor el nuevo y más cómodo
Alas del Céfiro
, y subió a bordo. Mastanábal y un nuevo piloto de tan sólo dieciocho años, Bomílcar, hijo de Bostar, tomaron rumbo a Mastia. Antígono quería hacer una visita a Amílcar y a sus hijos. Llegó justo a tiempo para ver morir al gran estratega.

Asdrúbal el Bello señaló un punto en el mapa.

—Más o menos aquí, entre los oretanos y los vetones. Los oretanos son dudosos aliados, los vetones, enemigos declarados. Los vetones son buenos jinetes y soldados, nómadas. Han atacado varias veces las aldeas oretanas, y si no queremos perder nuestra imagen tenemos que proteger a nuestros aliados.

Antígono intentó por enésima vez grabarse en el cerebro la confusa estructura de Iberia. Al norte de Karduba, casi paralelas al gran río Baits, las Montañas Negras, con sus bosques y minas de plata, se extendían de este a oeste. Una gran porción del terreno escabroso que empezaba al norte de las montañas pertenecía a la región de los oretanos, la cual se extendía hacia el sureste, casi hasta la costa cercana al país de los contestanos, donde se encontraba Mastia. Al noroeste estaban los vetones, desde este lado del Taggo hasta más allá del Dourios. Ríos, bosques, llanuras, mesetas, sierras escarpadas, desfiladeros abruptos; Antígono intentaba imaginar cómo se haría la guerra en el corazón de Iberia.

Asdrúbal se frotó los ojos.

—Hay tanto por hacer… —dijo en voz muy baja—. Incluso sin contar estas absurdas escaramuzas en el norte.

Antígono desvió los ojos del mapa y examinó el rostro descolorido del púnico, que, sentado allí, parecía un enano semioculto tras los rollos, pilas y torres de papiro que se amontonaban sobre la mesa.

—Deberías darte un descanso.

Asdrúbal arrugó la frente, se metió el labio superior entre los dientes y paseó la mirada de una montaña de papiro a otra.

—¿Descanso? Me parece haber oído esa palabra alguna vez. ¿Qué es? ¿Se puede comer? ¿Muerde cuando uno lo abraza? ¿O qué?

—Te tortura cuando no le haces caso, y te acaricia cuando le prestas atención.

—Interesante animal. Suena bien. —Asdrúbal bostezó, se levantó de la silla y se estiró—. Quizá tengas razón; no obstante: hay demasiadas cosas.

—¿No tienes ayudantes?

—Sí, pero no los suficientes. Y ninguno lo bastante bueno desde que Asdrúbal Barca volvió donde Amílcar. Era realmente bueno. Y el tercer buen Asdrúbal es un hombre encargado del abastecimiento, muy bueno; ahora está reclutando nuevos soldados de entre los libios y gatúlicos. —El púnico cerró los ojos un momento—. Veinte años de paz, veinte años de fecunda administración y proyectos, dirigidos por los tres Asdrúbal, y esta Iberia sería un paraíso. Ven, te mostraré algo.

Las murallas protegían una zona de tres mil veces dos mil pasos, en la ribera norte del Baits. Las tiendas y cabañas de madera de unos años atrás habían desaparecido; Karduba se había convertido en una ciudad. Como líneas sobre un tablero de ajedrez, calles empedradas corrían de este a oeste y de sur a norte. Cerca del pequeño puerto fluvial se había empezado a construir un puente de piedra sobre el río ancho y sereno. En los blanqueados edificios de piedra y ladrillo vivían y trabajaban casi diez mil personas, y algunos miles más en las aldeas de los alrededores, que parecían suburbios. Los cuarteles podían alojar a más de veinte mil soldados, con sus armas, pertrechos, provisiones y animales. Había pozos de agua y cisternas. Canales de riego surcaban los sembrados y huertos que se extendían fuera de la ciudad. La carretera de piedra que algún día uniría Karduba con Ispali y Gadir comenzaba en la ribera sur, en la cabeza del puente aún sin terminar. La colosal obra era un hervidero de gente. Obreros, esclavos y prisioneros de guerra ibéricos hacían equilibrios sobre los andamios. Barcas planas traían de una cantera cercana al río, al este de la ciudad, piedras talladas según las especificaciones de los arquitectos. En ese momento, hombres sudorosos y semidesnudos guindaban un bloque de piedra de uno de los barcos. Antígono observó que casi no tenían marcas en la espalda; al parecer, los capataces se ahorraban muchos latigazos.

Regresaron a la orilla trepando sobre una maraña de estacas, poleas, cuerdas y herramientas. Asdrúbal intercambió unas cuantas palabras con un egipcio que quería reforzar el zócalo de un pilar.

—Kart Eya, Ispali, Kart Juba; mi tercera ciudad —dijo el púnico mientras cruzaban la Puerta Este, de camino a los cuarteles. Sonrió—. En realidad yo no quería ser constructor de ciudades, pero lo que tiene que ser… Por lo demás, espero que esta no sea la última. Necesitamos una capital fija.

Antígono observaba al grupo de honderos que, a unos cien pasos de allí, derribaba vasijas colocadas sobre un andamio de madera.

—También necesitáis buenos alfareros, calculo.

—¿Qué? Ah, eso, sí. Eso también.

—¿Has pensado ya dónde te gustaría establecer la capital?

—Entre nosotros… sí —dijo a media voz—. Mastia seria un sueño, con la gran bahía, los fértiles campos del interior, la isla, donde no seria muy difícil construir una fortaleza. Además de los artesanos y comerciantes de tu aldea, Tigo. Pero aún no hemos llegado tan lejos. Hemos colonizado las regiones del norte y el oeste de las columnas de Melkart; hemos construido fortalezas y las primeras carreteras, y tenemos pueblos aliados de confianza. Pero entre estas regiones y Mastia quedan muchas zonas hostiles. Ahora tu viejo amigo Mandunis es el rey de los contestanos, y seguramente no se opondría a que ampliáramos Mastia. Por cierto, gracias por eso. Me temo que es otro de tus regalos, lo hayas pensado así o no.

Antígono sonrió.

—No hay motivo para dar las gracias; a Mandunis lo traté bien por puro interés personal. Como sea, no tiene ningún objetivo construir una capital en la costa oriental cuando sólo está colonizado el oeste.

Entraron en un edificio de tres pisos que se levantaba junto a los límites de la «fortaleza», como Asdrúbal llamaba al acantonamiento de las tropas.

—Mi segundo cuartel —dijo el púnico—. Aquí los hilos de la guerra se entretejen con los de la exploración.

En la planta baja trabajaban dos docenas de escribas; las habitaciones estaban repletas de estantes y rollos.

—Cuestiones del aprovisionamiento, sobre todo. Ven, subamos. —Asdrúbal hizo subir a Antígono por la amplia escalera. Al llegar a la primera planta, dio unos golpes con la mano abierta a la puerta revestida de hierro.

Un púnico abrió. Asdrúbal lo saludó con una inclinación de cabeza y guió a Antígono a través de tres habitaciones en las que trabajaban más escribas, todos ellos púnicos, que apenas si levantaron la vista de sus rollos. La cuarta habitación estaba separada de las otras tres por una pesada puerta de madera. Dentro de ella había estanterías rebosantes de rollos, tres mesas donde se amontonaban montañas de papiro, una amplia cama de cuero y varias sillas de tijera. Asdrúbal sacó de un pequeño armario dos jarras —agua y vino— y dos sencillos vasos de cuero.

—Aquí están las cosas más importantes —dijo el púnico mientras se sentaban a una de las mesas.

Antígono bebió un traguito de su vaso.

—¿Por eso los púnicos?

Asdrúbal juntó las manos en la nuca y se reclinó contra el respaldo de la silla.

—Sí. No sé cuántos de ellos son gente de Hannón. A pesar de todo, ya sabes que no se puede confiar en nadie, pero siempre será mejor que un espía púnico meta los dedos de Hannón en mis asuntos a que… —Calló.

Antígono se levantó y caminó hacia la ventana, protegida por una reja de hierro empotrada en la pared. El rugido que había escuchado procedía de un instructor militar; en la gran plaza, dos compañías luchaban con espadas de madera y escudos revestidos en cuero. Un grupo de hombres observaba el combate desde los talleres del otro lado de la plaza.

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