Antíoco dio por terminada la guerra y se retiró de la Hélade. En lugar de salir en persecución de los romanos o autorizar por fin el desembarco de Aníbal en Italia, se enfrascó en pequeñas guerritas contra Pérgamo y Rodas. Nombró a Aníbal almirante; el maestro de la guerra en tierra tenía ahora que dirigir a la flota contra la potencia marítima más fuerte del Este de la Oikumene, Rodas. Sin embargo, Aníbal no estaba solo; él estaba al mando de una de las alas de la flota seléucida, y ganó su parte del combate. La otra ala, capitaneada por el protegido de Antíoco, Apolonio, fue hecha trizas y arrastró a la derrota a la parte victoriosa de la flota.
Un año después de la batalla de Tesalia, los romanos, comandados por Lucio Cornelio Escipión, asesorado por su hermano Publio, marcharon hacia Asia, tal como Aníbal había esperado y predicho. Antíoco, que entretanto había empezado a desconfiar de Thoas, no estaba dispuesto a entregar el mando de sus tropas al púnico; quería ganar renombre y grandeza, y quería hacerlo él solo.
El día anterior a la batalla, cuando la gigantesca masa de tropas marchó frente a su soberano, Antíoco se mostró entusiasmado por los yelmos dorados y penachos ondulantes de los catafractas, los petos adornados de oro de los soldados de a pie, las piedras preciosas engastadas en los pomos de las espadas de los oficiales, y dijo:
—¿No crees que los romanos tendrán suficiente con esto?
—Son terriblemente ávidos de botín —dijo Aníbal—, pero esto será suficiente incluso para ellos.
Dos horas después del inicio de la batalla, Aníbal se marchó al galope. Tras él quedó el gigantesco ejército del gigantesco imperio, derrotado por cinco legiones y unos cuantos miles de aliados procedentes de Pérgamo. En el puerto de Megiste el púnico recibió un mensaje del rey. Por lo menos una vez mostró Antíoco poseer una especie de grandeza. Hizo saber a su desestimado pero honrado huésped que Roma había exigido su extradición.
Aníbal pasó un breve período en Gortyn, Creta, donde se defendió contra la codicia de los cretenses guardando su dinero en deterioradas vasijas que dejó en el patio de su casa, mientras los gortinos dirigían su atención a las preciosas ánforas que —llenas con plomo— el púnico había confiado al templo para que las guardaran en un lugar seguro.
Fui a visitarlo allí, en un puerto sin nombre, en un triste día de otoño. Lo encontré por casualidad; su barco, un pequeño velero rápido, estaba listo para zarpar. Vasijas deterioradas fueron subidas a bordo, cretenses que haraganeaban por el puerto rieron al ver aquello. La taberna portuaria apestaba a caldo de ajo.
—¿Y ahora? —le pregunté cuando ya nos habíamos dicho todo lo que teníamos que decirnos.
Aníbal levantó el vaso, lleno por cuarta vez.
—El mundo se ha hecho pequeño, Tigo. Ahora que también Publio Cornelio opina que no habrá paz mientras yo me encuentre en libertad…
—¿Adónde puedes ir? Kart-Hadtha te entregaría; hasta han entregado unos cuantos barcos de guerra a los romanos, contra Antíoco. Iberia es romana, Macedonia te entregaría, lo mismo la Hélade. ¿Egipto? Egipto te entregaría apenas se lo pidieran los romanos. El imperio de Antíoco está cerrado. Ni siquiera puedes viajar a la India; tendrías que pasar por regiones seléucidas, donde no tardarían en apresarte.
Se encogió de hombros.
—El Ponto Euxino. Ya sabes que necesito el agua y la sal.
—Lo sé, igual que yo.
Llevó la mano a la empuñadura de su espada britana.
—Al final siempre quedará eso. Es mejor que reventar en un sótano romano como Sifax.
Su barco se dirigió hacia Armenia, donde el rey Artaxias, quien también era gobernador de Antíoco, estaba construyendo una ciudad. Pero el año siguiente Roma y Antíoco firmaron la paz; el seléucida entregó su flota y pagó quince mil talentos. Además, se comprometió a entregar a Aníbal apenas el púnico pisara suelo seléucida. Aníbal tuvo que huir de la Armenia seléucida; las ciudades del norte del Ponto Euxino, que pertenecían a Bizancio, Macedonia u otros amigos de Roma, le bloqueaban el paso hacia las estepas escitas. Satrapías seléucidas le impedían dirigirse hacia este, hacia la India o aún más lejos. En el sur se extendían otras provincias seléucidas, además de Capadocia y Pérgamo, aliadas de Roma. Sólo le quedaba Bitinia, sólo el rey Prusias, quien finalmente lo envió en unas barcas apolilladas contra la flota de Pérgamo. Tras la sorprendente victoria, Aníbal marchó hacia el interior, examinó las plazas fuertes fronterizas, atrajo hacia una emboscada a un pequeño ejército del soberano de Pérgamo, Eumenes, y lo aniquiló. Los proyectos, los proyectos nuevamente atrevidos y siempre realizables… Pero Prusias quería la gloria para él mismo; depuso a Aníbal como comandante del ejército, lo envió a una bonita casa a orillas del mar en Lybissa, entre Nicomedea y Karjedón, y condujo él solo sus tropas a la derrota. Poco tiempo después llegó Tito Quinto Flaminio, y el más grande estratega, que ya no pudo escapar de ese cerco, besó por última vez a Elisa.
Oh Aristófanes, aquí tienes el final que querías. ¿No crees tú también que uno de tus historiadores lo hubiera hilado mejor, engarzado con más belleza, tejido con mayor solemnidad, escrito de forma más majestuosa? ¿Con arengas altisonantes, señor de la gran biblioteca; con espadas de fuego, elefantes dando coces, catafractas diarréticas? ¿Con un héroe resplandeciente que, doce años después de su huida de Kart-Hadtha, abrazara a la amada de cristal y, en la noche preñada de leones o bajo los dedos de rosa de Eos, dejara salir palabras aladas de su pecho palpitante? ¿Rodeado por la espuma de reyes ingratos, berreantes romanos, yermos bramidos?
Pero yo no quiero echar espuma por la boca ni sentirme airado. Cuando cumplí ochenta años, hace ya mucho tiempo, me puse en paz con los dioses, que nunca han existido. Envié al templo levantado al antiguo Amón en el oasis la espada mellada de Memnón, rota en tres partes. Ya no más rencillas con la mejor parte del cosmos, la real; también quiero hacer las paces con los hombres, que no existirán jamás. La otra espada…
El sol se pone, la luna llena ya se arrastra por el cielo como una mala comparación. Jugaremos con ella, Bomílcar y el
Alas del Céfiro
y la tripulación y yo; todos jugaremos. El mensajero de Aristófanes de Bizancio está esperando el último rollo; dice que mañana se celebrará una fiesta en la biblioteca, una fiesta de despedida para Antígono Karjedonio. Los hijos, nietos y nietas de Memnón y Qalaby, muerta prematuramente, me aguardan en el puerto del lago Mareotis. Ah, Qalaby, si aún estuvieras allí.
Corina apagará los candiles y abandonará la casa junto con el mensajero de la biblioteca. Los campos de Eleusis. Sus cien talentos, trescientos sesenta mil dracmas según el cómputo ptolomeico, la esperan en el Banco Real; he oído que la vida en Alejandría se ha encarecido mucho. Para vivir medianamente bien hace falta un dracma y medio al día. Corina, vivirás medianamente bien, pero no llores, escribe.
Ella apagará los candiles cuando la última palabra haya sido escrita. La licencia que hay que solicitar en Egipto hasta para respirar, la autorización para navegar con el
Alas
a través de los canales que conducen al Nilo y luego subir por éste hasta la primera catarata; también eso está concedido. El
Alas
está anclado en el puerto interior; será una buena travesía, con viento del noroeste que hinche la vela, con luna llena que tapice tierra y agua con escarcha de lágrimas. Y con la pobre alegría de un viejo comerciante que elude honores superfluos y dolorosas despedidas.
La espada de Ylán, forjada entre las Piedras Danzantes, en Britania: la espada de Aníbal, que debo entregar a alguien capaz de empuñarla. Bomílcar y Corina estuvieron de acuerdo tras largas vacilaciones y me ayudaron. Arrojaré al Nilo los cinco trozos de la espada; mañana.
N
ota del traductor:
El criterio lingüístico seguido por el autor se basa en respetar los términos —y en particular los topónimos— griegos, latinos y cartagineses. Esto no siempre es posible. Por motivos evidentes, es imposible reflejar en la traducción castellana el esfuerzo del autor por evitar poner en boca de griegos y cartagineses palabras de origen latino. Dado que se desconocen algunos nombres y topónimos cartagineses, el autor ha optado por poner en su lugar, donde ha sido posible, palabras de origen griego (p. ej., Agora), o variaciones de las mismas; he seguido este mismo criterio en la traducción.
En general, he reemplazado los nombres propios utilizados por el autor por las formas empleadas con más frecuencia en castellano, pero intentando, cuando era oportuno y en la medida de lo posible, rehuir a las formas más latinizadas y/o castellanizadas.
El asterisco que precede a algunos de los siguientes topónimos indica que se trata de nombres que el autor ha tenido que vocalizar o, por motivos evidentes, inventar.
Aníbal
: (lat.), pún. Khenu Baal (Hnb'l) «Gracia de Baal», gr. Hannibas. A diferencia de Alejandro, Gengis Khan, Napoleón, etc. (pienso que tan pronto el hechizo deja paso a la fría observación de sus actos, todos estos personajes, más allá del sangriento absurdo de sus explicaciones de conquista, se corresponden con un arquetipo negativo cuyo más terrible rostro es el de Hitler), el cartaginés continúa ejerciendo una fuerte fascinación en nuestros días. Como los autores de la Antigüedad escribían, casi sin excepción, historias de guerras, no poseemos muchos datos sobre lo que quizá sea la parte más emocionante de la vida de Aníbal: su carrera «civil», dedicada a las reformas económicas, modificaciones constitucionales, democratización. No obstante, las historias de guerras, los aspectos políticos y de derecho internacional, y las consecuencias y efectos posteriores para las potencias en juego son muy interesantes. La «política exterior» de Roma distinguía entre tres tipos de territorios extranjeros: Estados/regiones todavía no sometidos; territorios independientes, que en un primer momento podían continuar disfrutando de cierta autonomía; el resto del mundo, regiones demasiado lejanas/calurosas/pantanosas, etc. Aliados romanos como Massaha, Siracusa o Egipto se convirtieron tarde o temprano en provincias romanas; no existían aliados que gozaran de los mismos derechos, sobre la base de la coexistencia. En la época de la República los «censos de población» sólo incluían a los hombres capaces de manejar armas: cada romano, un legionario. Mommsen no ha sido el último historiador que ha reconocido veneración a las «virtudes» romanas de la época republicana; yo reconozco que, teniendo presente la agresión y expansión sistemáticas, el deseo totalitario de dominar el mundo, la estrategia de devastar el territorio, las masacres contra la población civil, el terror, las continuas rupturas de tratados y el genocidio, me vienen a la mente paralelos más bien poco reverentes y sin duda ilícitos con los acontecimientos de nuestro pasado inmediato. (En Roma y Cartago también pueden encontrarse propuestas sobre asuntos como la «planificación» o el «desarme unilateral»).
Si olvidamos las guerras civiles, la Segunda Guerra Púnica fue también la última guerra emprendida por Roma hasta el ocaso del Imperio Romano (de Occidente); todos los demás conflictos «externos» fueron campañas limitadas regionalmente. La batalla de Teutoburgo costó a Roma tres legiones, mientras que sólo en Cannae, Roma perdió a dieciséis legiones, incluyendo a sus aliados.
El terrible enemigo, que tuvo que quitarse la vida, ya anciano, para que los romanos pudieran dormir tranquilos, no planeaba en modo alguno la conquista y destrucción de Roma. La oferta de paz realizada por Aníbal tras la batalla de Cannae y la formulación de objetivos en el tratado firmado con Filipo de Macedonia muestran que únicamente le interesaba reponer el
statu quo
. Livio tuvo que convertir a Aníbal en un demonio para poder justificar jurídicamente a Roma; sin embargo, en las más de mil páginas de los libros
Ad urbe condita
, que tratan de la guerra de Aníbal, no aparece ni un solo ejemplo del carácter cruel y traicionero que Livio atribuye a Aníbal. Dejando de lado la inhumanidad que subyace a todas las guerras, la manera de hacer la guerra de Aníbal (en una guerra principalmente defensiva que él no deseaba, pero tuvo que emprender tras la declaración de guerra de Roma) era notablemente humanitaria; Aníbal se dirigía casi exclusivamente contra objetivos militares, y en muy contadas ocasiones utilizó el terror o la devastación para alcanzar objetivos tácticos, mientras que esto formaba parte habitual de la estrategia romana.La guerra fue una continuación consecuente de la política llevada hasta entonces por ambas partes: expansión romana, política de conservación púnica. Mientras que Roma transformaba y romanizaba con relativa rapidez todas las regiones conquistadas, Cartago no tocó durante siglos los idiomas, costumbres e instituciones autónomas de regiones que no «ocupaba» realmente (a excepción de los territorios inmediatamente limítrofes): para comerciar hacen falta personas con quienes comerciar; las ideologías totalitarias pueden, de ser necesario, prescindir de las personas. A excepción de algunas tropas coloniales y de vigilancia, Cartago no mantenía ningún ejército permanente; cuando sus intereses comerciales se veían amenazados, los cartagineses reclutaban mercenarios, por un período de tiempo limitado. Contra Roma, esta política llevó al suicidio; la guerra sólo podía decidirse en Italia, pero casi todas las provisiones y refuerzos cartagineses fueron enviados a regiones en las que se encontraban en juego sus intereses comerciales.
Además de esta obcecación por el comercio, seguramente en Cartago también se preguntaban qué deberían hacer, en caso de lograr la victoria, con el vencedor y sus soldados, fieles no a la ciudad, sino a su estratega.
Probablemente algunas de las cosas que ocurrieron, o bien no ocurrieron, sólo se pueden explicar recurriendo al difuso concepto de patriotismo (no chauvinismo; éste quedaba para Roma): por qué Amílcar y Asdrúbal no dieron un golpe de Estado en el 237 a.C.; por qué Asdrúbal (a quien las tribus ibéricas habían nombrado su rey) no proclamó su reino ibérico propio después de fundar una capital llamada Cartago, acuñar monedas propias y negociar con Roma el tratado del Ebro sin consultar con nadie; por qué Aníbal, sin refuerzos y abandonado a su suerte, no mandó simplemente todo al cuerno en Italia, o por qué no asumió el poder en Cartago en el 203 a.C., en lugar de continuar la guerra por orden del Consejo. Yo no soy quién para juzgar si la lealtad incondicional de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal constituye o disminuye la grandeza histórica de estos personajes.