En el calor de la noche, una mano helada estrujó el estómago del heleno.
—Aquel día, en Iberia, dijiste que de momento Kart-Hadtha podía cuidar de sí misma, defenderse a sí misma; de modo que sólo fue…
—Para tranquilizar a los otros. Además, tenía la débil esperanza de que Sempronio se apresurara más de lo necesario y no llevara suficientes tropas a Libia. Pero está actuando a conciencia. Ay, Tigo, hubiéramos podido desguarnecer Iberia y enviar todo a Kart-Hadtha, con mucho esfuerzo y grandes pérdidas. ¿Y luego? Cornelio y Sempronio se habrían echado a reír y marchado hacia Iberia, y unas cuantas lunas después hubiéramos estado más débiles y desesperados que cuando terminó la Guerra Libia.
—Así pues, ¿o una derrota sin luchar, o esto?
Aníbal se puso de pie, apoyándose en el hombro de Antígono. El movimiento fue duro, pesado. Al pie de la colina se oían voces; el joven oficial púnico, uno de los Asdrúbales, hablaba con los centinelas.
—O esto. —Aníbal dijo en voz muy baja—: Si hubiéramos partido antes, habríamos podido cruzar las montañas en verano, e incluso entonces hubiera sido una empresa sin esperanza. Con un gran ejército y ayuda celta. El ejército que Roma tiene en Italia es muy fuerte, muy seguro. Pero ahora que llegaremos a las montañas en otoño, sufriremos terribles pérdidas. Cuando pasemos… Es un poco como si uno se arrojara sobre su propia espada. Sólo que más difícil.
Por lo visto Publio Cornelio Escipión era efectivamente tan hábil como Aníbal había dicho. El romano no había querido dar crédito a los rumores que decían que los púnicos ya estaban en el Ródano, pero por precaución había enviado a trescientos jinetes pesados con escoltas masaliotas y guías celtas.
En la llanura del sudeste de Theline, desde donde aún se podían ver las extrañas y blancas formaciones montañosas, se encontraron los dos grupos de jinetes. Los númidas capturaron a una patrulla de exploración romana, al pie de las montañas. Asdrúbal mandó que se hiciera un breve pero enérgico y eficaz interrogatorio a los prisioneros. Antígono se mantuvo junto a su caballo.
—Lo tienes bastante mal —dijo el joven púnico una vez que el interrogatorio hubo terminado. Se acercó lentamente al heleno—. El masaliota nos ha contado cosas muy importantes. Cornelio no sabe dónde estamos, ni tampoco cuántos somos. Tiene veinticinco mil hombres; su objetivo es Iberia. Pero por lo que a ti respecta… —Sacudió la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Tu hermano está bajo vigilancia; puede moverse y trabajar, pero está siempre vigilado. Por lo visto los romanos saben que el hermano del vinatero y comerciante Atalo desempeña un cierto papel en Kart-Hadtha. Y por lo visto también saben que este Antígono está con Aníbal, y que piensa dejar el ejército en el Ródano. Roma te está buscando, Antígono.
Antígono pensó en Kart-Hadtha, en el
Alas del Céfiro
en Bomílcar, el hijo de Bostar, y en el resto de la tripulación. Y en Hannón el Grande. Rechinó los dientes.
—¿Algo sobre mi barco?
—Nada. Pero si yo estuviera en tu lugar no intentaría cabalgar a Massalia ni a ninguna otra parte.
—Y si yo estuviera en tu lugar —dijo Antígono—, mandaría montar en seguida y daría media vuelta.
Asdrúbal escupió.
—Quinientos contra trescientos. Creo que primero limpiaremos un poco el terreno.
—¿Has intentado alguna vez luchar con númidas ligeros contra romanos acorazados?
Asdrúbal sonrió.
—No. ¿Tú?
Media hora después estaba muerto. Como la mitad de los romanos y dos quintas partes de los númidas. Antígono asumió el mando, apoyado por Miqipsa, uno de los cuatro oficiales supervivientes. Tarde o temprano los númidas aniquilarían a los romanos, a quienes ahora doblaban en número, pero al heleno le pareció más sensato llevar a Aníbal trescientos hombres y noticias que tres o cuatro supervivientes. Momentos después el heleno no podía recordar haber atravesado con la espada a un jinete romano, como afirmaba haber visto Miqipsa. El encarnizamiento del combate, la resistencia y firmeza de los romanos, quienes a pesar de la inferioridad numérica no retrocedieron, y finalmente pudieron sentirse vencedores, pues los libios se retiraron, el vocerío, los gritos de los heridos, el fragor de las armas y la sangre en las espadas, el piafar y relinchar de los caballos, todo ello se mezclaba en la memoria del heleno, dando forma a un terrible recuerdo que era al mismo tiempo un presentimiento.
Se lo dijo a Aníbal al día siguiente, cuando llegó al campamento del Ródano, ya casi desierto. Las tropas de a pie y parte de los jinetes ya estaban a medio camino hacia el norte; el estratega se había quedado con los elefantes y el resto de los jinetes.
—No se rendirán, Aníbal. Si los haces caer en una trampa, como hiciste con los uolcos en el río, no empezarán a correr de un lado a otro como gallinas, ni huirán, sino formarán grupos compactos e intentarán abrirse paso, o morirán.
Aníbal silbó con cuatro dedos y señaló río arriba; la señal para iniciar la marcha. Había suficientes caballos frescos; los cansados jinetes pudieron montar en animales frescos y hacer que éstos tirasen de los caballos agotados.
—Lo sé —dijo Aníbal—. Ven. —Cogió al heleno del brazo y lo llevó hacia el Surus. El gran elefante hindú se arrodilló, permitiéndoles trepar a su lomo; el «hindú» montó en el caballo fresco y cogió las riendas del animal cubierto de sudor que llevaba el equipaje de Antígono.
—Lo sé, Tigo. Amílcar siempre lo advertía cuando yo opinaba que nuestros soldados íberos y libios estaban realmente bien preparados. También Asdrúbal; él estuvo en Sicilia, allí los vio en acción.
El elefante se puso en marcha. Antígono iba sentado en la nuca, detrás de Aníbal, con la espalda apoyada contra la barquilla vacía.
—¿Y a pesar de esto todavía quieres cruzar los Alpes?
Aníbal volvió la cabeza.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Cuando se está en un remolino lo único que puede hacerse es intentar mantenerse a flote y respirar tanto aire como sea posible. No hay ninguna salida. Sólo queda masticar y tragar. Los nadadores fuertes pueden… retrasar un poco el final.
Durante la ausencia de Antígono había tenido lugar la gran asamblea con todo el ejército. Aníbal presentó al príncipe boio Magalo, que había llegado a través de las montañas, del lugar al que ellos irían por el mismo camino.
Antígono no averiguó ningún detalle exacto sobre el discurso del estratega, o demasiados detalles inexactos. Cada uno recordaba cosas distintas, y Sosilos, quien le mostró un texto escrito, reconoció con sinceridad que ése era el discurso que el estratega hubiera dicho de haber seguido las exigencias de la retórica y las excelencias del estilo, así como los deseos de su cronista. Al parecer el estratega había recordado a los hombres la situación de las regiones limítrofes con Italia, el apuro en que se encontraba Kart-Hadtha, las dificultades que ya habían superado y el hecho de que durante las últimas décadas muchos ejércitos celtas habían cruzado los Alpes. Lo que habían conseguido ejércitos desordenados no sería ningún problema para los hombres más esforzados y capaces. Además, según aseguró Magalo, al otro lado de los Alpes había ricos botines que sólo se tendrían que compartir con los aliados que los esperaban allí: celtas hartos de un avasallamiento que ahora Roma quería extender, como un sofocante manto, sobre Iberia y Libia.
Cuatro días después llegaron a la confluencia del Isarra y el Ródano. En las fértiles llanuras de terreno de aluvión, llamadas «Isla», se tomaron un descanso necesario tras los días de marcha forzada; y se abrió la posibilidad de recibir una gran ayuda. Antígono se enteró de los antecedentes sólo marginalmente; como no tenía más remedio que seguir adelante con el ejército, el heleno quería al menos ser de utilidad, de modo que ayudaba a Asdrúbal el Cano en su trabajo. El meteco heleno y comerciante estaba más familiarizado con las dificultades de organización, abastecimiento y planificación que con cualquier otra de las cosas que hubiera podido hacer.
El numeroso y bélico pueblo de los alóbroges, que habitaba la «Isla» y el valle del Isarra, se había dividido por la pugna entre los dos hijos del príncipe muerto. El hijo mayor, Braneus, pidió al ya aquí también famoso estratega púnico que sentenciara el asunto; Aníbal decidió la disputa a favor de Braneus, apoyado por la opinión de la mayor parte de los ancianos del pueblo. Braneus respondió a este dictamen favorable suministrando al ejército púnico reses de matanza, grano, cuero para zapatos apropiados para las montañas y el invierno, y todas las otras cosas posibles; además, acompañó al ejército con parte de su gente durante la marcha río arriba.
Los alobrogos también fueron de mucha ayuda en otra cuestión: conocían muy bien los caminos que debía seguir el ejército, y sirvieron de mediadores entre los habitantes del valle fluvial y los púnicos. Asdrúbal, Memnón y Antígono compraron y trocaron todas las cosas útiles que pudieron conseguir.
—Los alejandrinos han hecho muchos experimentos. —Memnón estaba contando, omitiendo los detalles desagradables. las experiencias realizadas cuando se dejaba pasar hambre a criminales enviados por el rey, se les daba una alimentación incompleta, se les suministraba esto y aquello y se les quitaban otras cosas a cambio—. Ptolomeo quería atravesar el desierto, y necesitaba ciertos conocimientos: cómo aprovisionar al ejército si en los alrededores no había manera de conseguir provisiones, cosas así. Las montañas también están desiertas, ¿verdad?
Asdrúbal conocía, menos por investigaciones planificadas que por los años de experiencia, las frutas conservables, las plantas alimenticias, el tiempo que se conservaban y las dificultades que se planteaban en cada caso.
De momento las reses de matanza cargaban bultos y víveres, hasta que ellas mismas eran convertidas en comida. Asdrúbal repartía todo muy bien; las uvas pasas de Iberia permanecían intactas, lo mismo que otros comestibles que habían trocado durante la marcha, sobre todo nueces y castañas.
—A los caballos no les gustan las nueces —dijo Asdrúbal—, pero pueden comerlas. Pero los caballos no comen carne de buey. Nosotros comemos con gusto carne de buey, pero no heno. Los bueyes no comen carne de caballo, pero si heno. En las montañas no hay pastos; tan pronto dejemos los valles fluviales tendremos que cargar heno y paja para las reses, caballos y elefantes. Los bueyes para nosotros, heno para los bueyes. Así de sencillo. Un puñado de frutos secos es tan alimenticio como un trozo de filete de buey, y da el doble de energías que el pescado magro; pero los frutos secos se conservan más tiempo y son más fáciles de llevar. Las nueces son tres veces más alimenticias que las castañas o el pan. Las nueces y castañas también pueden molerse y cocerse con agua de los torrentes; pero a la carne de buey hay que darle de comer mientras viva.
Los alobrogos confirmaron sana vez más que el camino elegido era el más indicado. El Drouentios, que corría muy al sur de allí, conducía también a un paso alpino transitable, pero a unos cuantos días de marcha por encima de su desembocadura en el Ródano corría con tanta violencia y su cauce era tan estrecho que ya los pequeños grupos de viajeros tenían problemas, y para un gran ejército el camino era completamente imposible.
—Lo cual no dice nada sobre el camino que nosotros tenemos que seguir —refunfuñó Asdrúbal la noche del décimo día después de dejar la «Isla». El campamento se había estrechado; habían llegado al lugar donde el torrente del Aqra desembocaba en el Isarra.
Por la mañana, Braneus y sus hombres dejaron al ejército, que en este punto doblaba hacia el sur. Aparecieron otros alobrogos, tribus cuyos cabecillas reconocían como señor al hermano menor de Braneus, sometido por la decisión de Aníbal. Con la llegada de estos enemigos comenzó algo que nadie podía comprender ni concebir en su totalidad, pero que ninguno olvidaría jamás. Más tarde Antígono, con ayuda de las anotaciones fragmentarias de Sosilos, consiguió dar forma a una ordenación más o menos clara y llena de lagunas de los días y noches y sufrimientos y esfuerzos y luchas; en la memoria todo se fundía en una masa amorfa y atormentadora, una pesadilla continua, cuyas partes aisladas sólo podían diferenciarse unas de otras con mayor o menor violencia.
Treinta y ocho mil soldados de a pie, ocho mil jinetes, treinta y siete elefantes, además de, al comienzo, numerosos animales de carga y de matanza, marcharon durante quince días a través de un mundo subterráneo que se extendía entre las cimas de las montañas y era más espantoso que todos los Tártaros imaginados. Al principio Antígono se esforzaba por retener imágenes y compararlas con las historias del mundo subterráneo contadas por los egipcios, los babilonios y los hindúes, pero pronto él y los otros hombres se convirtieron en aquello que los animales tienen la suerte de ser desde el principio: carne incapaz de agravar con pensamientos y consideraciones del pasado sufrimientos lindantes con lo insoportable. Pues lo que les esperaba, lo que los consumía y desgarraba, lo que los hacía arder y congelarse, era tan poderoso y vasto que ni siquiera el filósofo más inteligente, de haber pensado en ello, habría sido capaz de estructurarlo y hacerlo asequible a su espíritu mediante subdivisiones.
Esta deformación, este fundirse miles de seres en una sola masa, afectaba tanto a los espíritus más pobres como a los más elevados. Antígono hacia las veces de oficial, como Asdrúbal el Cano, Magón, Muttines, Maharbal, Budún, Cartalón, Himilcón, Hannón hijo de Bomílcar, Itúbal, Byryqt, Abdeshmún, Atbal, Giscón, Mutumbal, Bonqart y los otros; como ellos, el heleno buscaba conocimientos calculados y una visión amplia, y, tan pronto disponía de éstos, intentaba hacerlos aprovechables, salvarlos, ordenarlos. Soldados experimentados se convertían en gimientes hatos de carne; otros se transformaban en pilares errantes y daban apoyo a sus compañeros. Ambos, el desplomarse y el mantenerse firme, eran cosas ajenas a la sugestión; no conservaban sus fuerzas aquellos que querían conservarlas, sino aquellos que, además de querer, podían hacerlo gracias a poseer cualidades hasta entonces ocultas. Bromistas voces de aliento salían de hombres que antes apenas si habían mostrado poseer algún humor; viejas enemistades terminaban o, cuando menos, eran dejadas para más adelante, pues nadie tenía fuerzas para seguir cultivándolas. Magón, más fuerte que todos los osos de todas las montañas, sostuvo a Antígono cuando éste dio un traspié, aferrándose luego a la mano de un íbero que lo rescató de las fauces de un abismo.