—Díselo a él.
Asdrúbal hizo una mueca.
—¿Has intentado alguna vez aplacar una tormenta de arena o persuadir a una catarata?
Al caer la noche, el ejército ya había cruzado el Ródano y levantado un nuevo campamento en la orilla oriental. En la orilla occidental sólo quedaban algunas tropas de protección y los «hindúes» con los treinta y siete elefantes.
El embarque y cruce de los elefantes requirió casi todo el día siguiente. Pequeñas tropas de jinetes partieron en todas las direcciones para reconocer el terreno y vigilar a los uolcos puestos en fuga, pero la mayor parte del ejército pasó el día descansando, y muchos siguieron con nerviosismo y divertida atención cómo cruzaban el río los enormes animales.
Una vez que obreros y soldados hubieron construido balsas que se ajustaban perfectamente unas a otras, amarraron dos de éstas con fuertes cuerdas —juntas medían unos cincuenta pasos de ancho— y las aseguraron a la orilla. Luego ataron a la parte exterior de estas balsas dos balsas más, de modo que el conjunto quedó como un puente que se introdujera en el río. Los lados contra los que chocaba la corriente fueron asegurados desde tierra con cuerdas atadas a algunos árboles que crecían en la orilla, para que la corriente no arrastrara todo. Una vez que el puente se hubo introducido unos doscientos pasos en el río, aumentaron dos balsas más, dotadas de una especial resistencia y atadas entre sí con mucha firmeza, pero unidas a las anteriores mediante cuerdas que podían ser cortadas fácilmente. Al otro extremo de las últimas balsas se ataron cabos mediante los cuales unas barcas remolcarían hasta la otra orilla a las balsas. Luego echaron una gran cantidad de tierra sobre las balsas, hasta formar una superficie de altura y color homogéneos, que simulaba un sendero que conducía de tierra firme a un vado. Como los elefantes obedecían a los «hindúes» hasta cuando se encontraban en el agua, pero no podían ser obligados a entrar en ella, se hizo subir al terraplén primero a dos hembras, a las que los otros seguirían sin más. Una vez que los animales hubieron llegado a las últimas balsas, fueron cortadas las cuerdas que unían éstas a las demás, las barcas tiraron de las balsas con los elefantes y las alejaron rápidamente del resto. Los animales se pusieron nerviosos y empezaron a girar de un lado a otro, buscando una salida; pero como estaban rodeados de agua por todas partes se dieron por vencidos y no se movieron. Añadiendo dos nuevas balsas cada vez, se consiguió hacer cruzar el río a la mayoría de los elefantes. Algunos se cayeron al agua a mitad del viaje. Sus conductores murieron, pero los elefantes se salvaron gracias a su fuerza y al tamaño de sus trompas, que siempre mantenían por encima de la superficie, de manera que podían respirar. Para poder hacer esto tenían que empinar la mayor parte de su cuerpo, que quedaba cubierta por el agua.
En el transcurso de ese día llegaron al campamento dos noticias importantes. Una patrulla de observación númida enviada hacia el este se había topado con una expedición de boios; Magalo, el príncipe de este pueblo celta del norte de Italia, había cruzado los Alpes junto con algunos parientes y consejeros para salir al encuentro de Aníbal. La segunda noticia era quizá más importante, aunque menos agradable: Publio Cornelio Escipión y su ejército, reforzado por masaliotas y algunos centenares de celtas prorromanos de la región, se encontraban a cuatro días de marcha, en la desembocadura oriental del Ródano.
—Según lo que hemos podido averiguar, los romanos creen que todavía estamos en los Pirineos, señor. —Subas, el jefe de la patrulla númida, sonrió.
Aníbal permaneció serio y echó una mirada escéptica a Antígono. Luego clavó los ojos en el fuego. La noche era cálida y estaba llena de mosquitos y cigarras. Sobre esa pequeña colina situada a unos tres estadios al este del río el barullo del enorme campamento podía oírse con claridad, aunque algo apagado.
—Y yo suponía que él seguía en Liguria. Tigo, me temo que tu barco no te estará esperando.
Antígono se encogió de hombros.
—Ya encontraré cómo pasar. Pero el ejército…
Magón desenvainó la espada, contempló el resplandor de la hoguera sobre el arma britana, volvió a meterla en la vaina.
—Tarde o temprano tendremos que enfrentarnos, ¿por qué no ahora?
Aníbal Monómaco asintió; los otros oficiales estaban inseguros. Maharbal se rascaba la barba. Asdrúbal el Cano miraba con desconfianza, como siempre. Muttines, que al ser libiofenicio era por lo general muy moderado frente a los púnicos, contemplaba el rostro de Aníbal como si se tratara de un dios que no tardaría en manifestarse. Cartalón y Budún hablaban entre sí en voz baja; Cartalón tenía a Budín cogido del brazo, como si quisiera convencerlo de algo.
—Las opiniones están divididas, estratega —dijo Antígono—. Si veo bien.
—Está claro.
Magón echó a Antígono una mirada casi amistosa.
—En una cosa no, meteco —dijo—. Tu despedida…
Antígono asintió.
—Lo sé, muchacho. Te alegras de que me marche. Y tienes razón en cuanto a la unanimidad de las opiniones al respecto. Aparte de ti, nadie lo ve con tanta estrechez.
El encargado de abastecimientos sonrió divertido; Maharbal contuvo la risa. Los demás guardaron silencio.
—Basta de tonterías; hay cosas más importantes. —Aníbal echó una mirada a Magón; el muchacho bajó la cabeza—. Publio es un hombre astuto. Muy cauteloso. No caerá en una trampa con la misma facilidad con que lo han hecho los galos.
Maharbal y Muttines discutían entre susurros.
—Señor —dijo el libiofenicio titubeando—, si yo… —Calló.
Aníbal sonrió.
—Habla, amigo.
—Yo me opongo. Debemos ver de llegar a Italia con tantos hombres como sea posible. Si es que conozco correctamente tus planes.
Aníbal volvió a fijar la mirada en la hoguera.
—Yo pienso lo mismo, pero todavía no sabemos lo suficiente. Mañana llegan los boios, o quizás esta misma noche; ellos nos pueden decir más cosas sobre el norte de Italia. Y necesitamos conocimientos exactos acerca de Cornelio. —Levantó la mirada—. Maharbal: diez grupos de númidas. Tú te quedas, Cartalón, lo mismo Himilcón; mañana me haréis falta para explicar nuestro objetivo a los hombres. Me haréis falta todos vosotros. ¿Qué opinas de Asdrúbal, el hijo de Byryqt?
Maharbal se tiró del lóbulo de la oreja derecha e infló los carrillos.
—Es joven. ¿Diez grupos? Puede ser.
Aníbal se levantó; fue un movimiento elástico y fuerte.
—Así pues, diez grupos. Escógelos tú mismo, Maharbal. Y envíame a Asdrúbal, dentro de media hora, más o menos. Hasta entonces, dejadnos solos a Tigo y a mí.
El estratega se acercó a Antígono, que estaba sentado sobre una piedra, y le puso las manos sobre los hombros.
—Amigo, ¿te bastan quinientos jinetes númidas como escolta? Una vez tú le llevaste dos mil a Amílcar, con Naravas. ¿Quieres dos mil?
Antígono esperó hasta que los otros hubieran desaparecido en la oscuridad.
—Pero no vendrán por mi causa, ¿o…?
—También tienen que averiguar algo más sobre los romanos: dónde están exactamente, cuántos son, adónde se dirigen. Lo habitual, apresar centinelas o patrullas. Supongo que no tomarás a mal…
—De ningún modo. Intentaré llegar a Massalia, a donde mi hermano Atalo. Desde allí existen algunas posibilidades.
Aníbal se arrodilló junto a él.
—¿Necesitas algo más para el viaje?
Antígono sacudió la cabeza.
—Si quieres que lleve algo conmigo: recuerdos o mensajes.
—Nada, aparte de lo que tú también has visto.
Antígono golpeó el pecho del estratega con la punta de los dedos.
—¿No irás a decirme que sabes qué cosas he observado?
Aníbal sonrió.
—El estratega debe saberlo todo.
—Pero tenias tantas otras cosas…
Aníbal se frotó los ojos.
—Sí, claro, pero… ¿Has considerado todas las posibilidades que hay para el comercio? ¿Qué frutas se dan, cómo se llaman las ciudades y aldeas del sur de las Galias, cómo están fortificadas, qué carreteras conducen a dónde, qué mercancías pueden ser intercambiadas con ganancias?
Antígono pensó en las casas de piedra de las ciudades, las fuertes murallas de piedra, las aldeas rodeadas de estacadas de madera y barro, el campo verde y fértil, fruta y miles de productos agrícolas, vino y aceite, esculturas de madera y trabajos de orfebrería, todo lo que había visto; pensó en las noticias sobre minas y vetas del interior, la carretera que empezaba al norte de los Pirineos, pasaba por diversos valles fluviales y llegaba hasta la desembocadura del Garyno, donde se abría un gran puerto hacia el océano; pensó en los centenares de pueblos, en sus nombres, su número de habitantes, sus armas, los caballos fuertes y pesados, las relaciones de cada tribu con los masaliotas, con los celtas del norte de Italia, con pueblos ibéricos, sus preferencias y aversiones, su buena disposición para tratar con los lejanos púnicos antes que con los cercanos y amenazadores masaliotas y romanos. Luego pensó en las negociaciones, en los problemas de aprovisionamiento y del orden de la marcha, en el millar de cosas que el estratega tenía que tener presentes cada minuto de cada hora de cada día y cada noche. Y, junto a todo eso, el estratega también había prestado atención a los productos de la región y había calculado las posibilidades comerciales.
—En Kart-Hadtha hablaré de la región y de las tribus —dijo el heleno con voz ronca—. Y del más juicioso y cauto de todos los estrategas.
Aníbal rió suavemente.
—No les digas que el estratega vacila y duda. Y desespera. —Rostro y voz estaban serenos y controlados, como siempre, pero Antígono sintió que el estratega hablaba con la mayor seriedad.
—Cuando tu padre tenía veintinueve años, el estratega Asdrúbal intentó reconquistar Panormos; más tarde fue empalado. Amílcar, que tenía planes, conocimientos y posibilidades, fue mantenido lejos de la guerra y no pudo hacer nada. Cuando yo tenía veintinueve años estalló la Guerra Libia; ese año Amílcar no pudo hacer nada, porque Hannón era el otro estratega y entorpecía todo, fue el año en que Ityke e Hipu pasaron a manos de los mercenarios.
Aníbal cogió las manos del heleno.
—Te lo agradezco otra vez, amigo. Tal vez el empalamiento o la cruz me esperen al final de mi camino. Pero aquí no hay ningún Hannón que pueda impedirme actuar. Sin embargo, tengo miedo de lo que pueda hacer en Kart-Hadtha.
Antígono parpadeó mirando las estrellas.
—Hannón tiene la misma edad que hoy tendría Amílcar. Sólo los dioses, que no existen, saben por qué matan a los osos y dejan vivir a las serpientes. Pero Hannón no está solo en Kart-Hadtha; hay otros: Bomílcar, Bostar.
—Tiene más de sesenta años, ¿verdad? Quizá…
Antígono asintió lentamente.
—Quizá. Podríamos contribuir un poco.
—Sólo si realmente no quedara otro remedio.
—Lo tendré en cuenta, estratega. Pero, ¿qué son esas vacilaciones, dudas, desesperación?
Aníbal calló, se dio media vuelta, se sentó en el suelo.
—Las muchas cosas imposibles —dijo finalmente, de forma casi imperceptible—. Un ejército consular: dos legiones romanas, dos legiones de aliados romanos, caballería; en conjunto, alrededor de veinticuatro mil hombres. Eliminarlos estaría bien. Pero… Se acerca el otoño, hemos perdido mucho tiempo en Iberia y aquí. Interceptar a Cornelio, plantear la batalla, luego dar dos días de descanso, eso nos costaría ocho o diez días más. —Suspiró—. Si partimos mañana hacia los Alpes, subiendo primero por el Ródano y luego bordeando el Isarra, ya será bastante tarde. Tendremos pérdidas terribles, por las montañas, el camino, el hielo, los montañeses. Si esperamos más será aún peor.
—¿Y la costa?
—Imposible. Los masaliotas no nos dejarán pasar. Tendríamos que vencer a los ejércitos de todas las ciudades helenas de la costa: Massalia, Antípolis, Nicea, como mínimo a esas tres. Luego llegaríamos a Liguria, donde los romanos han construido fortalezas. Además, con la flota siempre podrían echarnos más tropas encima, por el flanco. Y muchos de los ligures están de su parte. La única posibilidad que tenemos de desviar el golpe mortal dirigido contra Kart-Hadtha es aparecer en el norte de Italia lo más pronto posible y con tantos soldados como podamos, y llegar no a Liguria, sino a los territorios de los boios y los insubros: los celtas. Allí podremos recibir ayuda: comida, caballos, soldados. Todo lo demás… —Levantó los brazos—. El trayecto que he elegido es el que tiene menos nieve. Existen otros caminos, pero pasan a través de zonas glaciares.
—¿Qué tan serio es ese golpe mortal? En Iberia dejaste todo muy claro. Dijiste que Kart-Hadtha podía soportar un largo sitio, etcétera.
Aníbal esbozó una débil sonrisa.
—Sempronio actúa muy a conciencia. Las últimas noticias que he oído no sonaban muy alentadoras. Sempronio sigue en Lilibea; está reclutando más hombres y embargando o construyendo más barcos. Entretanto, nos ha arrebatado las últimas islas que nos quedaban entre Sicilia y Libia; Melite, sobre todo. Ahora son más puntos de apoyo adelantados para Roma: pueden utilizar los campamentos y astilleros. —Dejó de hablar, susurró algunas cosas para si mismo—. Si yo estuviera en el lugar de Sempronio…
—¿Qué harías?
—Esperaría una luna más y luego desembarcaría en Libia. Durante el invierno devastaría el interior, intentando sublevar a tantos libios, ciudades y aldeas, como fuera posible, intentando aislar a Kart-Hadtha.
—Pero eso también lo intentaron los mercenarios, y Atilio Régulo. No hablemos ya de Agatocles, hace noventa años.
Aníbal lo negó con un movimiento de la mano.
—La situación es distinta. Sempronio puede utilizar todo lo que no tenían los otros. Más tropas, más provisiones; tiene el control del mar, que antes siempre había sido nuestro. Y tiene lo que no tenemos aquí ni tendremos en Italia: máquinas de asalto, arietes, torres, catapultas.
Antígono calló. El ejército de Agatocles había sido pequeño, apenas una tercera parte del que Sempronio podía movilizar. Atilio Régulo se había encontrado en similares circunstancias, y los mercenarios no poseían ningún tipo de fuerza naval, ni máquinas de guerra. Sempronio podía sitiar, estrechar, cercar Kart-Hadtha desde el mar y desde tierra; el campo púnico lo abastecería de víveres, y Roma le enviaría refuerzos. Más legiones en primavera. La gran muralla del istmo de Kart-Hadtha podía resistir cualquier intento de asalto, siempre y cuando hubiera suficientes soldados en la ciudad; los huertos de Megara podían proporcionar frutas y grano, suficientes para alimentar a una décima parte de la población. Esta vez no había una gran flota púnica que pudiera abastecer a la ciudad y romper el cerco incluso después de sufrir derrotas y pérdidas.