Los bárcidas daban gritos de júbilo. Uno de los sufetes golpeó su gong.
En el silencio formado tras el tañido del metal, Antígono añadió:
—Eso o algo similar. Un Consejo de Vigilancia de los «Viejos» para controlar a los comerciantes, un Consejo de Vigilancia de los bárcidas para controlar a los funcionarios.
Hannón miró a los sufetes y se puso de pie.
—Esta estúpida propuesta del meteco queda rechazada, por lo que a mi respecta. En primer lugar, el uso que los funcionarios hacen de los cargos públicos está más allá de toda duda. En segundo lugar, los actos fraudulentos, en caso de haberlos, serían pasos en falso, pero en modo alguno amenazas para la seguridad de la ciudad y el interior.
Antígono continuaba de pie.
—Sé bien que los seguidores de Hannón tienen la mayoría en el Consejo, y que la propuesta debe ser sometida a votación. Pero si esto es así, me pregunto por qué razón he sido invitado a venir al Consejo.
—Por cortesía ante un comerciante importante —dijo Hannón—. Si hoy se aprueban aquí leyes que no son de tu agrado, puedes perjudicar económicamente a algunos de mis amigos por puro afán de venganza. Como miembro (interino) del Consejo, eres parcialmente responsable de estas decisiones.
—¿Es decir que hoy disfruto aquí de voz y voto?
Los sufetes titubearon, deliberaron, luego asintieron de mala gana.
—Muy bien. Como miembro (interino) del Consejo de la ciudad de Kart-Hadtha, como, en cierta medida, buen púnico, bien puedo expresar mi asombro. Asombro de que Hannón esté tan preocupado por la seguridad de la ciudad y el interior.
—Antígono hablaba dirigiéndose a los «Viejos»—. Después de haber socavado esa seguridad durante la Guerra Romana, bloqueando el dinero que necesitaban el ejército y la flota, y reemplazando a comandantes capaces, como el almirante Adérbal, por imbéciles descerebrados como su tocayo Hannón. Después —la voz de Antígono era penetrante, y podía oírse a pesar del alboroto que empezaba a formarse— de haber hecho el ridículo como estratega en la Guerra Libia. Después de tantos años como lleva contándonos que los hombres de Amílcar Barca y Asdrúbal, quienes de hecho evitaron la debacle de la ciudad, están cavando nuestras tumbas, y que los ladrones romanos son nuestros amigos. Así y todo, os parece capaz de corregirse.
Uno de los sufetes hizo sonar el gong.
—Aquí no puedes usar semejantes palabras, meteco. Cuida tu lengua.
Antígono sonrió con frialdad y sacó el rollo de la carta de Asdrúbal.
—No estoy hablando como meteco —dijo— sino como la boca y la voz del estratega de Libia e Iberia, Asdrúbal. —Se dirigió hacia los asientos de los sufetes y les mostró el rollo de manera que pudieran leer el lugar pertinente. Luego volvió a enrollarlo; el resto de la carta era demasiado importante para que lo leyeran los ojos equivocados.
Hannón apaciguó a su gente.
—Las palabras de un meteco no deben hacernos perder la calma, amigos. ¿Qué quiere Asdrúbal?
—Antes que nada, quiere que en esta sesión del Consejo nadie te bese los pies, Hannón; y que se digan por lo menos una vez las indecentes y toscas palabras de la verdad.
Hannón cruzó los brazos y levantó la barbilla. Con una mirada, dio a entender a los sufetes que pensaba acabar con el meteco él solo. Y quién era el que dirigía realmente el Consejo.
Antígono observó a su rival, que esperaba a que volviese del silencio. Hannón vestía una túnica de seda hasta las rodillas, adornada con bandas de púrpura asimétricas. Sobre los hombros se había puesto la faja de lana negra cuyos bordados lo identificaban como sumo sacerdote de Baal. La cabeza, que empezaba a perder pelo, estaba cubierta por una gorra de fieltro redonda, adornada con ribetes dorados. Antígono pensaba con tristeza y una especie de indignación que su amigo Amílcar había nacido en el mismo año que Hannón y hacia ya casi cuatro años que había dejado este mundo, mientras que el líder de los «Viejos», a sus cincuenta y cinco años, continuaba sobre la faz de la tierra. Pero también sintió la magia sombría, la fuerza y el poder que ese hombre irradiaba.
Hannón señaló a Antígono con el índice, en el que llevaba un anillo. La piedra verde emitió un rayo opaco.
—Habla, meteco. ¿Qué pide Asdrúbal?
Antígono miró a los bárcidas, luego a los sufetes.
—No es ninguna petición, Hannón, es una orden del estratega de Libia e Iberia. El pacto cerrado hace doce años y medio debe cumplirse. Por si no lo recuerdas: Kart-Hadtha autoriza que sea el ejército el encargado de elegir al estratega; Kart-Hadtha ha de mantener una flota que tenga el suficiente poder de disuasión; Karth—Hadtha ha de costear un ejército permanente para la protección de la ciudad y el interior. Para estos dos últimos puntos, el Consejo de Kart-Hadtha no ha necesitado gastar ni un solo
shiqlu
de dinero púnico durante los últimos diez años, todo ha podido pagarse sin ningún esfuerzo con los ríos de plata que los bárcidas han hecho manar desde Iberia.
—Correcto, meteco. —Hannón lo examinó con sus ojos de serpiente. Una especie de sonrisa se dibujó en su boca—. Pero los tiempos han cambiado, y las condiciones que propiciaron esos acuerdos también. Asdrúbal ya mantiene en Iberia más tropas que las previstas para Libia e Iberia juntas. Y su flota es muy numerosa.
—Banalidades, púnico. La época y las circunstancias sólo han cambiado en que hoy el imperio de Iberia es mucho más grande que antes y, por lo tanto, necesita más tropas para defenderse. Libia y el mar no han cambiado. Que Asdrúbal necesite más soldados y barcos, que él mismo costea, para conquistar mercados más grandes y enviaros más plata, es algo que no tiene nada que ver con el pacto cerrado entonces. Pero no quiero discutir contigo, estoy aquí en nombre del estratega y para dar órdenes.
—Tan pronto hayas salido del Consejo —dijo Hannón con dureza—, te aplastaré por esto, meteco.
Un silencio sepulcral dominaba la sala. Antígono levantó una ceja.
—Inténtalo, Hannón. —Soltó una carcajada—. Inténtalo. Pero cuida de que tu cuerpo y tus negocios estén bien protegidos. No estás hablando con un pequeño comerciante púnico que se asuste de tus amenazas.
—Estoy hablando con un miserable meteco —dijo Hannón con violencia.
—¿Quieres que te venda otra aldea sin valor, púnico? ¿O preferirías cincuenta elefantes a medio entrenar que arrasaran tu palacio?
Risitas se extendieron entre los bárcidas; algunos «Viejos» se tapaban la boca.
Hannón calló; se esforzaba por hacer algo que Antígono mirara al suelo, pero al parecer se había dado cuenta de que había cometido un error. Los ojos de serpiente no doblegaban al heleno.
—Deberías pensar con quién estás hablando antes de abrir la boca, púnico.
—Antígono dio a su voz un tono de dulzura, ligera sorpresa y preocupación fraternal—. Pero este pequeño error no merma tu grandeza, claro. Por lo demás, toda la ciudad está hablando de esa grandeza. —Mostró unos trozos de papiro—.
Tres exquisitos versos sobre la grandeza en si, Hannón. Del mejor poeta de la ciudad. Presta atención.
Grandes los cipreses del bosque de Tanit: dan sombra a los sacerdotes.
Más grande la muralla de Poniente, cuya su sombra oculta un ejército.
Pero el más grande es Hannón, pues trae las sombras a toda Libia.
—¿Cuánto tiempo soportarán realmente los sacerdotes de Tanit —gritó Antígono en medio del barullo general— que les ordenes en qué ciudad y en qué templo deben adorar a la diosa? ¿Cuánto tiempo, oh nobles Señores del Consejo de Kart-Hadtha, dejaréis que este pobre de espíritu decida cuántos hombres deben acantonarse en la muralla del istmo y proteger la ciudad?
Esperó hasta que el último consejero bárcida hubo guardado silencio. Luego volvió a levantar los papiros.
—El poeta también ha hecho alguna reflexión sobre la exquisitez. Prestad atención, nobles Señores, pues son unos versos realmente solemnes y afortunados.
Exquisito el carnicero, que mutila al toro con el cuchillo.
Más exquisita Roma, con la espada capa a los italiotas.
Pero el más exquisito es Hannón, pues castra a su pueblo con la caña de escribir.
»¡Y vosotros os mancháis los dedos cada vez que le dejáis usar esa caña de escribir con la que redacta sus decretos y leyes sin ley!
Hannón había cerrado los ojos; estaba sentado, imperturbable a pesar del jaleo. La mayoría de sus correligionarios reían, abrían y cerraban las piernas, como aplaudiendo con los muslos, intercambiaban observaciones entrecortadas por la risa. Los bárcidas celebraban una fiesta. Antígono dirigió la mirada hacia los sufetes; uno de ellos tenía lágrimas de risa en los ojos, el otro intentaba coger el mazo del gong, retorciéndose de risa.
Hacia más de diez años que Hannón no se encontraba con un rival más o menos digno de tenerse en cuenta en el Consejo, pensaba Antígono; el púnico estaba acabado por esta sesión y quizá por dos o tres más. Pero las cosas no siempre irían así. Asdrúbal estaba lejos. Incluso si el líder bárcida estuviera presente seria prácticamente imposible provocar a Hannón otra caída como ésta. Hannón se levantaría, y la próxima vez traería otras flechas en la aljaba. Pero podía no haber una próxima vez, por lo que a Antígono respectaba. El heleno sabía que nunca volvería a ser invitado al Consejo. Y aunque lo fuera, Hannón no volvería a dejarse derrotar así.
El púnico parecía haber notado la mirada de Antígono; abrió los ojos y volvió el rostro hacia el heleno. En la frialdad de sus ojos había casi una especie de calor—odio acumulado—. Y reconocimiento. Antígono suspiró. Sin lugar a duda, Hannón era un rival grande y temible. ¡Lo que podría ser esa grandeza, esa capacidad, esa cabeza, al servicio de la grandeza de Kart-Hadtha, al lado de Asdrúbal!
Poco a poco, los tañidos del gong se hicieron perceptibles; volvió el silencio. No lejos de Antígono, que seguía de pie entre los «Viejos», se levantó el consejero Boshmún.
—Al asunto, meteco. Ya nos has hecho reír bastante con esos versos malos, ¿qué es lo que quieres realmente?
—Dos cosas. La flota y el ejército permanecen tal como están. Y: no se implanta ningún Consejo de Vigilancia.
—Conoces el número de votos. ¿Qué pasará si decidimos algo distinto de lo que tú quieres?
Antígono asintió.
—Debo contar con ello. No obstante, eso sólo sucederá si vuelve a imponerse el dominio de Hannón. —Miró a los «Viejos» a la cara, uno a uno—. Durante el último año, los negocios del Banco de Arena y de las empresas que le pertenecen han marchado bastante bien. El dinero que ha pasado por los puestos aduaneros del interior y los puertos púnicos asciende a veintinueve mil talentos, aproximadamente. El cuatro por ciento de esa suma ha ido a parar a las arcas de Kart-Hadtha en concepto de aranceles y tasas de exportación. No me opongo a que hombres honrados, independientes y expertos comprueben la probidad de mis negocios y los de todos los comerciantes y funcionarios. Pero: si el proyecto de Hannón se hace realidad, si los hombres de Hannón meten las narices y los dedos en todo y controlan todo, entonces cerraré el Banco de Arena y todos mis otros negocios, y los trasladaré. A Kart-Hadtha en Iberia.
Hizo una larga pausa; nadie habló, nadie tosió.
—Vosotros me conocéis lo bastante bien para saber que no estoy bromeando.
Quien lo dude puede preguntar a Hannón. —Antígono sonrió con sarcasmo—. Por otra parte, Asdrúbal me pide que os transmita que no está dispuesto a participar en este tipo de juegos. Estos juegos conducen al rey Hannón, y el estratega de Libia e Iberia conoce bien su deber. Por eso dice lo siguiente: si Hannón se convierte en el rey sin corona de Kart-Hadtha, dejarán de fluir los ríos de plata de Iberia. Los puertos de Iberia quedarán cerrados para los barcos púnicos. Un ejército de ocupación, advierte Asdrúbal, se instalará en la muralla del istmo. Tomadlo o dejadlo.
El sol todavía brillaba sobre las montañas del suroeste de la bahía cuando sonaron los cuernos. Antígono puso la mano sobre el brazo de la damasquina. Su piel era suave, pero bajo ella se ocultaban fuertes músculos.
—Necesito tiempo para acostumbrarme a tu nombre; Argíope. Una de mis hermanas se llama igual.
La mujer se quedó sentada en la muralla. El chitón, corrido, terminaba donde empezaban las piernas. Argíope tenía treinta y seis años, siete menos que Antígono; era alta y delgada, pero fuerte. Un encuentro casual: el heleno había visitado a última hora de la mañana la aldea de sus artesanos, topándose con Argíope en la tienda del nuevo perfumista, Nearcos. La mujer de la lejana ciudad de Damasco comerciaba con plantas, especias y placeres; había venido del oeste, en un barco de su propiedad, para observar el nuevo milagro económico, Karjedón en Iberia, y para hacer negocios allí. Argíope y el heleno habían conversado, habían comido juntos, habían seguido conversando, caminando desde la aldea de artesanos, al oeste de la bahía, hasta la antigua Mastia contestana, luego hasta el nuevo y gigantesco puerto de la ciudad ibérica, desde donde, finalmente, un pescador los había elevado a la isla, centro del imperio ibérico de Asdrúbal. Desde donde Argíope estaba sentada, en el extremo norte de la zona fortificada, podía ver los encrespados jardines de rosas, los fantásticos surtidores, los animales del coto. Veinte mil personas vivían y trabajaban en la isla, que tenía como centro ese enorme parque. En invierno, cuando parte de las tropas se encontraba en la fortaleza, la población de la isla podía subir al doble.
—Diez horas, Antígono —dijo la damasquina. Sonrió. El rostro moreno bajo el pequeño moño negro empezaba a mostrar las primeras arrugas profundas, testigos de su alegría de vivir; los dientes eran blancos y estaban intactos, hasta donde podía verse—. Diez horas para aprender mi nombre. ¿Cuánto tardarás en acostumbrarte?
—¿Cuánto tiempo me das?
Ella lo miró a los ojos.
—Esta noche, y ¿otras?
El heleno le cogió el brazo.
—Esta noche no, señora de las especias. El amo de la fortaleza reclama mi presencia.
—¿Para el gran banquete?
Antígono hizo un guiño.
—No sé a qué debo el honor, pero si, quiere yerme. Lo cual, por otra parte, es una lástima.
—También puedes poner la mano sobre el muslo —dijo Argíope tranquilamente al sentir que la mano del heleno se deslizaba sobre su brazo, se detenía y volvía a subir.