—Que…
Asdrúbal tragó saliva.
—Te llevarás una sorpresa.
—Me gustan las sorpresas.
—Está bien. En fin, hasta ahora hemos cogido a cuatro espías de Massalia que probablemente también trabajaban para Roma. Además de ellos, a dos hombres que debían informar a Hierón de Siracusa, cinco espías de Ptolomeo, tres seléucidas, un ateniense. dos de Pérgamo, uno de Creta que trabajaba para los partos, y dos mestizos árabe—macedonios que espiaban para los gobernantes de Maurya. Y no han sido los únicos; el primero fue un heleno del norte de la India que llegó como cuidador de elefantes.
Antígono sacudió las rejas. Eran fuertes y firmes.
—Y, ¿qué hacéis con ellos?
—Los empleamos en trabajos de provecho en los que no pueden cometer ninguna insensatez, en los huertos, por ejemplo, bajo vigilancia. Y, si vale la pena, los intercambiamos por los nuestros.
—¿Eso quiere decir…? —dijo Antígono volviéndose hacia el púnico.
—Naturalmente. Es, cómo podría decirlo, una costumbre entre los pueblos. No existe conocimiento inútil. —Soltó una breve carcajada—. Claro que tampoco existen muchos que sean útiles. Conocemos, con la inevitable demora, hasta los últimos planes de construcción de carreteras del rey de la India. A veces uno de nuestros hombres de Bactriana escucha de boca de un sarto que ha cabalgado hasta allí algo que el sarto ha oído decir a un caravanero de Bizancio al que se lo ha contado un mercader ilirio, y resulta que se trata de una conversación entre dos centuriones romanos en la orilla oriental del mar Ilirio. —Señaló con la barbilla una estantería colocada a la izquierda de la puerta—. Si te interesa.., en el tercer estante, empezando desde arriba, hay informes sobre las sesiones del Senado de Roma, con detalles sobre los planes de guerra contra los ilirios. Y un resumen muy importante de los proyectos de Roma para el norte de Italia. Tan pronto termine el conflicto con el rey Teuto, les tocará el turno a los celtas del norte de Italia. Las colonias y carreteras ya están proyectadas. Los romanos son muy concienzudos. Y completamente despreocupados de los derechos y planes de los otros pueblos.
—¿Qué tan grande es esta red de informantes? ¿Qué tan fiable es su trabajo? Y, ¿tienen los romanos algo parecido?
Asdrúbal estiró los brazos poniendo las palmas de las manos hacia arriba.
—¿Qué tan grande es? Bastante grande. —Sonrió—. Podría decirte, por ejemplo, con qué príncipes y mercaderes del sur de Libia has hablado. O qué comerciantes masaliotas amigos de Roma han hecho negocios en Britania durante el último otoño. Qué caminos entre Bactriana y la India han estado infestados de bandidos este otoño. Qué capitán árabe provee de noticias del sur de la India y Taprobane al servicio secreto egipcio. Cuántos camellos se usan entre Coptos, en el Nilo, y Berenice, en el mar Arábigo, en cada momento. Cuál es la producción diaria de las minas de esa región.
En los ojos de Asdrúbal había algo que hacía desconfiar a Antígono.
—Hay algo que callas —murmuró—, y que tiene que ver conmigo, ¿verdad?
Asdrúbal suspiró.
—Hay cierta información que tú no querías saber, según escribiste a Amílcar hace unos años. Aquella vez Amílcar me dio orden de observar tu deseo.
—Ese deseo —dijo Antígono enronquecido— ya no existe. Como deberías saber.
—Lo sé, oh amigo Tigo, de lo contrario no hubieras viajado al sur tan a menudo.
Antígono esperaba. Asdrúbal hizo una mueca con la boca, se levantó y caminó hacia una estantería. Cogió, uno a uno, varios rollos de papiro, los desenrolló y volvió a dejarlos. Finalmente sacó uno.
—¿Qué deseas saber?
—Antes que nada: ¿qué tan fiable es la red? ¿Cómo son los informes? ¿Quién ha tendido la red?
—Es fiable, y la mayoría de los informes son muy precisos. Amílcar empezó a tejer la red hace veinte años, y yo la he extendido.
Antígono cerró los ojos.
—Una prueba —dijo en voz muy baja—. Frente a la costa meridional de Arabia hay una isla rocosa. Esta isla custodia el puerto donde tienen que hacer escala los veleros hindúes. ¿Cómo se llama la isla? ¿Cómo se llama y qué procedencia tiene su soberano?
Asdrúbal hizo a un lado el rollo, se encogió de hombros, se dirigió a otra estantería y buscó. Antígono esperaba nervioso. El soberano del «Castillo de los Cuervos» era anónimo, siempre; se le llamaba «Sangriento Señor de las Máscaras». Según un rumor, el hombre que ostentaba en esos momentos el dudoso título de Príncipe de los Piratas Árabes era descendiente de una casa real, cushita negro, de Saba, descendiente de faraones. El nombre de la isla y la manera en que llamaban al príncipe de los piratas eran conocidos únicamente por aquellos que habían viajado por esos remotos lugares.
—Aquí. —Asdrúbal sacó un rollo—. Una región de la que yo nunca me había ocupado. Pero aquí está todo. El último informe es de hace medio año. Aquí dice que el soberano del Castillo de los Cuervos, llamado comúnmente «Sangriento Señor de las Máscaras», ha establecido estrechos contactos con los partos. Desde hace siete años es jefe de los piratas y los autodenominados Protectores del Comercio Marítimo; procede de la unión de la hija de un rey judío de las montañas de la costa del norte de Saba y el descendiente del gobernador de una provincia persa en el sur de Arabia. Su nombre es Sha'amar.
Antígono se quedó mirando fijamente al púnico, perplejo.
—Es… es increíble. Si vosotros.., si tú sabes eso, puedo creer todo lo que diga tu red de informantes.
Asdrúbal devolvió el rollo a su estante.
—Eso sería una ligereza; primero se debe pasar la información por el cedazo, y sopesarla. Pero de todos modos…
—¿Qué sabes de Tsuniro y Aristón? —Al pronunciar los nombres sintió que algo amargo se le atragantaba en la garganta. La mujer a quien había amado más que a nada en el mundo, con pasión, éxtasis y casi una especie de devoción; el alegre y apasionado demonio negro, su hijo… la herida, abierta hacia tantos años, aún no había cicatrizado. Había habido tantas posibilidades de mitigar la añoranza del negro sur, viajar, incluso vivir en dos casas, medio año en Kart-Hadtha, medio año en el sur de Libia. Pero de esa manera… por qué, por qué, por qué. El corazón le daba martillazos en el pecho mientras veía a Asdrúbal echar una ojeada al otro rollo.
—Los hechos —dijo el púnico sin mirar a su viejo amigo; la voz era fría, como si tratara un asunto de negocios—. Abandonaron Gadir en el Costa del Brillante Oro. En las Islas Afortunadas cambiaron a un mercante más pequeño con el que siguieron hacia el sur, hasta llegar a Kart Hannón, en la desembocadura del Gher. «La mujer —dice aquí— estaba enferma, una enfermedad del espíritu. No dijo a nadie de dónde venía. En sus momentos de lucidez buscaba parientes lejanos, y encontró a un viejo mercader y caravanero negro al que llamaba tío. Antes de que la caravana pudiera partir, ella murió. El pequeño partió con el comerciante hacia el interior de Libia.» Otro informe, de más o menos un año después, habla de negociaciones entre un príncipe de los bosques y un emisario de Ptolomeo. Dice que hasta entonces el príncipe no tenía herederos de su propia carne, y que adoptó a un muchacho que llevaba el extraño nombre de Aristón, de quien decía era el hijo de su hija, desaparecida hacia mucho tiempo.
Antígono guardaba silencio. Asdrúbal enrolló los papiros.
—Desde entonces no ha cambiado nada. El príncipe del bosque y su hijo adoptivo siguen con vida. —Dejó el rollo en el estante; luego se acercó a Antígono y le puso las manos sobre los hombros.
—Murió porque tenía el corazón destrozado, amigo. Tú y ella erais uno; habíais disfrutado la mayor felicidad, y habéis tenido que pagar el precio más alto por ella. Fue un ataque de añoranza, Tigo, una fiebre que le nubló la razón. Haz un esfuerzo, meteco. —Clavó sus poderosos dedos en los hombros de Antígono; luego lo soltó y volvió a su silla.
—Hay dos cosas más —dijo Asdrúbal mientras se sentaba—. La fortuna de Tsuniro; si quieres saber más acerca de ella, dirígete a Rab Baalyatón.
—¿El sumo sacerdote del templo de Reshef? —Su propia voz le sonaba extraña y ronca; Antígono se escuchaba hablar desde lejos, como si su propia voz le llegara a través de un velo susurrante.
—Sí. Probablemente has preguntado a todos los bancos y caravaneros, pero Baalyatón no es una decisión tan desacertada. Es un hombre sincero; el templo compra hierbas para incienso, maderas aromáticas y marfil del sur.
—Si.
Asdrúbal carraspeó.
—Aristón… ¿Quieres que lo raptemos?
Antígono se acercó tanteando su silla, se dejó caer en ella y agarró el vaso de vino con las dos manos. Apenas se dio cuenta de que Asdrúbal lo estaba llenando, sin agua.
—No. Era tan pequeño… Ya debe de haberse olvidado de mí. ¿Con qué derecho puedo arrancarlo de su nuevo mundo?
Sus ojos ardían. Apretó los párpados y bebió. Escuchó que Asdrúbal movía papiros, escuchó el rasgar de la caña de escribir. Afuera, el graznido de un pájaro apagó por un instante los rugidos del instructor militar. Cascos de caballos trotaban por la plaza; uno de los animales relinchó. El susurro de las moscas y mosquitos se hizo insoportable. Luego crujió la silla en la que estaba sentado, sacándolo de su letargo.
—¿A qué distancia de aquí está Amílcar? —Abrió los ojos y dejó el vaso vacío sobre la mesa.
Asdrúbal se llevó la caña de escribir a la nariz.
—Diez o doce días a caballo. ¿Cuándo quieres viajar?
—Pronto. Mañana. ¿Es peligroso el camino?
Asdrúbal dejó la caña y apoyó la barbilla en las manos.
—En parte. Deberías.., ah, ¿qué más da? Iré contigo. Tengo unas cuantas cosas que hablar con él, y aquí todo está tan desesperadamente embrollado que bien puede prescindir de mí durante una luna para desordenarse un poco más.
Antígono se levantó e intentó esbozar una sonrisa.
—Supongo que los informadores más importantes sólo os darán parte a ti y a Amílcar, no a tus escribas púnicos. ¿Es así?
Asdrúbal enseñó los dientes.
—No queremos quitar el sueño a Hannón el Grande, por eso no permitimos que se entere de demasiadas cosas; por ejemplo, de que tenemos copias de sus cartas a comerciantes y senadores romanos. O qué es lo que sucede exactamente en cada región de Iberia. Tienes razón, amigo. Precisamente de eso se trata ahora.
Se han acumulado unas cuantas cosas que tengo que discutir con Amílcar. Y pronto.
—¿Cuándo?
Asdrúbal chasqueó la lengua.
—Podemos partir pasado mañana a primera hora. ¿Qué quieres hacer hasta entonces? Eres mi huésped, naturalmente.
Antígono vaciló.
—Me gustaría saber algo más sobre vuestras nuevas tropas, si es que no me consideras un espía.
Asdrúbal rió.
—Pondré a tu disposición a un joven guía. Maharbal. Es un buen amigo de Aníbal. Él te mostrará todo.
El esbelto y nervudo púnico era aún joven, tendría apenas unos veinte años. Mandaba a los mil hombres de la fuerte tropa de catafractas íberos emplazada en Karduba. Los jinetes de pesadas armaduras eran el juguete preferido de Amílcar, decía Maharbal. El muchacho guió a Antígono a través de las cuadras, herrerías y curtidurías, explicándole las novedades. El joven púnico era el cuarto hijo de un pequeño armador; parecía haber disfrutado de una buena educación, y ante Antígono mostró poseer una mesurada ironía. Sólo más tarde comprendió el heleno que Maharbal veía en él al amigo de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal, y por ello lo respetaba y, tal vez, temía un poco.
—Los caballos que se crían en Iberia son más grandes y fuertes que los pequeños caballos númidas. Por eso pueden cargar más peso. Creo que ése fue el primer punto importante que tuvo en cuenta Amílcar. —En el prado que se extendía detrás de las cuadras pastaban caballos númidas e ibéricos, y la diferencia entre unos y otros saltaba a la vista. Los animales de los catafractas eran casi tres palmos más altos, medidos en la cruz; parecían más fuertes y mejor desarrollados que los ligeros y rápidos caballos de las estepas libias.
—¿Sabes cómo pelean los númidas?
Antígono asintió. El ataque con la caballería de Naravas era algo que difícilmente olvidaría.
—Son los escaramuzadores de la caballería, si se quiere decir así; los íberos serian los hoplitas pesados. —Maharbal tocó con el pie uno de los amplios arzones de madera revestida en cuero—. Esto se coloca encima de la manta y se sujeta con hebillas bajo la panza del animal. Los jinetes pueden sujetarse con la mano o haciendo fuerza con las rodillas. Por eso pueden no sólo arrojar lanzas, como hacen los númidas, sino también llevar pesados arietes y hasta espadas. Además, estos animales soportan más peso. Los jinetes con yelmo y armadura de cuero con guarniciones de metal serían demasiado pesados para los caballos númidas.
—¿De dónde son los hombres?
—De todos los pueblos de jinetes de Iberia: vetones, vacceos, oretanos, carpesianos, lusitanos, arévacos, hay de todo. Algunos provienen de regiones a las que aún no hemos llegado; la fama de Amílcar y la perspectiva de una buena soldada, desde luego.
Asombrado y por momentos incrédulo, Antígono caminó junto al púnico a través de la Ciudad de los Soldados. Todo lo que los estrategas y tácticos helenos habían ideado o imaginado se había hecho realidad aquí; Amílcar había complementado o mejorado en parte aquellas ideas, y había desarrollado nuevas posibilidades para la formación y utilización de sus hombres, procedentes de mil pueblos distintos. Esto no podía ni siquiera compararse con las heterogéneas hordas de mercenarios de la Guerra Romana; aquí había una armónica multiplicidad de cualidades particulares, dotadas de un mismo armamento, una misma formación, unas mismas órdenes y señales. Lo que había surgido aquí empequeñecía a todos los ejércitos helenos y macedonios, y superaba incluso a las terribles legiones romanas. Pequeñas unidades móviles comandadas por suboficiales capaces de sustituir a un oficial caído durante una batalla; formas muy afinadas de cooperación entre tropas de distinto género; en el enorme campo de entrenamiento, Antígono vio cómo, a una señal de trompeta, una confusa y multicolor multitud de soldados íberos a pie, hoplitas pesados libios, honderos baleares, lanceros lusitanos, arqueros gatúlicos y capadocios se convertía en un instante en una compacta cuña de choque, y, al oír otras señales, giraban, se abrían formando un abanico, luego una línea. Pequeños elefantes de los bosques con largos cuchillos en los colmillos y montados por dos lanceros cada uno arremetieron contra la línea de soldados. La formación se disolvió con la rapidez de un rayo; los elefantes pasaron corriendo a través de los callejones abiertos entre pequeños grupos de guerreros, que inmediatamente después se reunieron formando una falange. Siguieron unas dos docenas de grandes elefantes de las estepas, con mantas rojas, cuchillos en los colmillos y las barquillas que llevaban a tres o cuatro arqueros; el conductor iba sentado en la nuca. La falange se abrió bruscamente, los animales arremetieron contra el vacío; tras ellos, catafractas cayeron al galope sobre formaciones cuadrangulares cerradas, erizadas de lanzas, jabalinas, espadas y escudos. Los ojos de Maharbal brillaban.