Anaconda y otros cuentos (13 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Anaconda y otros cuentos
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Procedía, sin embargo, no dejarme embriagar.

—Es menester —le dije formalizándome un tanto— que yo abra esa correspondencia.

Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirándome atónito:

—¿Pero está usted loco? —exclamó—. ¿Sabe usted lo que va a encontrar allí? ¡No sea criatura, por Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y láncelo a la playa…

Sacudí la cabeza y metí la mano en el baúl. Mi hombre se encogió entonces de hombros y se echó de nuevo en su sillón, con la rodilla muy alta entre las manos. Me miraba hacer de reojo, moviendo la cabeza y sonriendo al final de cada comunicación.

¿Usted supone, no, lo que dirían las últimas notas, dirigidas a un empleado que desde hacía dos años se libraba muy bien de contestar a una sola? Eran simplemente cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto oscuro, al funcionario de menos vergüenza… Y yo debía cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.

—¡Ya se lo había yo prevenido! —me decía mi muchacho con voz compasiva—. Va usted a sudar mucho más cuando deba contestar… Siga mi consejo, que aún es tiempo: haga un judas con barril y notas, y se sentirá feliz.

¡Estaba bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguía balanceándose, muy satisfecho de la norma a que había logrado ajustar su vida.

Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada, y concluí por sentir debilidad.

—¡Ah, ah! —se levantó—. ¿Se halla cansado ya? ¿Desea tomar algo? ¿Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le dije…

Y a pesar de mi gesto desabrido, pidió el chocolate y lo probé. En efecto, era detestable; pero el hombre quedó muy contento.

—¿Vio usted? No se puede tomar. ¿A qué atribuir esto? No descansaré hasta saberlo… Me alegro de que no haya podido tomarlo, pues así cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de día aún… Muy bien; comeremos de aquí a una hora, y mañana proseguiremos con las notas y demás…

Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosísimo baño, pues mi joven amigo tenía una instalación portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato después mi huésped me acompañó hasta mi cuarto.

—Veo que es usted hombre precavido —me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta—. Sin este chisme, no podría usted dormir. Solamente yo no lo uso aquí.

—¿No le pican los mosquitos? —le pregunté, extrañado a medias solamente.

—¿Usted cree? —me respondió riendo y llevándose la mano a su calva frente—. Muchísimo… Pero no puedo soportar eso… ¿No ha oído hablar usted de personas que se ahogan dentro de mosquiteros? Es una tontería, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.

Fuimos hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levantó la lámpara hasta los ojos, y miré. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba cerrada por una verdadera red de telarañas, una selva inextricable de telarañas donde no cabía la cabeza de un fósforo sin hacer temblar todo el telón. Y tan lleno de polvo, que parecía un muro. Por lo que pude comprender, más que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta dónde.

—¿Y usted duerme aquí? —le pregunté mirándolo un largo momento.

—Sí —me respondió con infantil orgullo—. Jamás entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamás.

—Pero usted ¿por dónde entra? —le pregunté muy preocupado.

—¿Yo, por dónde entro? —respondió. Y agachándose, me señaló con la punta del dedo—: Por aquí. Haciéndolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad… Ni mosquitos ni murciélagos… ¿Polvo? No creo que pase; aquí tiene la prueba… Adentro está muy despejado… y limpio, crea usted. ¿Ahogarme?… No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a cincuenta centímetros de la boca… ¿Se ahoga usted dentro de una habitación cerrada por el frío? Y hay —concluyó con la mirada soñadora— una especie de descanso primitivo en este sueño defendido por millones de arañas que velan celosamente la quietud de uno… ¿No lo cree usted así? No me mire con esos ojos… ¡Buenas noches, señor gobernador! —concluyó riendo y sacudiéndose ambas manos.

A la mañana siguiente, muy temprano, pues éramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos nuestra tarea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias de menor cuantía.

—¡Es cierto! —me respondió—. Existen también los libros de cuentas… Hay, creo yo, mucho que pensar sobre eso… Pero lo haré después, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. ¡Urquijo! Hágame el favor de traer los libros de cuentas. Verá usted que en un momento… No hay nada anotado, como usted comprenderá; pero en un instante… Bien, Urquijo; siéntese usted ahí; vamos a poner los libros en forma. Comience usted.

El secretario, a quien había entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy flaco, huraño, silencioso y de mirar desconfiado. Tenía la cara rojiza y lustrosa, dando la sensación de que no se lavaba nunca. Simple apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tenía una sola mancha. Su cuello de celuloide era tan grande, que dentro de él cabían dos pescuezos como el suyo. Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.

Y comenzó el arreglo de cuentas más original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sentó enfrente del secretario y no apartó un instante la vista de los libros mientras duró la operación. El secretario recorría recibos, facturas y operaba en voz alta:

—Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto…

Y multiplicaba al margen de un papel.

Su jefe seguía los números en línea quebrada, sin pestañear. Hasta que, por fin, extendió el brazo:

—No, no, Urquijo… Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto; tercer mes de sueldo… Siga así, y sume. Así entiendo claro.

Y volviéndose a mí:

—Hay yo no sé qué cosa de brujería y sofisma en las matemáticas, que me da escalofríos… ¿Creerá usted que jamás he llegado a comprender la multiplicación? Me pierdo enseguida… Me resultan diabólicos esos números sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda… Sume, Urquijo.

El secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:

—Ahora sí —decía—; esto es bien claro.

Pero a una nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:

—Veinticinco meses de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto…

—¡No, no! ¡Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto…; segundo mes de provisión de leña…, etcétera. Sume después.

Y así continuó el arreglo de libros, ambos con demoniaca paciencia, el secretario, olvidándose siempre y empeñado en multiplicar al margen del papel y su jefe deteniéndolo con la mano para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.

—Aquí tiene usted sus libros en forma —me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero sonriendo siempre con sus grandes ojos de pájaro inocente.

Nada más me queda por decirle. Permanecí nueve meses escasos allá, pues mi hígado me llevó otra vez a España. Más tarde, mucho después, vine aquí, como contador de una empresa… El resto ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada de él… Supongo que habrá solucionado al fin el misterio de por qué su chocolate, hecho con elementos de primera, había salido tan malo…

Y en cuanto a la influencia del personaje… ya sabe mi actuación de encargado escolar… Jamás, entre paréntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela… Créame: las tres cuartas partes de las ideas del peregrino mozo son ciertas… Incluso las matemáticas…

Yo agrego ahora: las matemáticas, no sé; pero en el resto —Dios me perdone— le sobraba razón. Así, al parecer, lo comprendió también la Administración, rehusando admitirme en el manejo de su delicado mecanismo.

Dieta de amor

Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:

D
OCTOR
S
WINDENBORG

F
ÍSICO DIETÉTICO

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…

¡Físico dietético…! ¡Ah, no! ¡No era ése mi lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía yo que hacer con una muchacha anémica, hija o pensionista de un físico dietético? ¿A quién se le puede ocurrir hilvanar, como una sábana, estos dos términos disparatados: amor y dieta? No era todo eso una promesa de dicha, por cierto. ¡Dietético…! ¡No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta… ¡No, con mil diablos!

Esto era ayer de mañana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea por la belleza del día o por haber adivinado en mis ojos quién sabe qué religiosa vocación dietética, lo cierto es que me ha mirado.

«Hoy la he visto… la he visto… y me ha mirado…»

¡Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la estrofa. Lo que yo pensaba era esto: cuál debe ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los éxtasis de una inefable dieta…

Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La seguí, como el día anterior; y como el día anterior, mientras con una idiota sonrisa iba soñando tras los zapatos de charol, tropecé con la placa de bronce:

D
OCTOR
S
WINDENBORG

F
ÍSICO DIETÉTICO

¡Ah! ¿Es decir, que nada de lo que yo iba soñando podría ser verdad? ¿Era posible que tras los aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor dietético?

Debo creerlo así, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma calle y en la misma cuadra; y he leído claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir límpido a mis ojos un fraternal amor dietético…

¡Al diablo el amor!

Han pasado cuarenta días. No sé ya qué decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica de traje oscuro… Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos los días.

Muriendo de amor… Y sí, muriendo de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoración sin sangre. La memoria me falta a veces; pero me acuerdo muy bien de la noche que llegué a pedirla.

Había tres personas en el comedor —porque me recibieron en el comedor—: el padre, una tía y ella. El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y muy frío. El doctor Swindenborg me oyó de pie, mirándome sin decir una palabra. La tía me miraba también, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba sentada a la mesa y no se levantó.

Yo dije todo lo que tenía que decir, y me quedé mirando también. En aquella casa podía haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pasó un momento aún, y el padre me miraba siempre. Tenía un inmenso sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pañuelo al cuello y una barba muy grande.

—¿Usted está bien seguro de amar a la muchacha? —me dijo, al fin.

—¡Oh, lo que es eso! —le respondí.

No contestó nada, pero me siguió mirando.

—¿Usted come mucho? —me preguntó.

—Regular —le respondí, tratando de sonreírme.

La tía abrió entonces la boca y me señaló con el dedo como quien señala un cuadro:

—El señor debe comer mucho… —dijo.

El padre volvió la cabeza a ella:

—No importa —objetó—. No podríamos poner trabas en su vía…

Y volviéndose esta vez a su hija, sin quitar las manos de los bolsillos:

—Este señor te quiere hacer el amor —le dijo—. ¿Tú quieres?

Ella levantó los ojos tranquila y sonrió:

—Yo, sí —repuso.

—Y bien —me dijo entonces el doctor, empujándome del hombro—. Usted es ya de la casa; siéntese y coma con nosotros.

Me senté enfrente de ella y cenamos. Lo que comí esa noche, no sé, porque estaba loco de contento con el amor de mi Nora. Pero sé muy bien lo que hemos comido después, mañana y noche, porque almuerzo y ceno con ellos todos los días.

Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene el té, y esto no es un misterio para nadie. Las sopas claras son también tónicas y predisponen a la afabilidad.

Y bien: mañana a mañana, noche a noche, hemos tomado sopas ligeras y una liviana taza de té. El caldo es la comida, y el té es el postre; nada más.

Durante una semana entera no puedo decir que haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros un instinto de rebelión bestial que muy difícilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba la lucha; y ese rencor del estómago dirigiéndose a sí mismo de hambre; esa constante protesta de la sangre convertida a su vez en una sopa fría y clara, son cosas éstas que no se las deseo a ninguna persona, aunque esté enamorada.

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