Read Anaconda y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
La mujer, entretanto, el cuello doblado, no apartaba los ojos de la costa para conservar la distancia. No pensaba, no oía, no sentía: remaba. Sólo cuando un grito más alto, un verdadero clamor de tortura rompía la noche, las manos de la mujer se desprendían a medias del remo.
Hasta que por fin soltó los remos y echó los brazos sobre la borda.
—No grites… —murmuró.
—¡No puedo! —clamó él—. ¡Es demasiado sufrimiento!
Ella sollozaba:
—¡Ya sé…! ¡Comprendo…! Pero no grites… ¡No puedo remar!
—Comprendo también… ¡Pero no puedo! ¡Ay…!
Y enloquecido de dolor y cada vez más alto:
—¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!
La mujer quedó largo rato aplastada sobre los brazos, inmóvil, muerta. Al fin se incorporó y reanudó muda la marcha.
Lo que la mujer realizó entonces, esa misma mujercita que llevaba ya dieciocho horas de remo en las manos, y que en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es una de esas cosas que no se tornan a hacer en la vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el rápido sur del Teyucuaré, que la lanzó diez veces a los remolinos de la canal. Intentó otras diez veces sujetarse al peñón para doblarlo con la canoa a la rastra, y fracasó. Tornó al rápido, que logró por fin incidir con el ángulo debido, y ya en él se mantuvo sobre su lomo treinta y cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Remó todo ese tiempo con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo instante los remos. Durante esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a tres metros, el peñón que no podía doblar, ganando apenas centímetros cada cinco minutos, y con la desesperante sensación de batir el aire con los remos, pues el agua huía velozmente.
Con qué fuerzas, que estaban agotadas; con qué increíble tensión de sus últimos nervios vitales pudo sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podría decirlo. Y sobre todo si se piensa que por único estimulante, la lamentable mujercita no tuvo más que el acompasado alarido de su marido en popa.
El resto del viaje —dos rápidos más en el fondo del golfo y uno final al costear el último cerro, pero sumamente largo— no requirió un esfuerzo superior a aquél. Pero cuando la canoa embicó por fin sobre la arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendió bajar para asegurar la embarcación, se encontró de repente sin brazos, sin piernas y sin cabeza —nada sentía de sí misma, sino el cerro que se volcaba sobre ella—; y cayó desmayada.
—¡Así fue, señor! Estuve dos meses en cama, y ya vio cómo me quedó la pierna. ¡Pero el dolor, señor! Si no es por ésta, no hubiera podido contarle el cuento, señor —concluyó poniéndole la mano en el hombro a su mujer.
La mujercita dejó hacer, riendo. Ambos sonreían, por lo demás, tranquilos, limpios y establecidos por fin con un boliche lucrativo, que había sido su ideal.
Y mientras quedábamos de nuevo mirando el río oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunté qué cantidad de ideal hay en la entraña misma de la acción, cuando prescinde en un todo del móvil que la ha encendido, pues allí, tal cual, desconocido de ellos mismos, estaba el heroísmo a la espalda de los míseros comerciantes.
En una época en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante los dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.
—He aquí un hombre superior —me dije—. Merece que vaya a verlo.
Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración nacional —nadie lo ignora— requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.
Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar —ni enviar, desde luego— ninguna nota…
Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.
Mi hombre se echó a reír de mi juvenil admiración cuando le conté lo que me llevaba a verlo. Me dijo que no era cierto, por lo menos el lapso transcurrido sin contestar una sola nota. Que había sido encargado escolar en una colonia nacional, y que, en efecto, había dejado pasar algo más de un año sin acusar recibo de nota alguna. Pero que eso tenía en el fondo poca importancia, habiendo notado por lo demás…
Aquí mi hombre se detuvo un instante, y se echó a reír de nuevo.
—¿Quiere usted que le cuente algo más sabroso que todo esto? —me dijo—. Verá usted un modelo de funcionario público… ¿Sabe usted qué tiempo dejó pasar ese tal sin dignarse echar una ojeada a lo que recibía? Dos años y algo más. ¿Y sabe usted qué puesto desempeñaba? Gobernador… Abra usted ahora la boca.
En efecto, lo merecía. Para un tímido novio —digámoslo así— de la Administración Nacional, nada podía abrirme más los ojos sobre la virtud de mi futura que las hazañas de aquel Don Juan administrativo… Le pedí que me contara todo, si lo sabía, y a escape.
—¿Si lo sé? —me respondió—. ¿Si conozco bien a mi funcionario? Como que yo fui el gobernador que le sucedió… Pero, óigame más bien desde el principio. Era en… En fin, suponga usted que el ochenta y tantos. Yo acababa de regresar a España, mal curado aún de unas fiebres cogidas en el golfo de Guinea. Había hecho un crucero de cinco años, abasteciendo a las factorías españolas de la costa. El último año lo pasé en Elobey Chico… ¿Usted sabe su geografía, sí?
—Sí, toda; continúe.
—Bien. Sabrá usted entonces que no hay país más malsano en el mundo entero, así como suena, que la región del delta del Níger. Hasta ahora, no hay mortal nacido en este planeta que pueda decir, después de haber cruzado frente a las bocas del Níger: «No tuve fiebre…»
Comenzaba, pues, a restablecerme en España, cuando un amigo, muy allegado al Ministerio de Ultramar, me propuso la gobernación de una de las cuatrocientas y tantas islas que pueblan las Filipinas. Yo era, según él, el hombre indicado, por mi larga actuación entre negros y negritos.
—Pero no entre malayos —respondí a mi protector—. Entiendo que es bastante distinto…
—No crea usted: es la misma cosa —me aseguró—. Cuando el hombre baja más de dos o tres grados en su color, todos son lo mismo… En definitiva: ¿le conviene a usted? Tengo facultades para hacerle dar el destino enseguida.
Consulté un largo rato con mi conciencia, y más profundamente con mi hígado. Ambos se atrevían, y acepté.
—Muy bien —me dijo entonces mi padrino—. Ahora que es usted de los nuestros, tengo que ponerlo en conocimiento de algunos detalles. ¿Conoce usted, siquiera de nombre, al actual gobernador de su isla, Félix Pérez Zúñiga?
—No; fuera del escritor… —le dije.
—Ése no es Félix —me objetó—. Pero casi, casi valen tanto el uno como el otro… Y no lo digo por mal. Pues bien: desde hace dos años no se sabe lo que pasa allá. Se han enviado millones de notas, y crea usted que las últimas son capaces de ponerle los pelos de punta al funcionario peor nacido… Y nada, como si tal cosa. Usted llevará, juntamente con su nombramiento, la destitución del personaje. ¿Le conviene siempre?
Ciertamente, me convenía… a menos que el fantástico gobernador fuera de genio tan vivo cuan grande era su llaneza en eso de las notas.
—No tal —me respondió—. Según informes, es todo lo contrario… Creo que se entenderá usted con él a maravillas.
No había, pues, nada que decir. Di aún un poco de solaz a mi hígado, y un buen día marché a Filipinas. Eso sí, llegué en un mal día, con un colazo de tifón en el estómago y el malhumor del gobernador general sobre mi cabeza. A lo que parece, se había prescindido bastante de él en ese asunto. Logré, sin embargo, conciliarme su buena voluntad y me dirigí a mi isla, tan a trasmano de toda ruta marítima que si no era ella el fin del mundo era evidentemente la tumba de toda comunicación civilizada.
Y abrevio, pues noto que usted se fatiga… ¿No? Pues adelante… ¿En qué estábamos? ¡Ah! En cuanto desembarqué di con mi hombre. Nunca sufrí desengaño igual. En vez del tipo macizo, atrabiliario y gruñón que me había figurado a pesar de los informes, tropecé con un muchacho joven de ojos azules, grandes ojos de pájaro alegre y confiado. Era alto y delgado, muy calvo para su edad, y el pelo que le restaba —abundante a los costados y tras la cabeza— era oscuro y muy ondeado. Tenía la frente y la calva muy lustrosas. La voz muy clara, y hablaba sin apresurarse, con largas entonaciones de hombre que no tiene prisa y goza exponiendo y recibiendo ideas.
Total: un buen muchacho, inteligente sin duda, muy expansivo y cordial y con aire de atreverse a ser feliz dondequiera que se hallase.
—Pase usted, siéntese —me dijo—. Esté todo lo a gusto que quiera. ¿No desea tomar nada? ¿No, nada? ¿Ni aun chocolate…? El que tengo es detestable, pero vale la pena probarlo… Oiga su historia: el otro día un buque costero llegó hasta aquí, y me trajo diez libras de cacao… lo mejor de lo mejor entre los cacaos. Encargué de la faena a un indígena inteligentísimo en la manufactura del chocolate. Ya lo conocerá usted. Se tostó el cacao, se molió, se le incorporó el azúcar —también de primera—, todo a mi vista y con extremas precauciones. ¿Sabe usted lo que resultó? Una cosa imposible. ¿Quiere usted probarlo? Vale la pena… Después me escribirá usted desde España cómo se hace eso… ¡Ah, no vuelve usted…! ¿Se queda, sí? ¿Y será usted el nuevo gobernador, sin duda…? Mis felicitaciones…
¿Cómo aquel feliz pájaro podía ser el malhechor administrativo a quien iba a reemplazar?
—Sí —continuó él—. Hace ya veintidós meses que no debía ser yo gobernador. Y no era difícil adivinarle a usted. Fue cuando adquirí el conocimiento pleno de que jamás podría yo llegar a contestar una nota en adelante. ¿Por qué? Es sumamente complicado esto… Más tarde le diré algo, si quiere… Y entretanto, le haré entrega de todo, cuando usted lo desee… ¿Ya…? Pues comencemos.
Y comenzamos, en efecto. Primero que todo, quise enterarme de la correspondencia oficial recibida, puesto que yo debía estar bien informado de la remitida.
—¿Las notas dice usted? Con mucho gusto. Aquí están.
Y fue a poner la mano sobre un gran barril abierto, en un rincón del despacho.
Francamente, aunque esperaba mucho de aquel funcionario, no creí nunca hallar pliegos con membrete real amontonados en el fondo de un barril…
—Aquí está —repitió siempre con la mano en el borde, y mirándome con la misma plácida sonrisa.
Me acerqué, pues, y miré. Todo el barril, y era inmenso, estaba efectivamente lleno de notas; pero todas sin abrir. ¿Creerá usted? Todas tenían su respectivo sobre intacto, hacinadas como diarios viejos con faja aún. Y el hombre tan tranquilo. No sólo no había contestado una sola comunicación, lo que ya sabía yo; pero ni aun había tenido a bien leerlas…
No pude menos de mirarlo un momento. Él hizo lo mismo, con una sonrisa de criatura cogida en un desliz, pero del que tal vez se enorgullece. Al fin se echó a reír y me cogió de un brazo.
—Escúcheme —me dijo—. Sentémonos, y hablaremos. ¡Es tan agradable hallar una sorpresa como la suya, después de dos años de aislamiento! ¡Esas notas…! ¿Quiere usted, francamente, conservar por el resto de su vida la conciencia tranquila y menos congestionado su hígado?, se le ve en la cara enseguida… ¿Sí? Pues no conteste usted jamás una nota. Ni una sola siquiera. No cree, es claro… ¡Es tan fuerte el prejuicio, señor mío! ¿Y sabe usted de qué proviene? Proviene sencillamente de creer, como en la Biblia, que la administración de una nación es una máquina con engranajes, poleas y correas, todo tan íntimamente ligado, que la detención o el simple tropiezo de una minúscula rueda dentada es capaz de detener todo el maravilloso mecanismo. ¡Error, profundo error! Entre la augusta mano que firma
Yo
y la de un carabinero que debe poner todos sus ínfimos títulos para que se sepa que existe, hay una porción de manos que podrían abandonar sus barras sin que por ello el buque pierda el rumbo. La maquinaria es maravillosa, y cada hombre es una rueda dentada, en efecto. Pero las tres cuartas partes de ellas son poleas locas, ni más ni menos. Giran también, y parecen solidarias del gran juego administrativo; pero en verdad dan vueltas en el aire, y podrían detenerse algunas centenas de ellas sin trastorno alguno. No, créame usted a mí, que he estudiado el asunto todo el tiempo libre que me dejaba la digestión de mi chocolate… No hay tal engranaje continuo y solidario desde el carabinero a su majestad el rey. Es ello una de las tantas cosas que en el fondo solemos y simulamos ignorar… ¿No? Pues aquí tiene usted un caso flagrante… Usted ha visto la isla, la cara de sus habitantes, bastantes más gordos que yo; ha visto al señor gobernador general; ha atravesado el mundo, y viene de España. Ahora bien: ¿Ha visto usted señales de trastorno en parte alguna? ¿Ha notado usted algún balanceo peligroso en la nave del Estado? ¿Cree usted sinceramente que la marcha de la Administración Nacional se ha entorpecido, en la cantidad de un pelo entre dos dientes de engranaje, porque yo haya tenido a bien, sistemáticamente, no abrir nota alguna? Me destituyen, y usted me reemplaza, y aprenderá a hacer buen chocolate… Esto es el trastorno… ¿No cree usted?
Y el hombre, siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pájaro complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a él lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.
—Precisa que yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado escolar, que aquel diablo de muchacho tenía una seducción de todos los demonios. No sé si era lo que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofía pagana, sin pizca de acritud, tentaba fabulosamente, y no pasó rato sin que simpatizáramos del todo.