Amor a Cuadros (2 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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Durante los últimos cuatro años Martin Better ha acumulado arte de la misma manera en que otra gente mete comida en el carro de la compra, gastándose cinco, diez o hasta veinte millones en una pieza con el aire despreocupado de un ama de casa que coge una caja de cereales con miel en el súper.

Martin Better es promotor inmobiliario, aunque a menudo la gente piensa erróneamente que es administrador de fondos de protección, porque es el deporte nacional menospreciar a todos los coleccionistas nuevos diciendo que son especuladores de fondos de protección, sugiriendo así que la única razón por la que compran obras de arte es —sorpresa— para ganar dinero.

Martin Better es conocido por su gusto por el riesgo —aunque creo que la frase es más bien: «Tiene los huevos del tamaño de dos cocos». O algo que suena igual de incómodo. Ganó un fortunón en el mercado inmobiliario. Luego comenzó a comprar obras de arte. Una vez que empezó, no pudo parar.

Irónicamente, el doctor Kopp, uno de los viejos coleccionistas que con más ímpetu criticaban a los nuevos compradores en general, a los usuarios de fondos de protección, a los rusos —y a Martin Better en particular—, por lo que él consideraba una flagrante falta de sensibilidad respecto al precio, está sentado justo al lado de Martin y Lorette. Parece que alguien de la casa de subastas ha decidido divertirse esta noche. Pobre doctor Kopp. Es un catedrático de renombre mundial. Y no puede permitirse los cuadros que cuelgan de sus paredes.

*

Vamos por el lote catorce cuando cambia la energía que hay en la sala. Es el momento en que hace su entrada una famosa representante de la alta sociedad. Jenna Bain es la mujer del importante coleccionista Robert Bain. Sí, cuando digo «importante» puedes leer «rico». Ya estás empezando a hablar nuestro idioma.

Jenna Bain está espectacular. El vestido que lleva le sienta como un guante. Su brillante pelo rubio se bambolea al andar. Saluda y lanza besos, lanza besos y saluda mientras hace su entrada por el pasillo central, aunque resultaría más fácil acceder al asiento que tiene reservado junto a su marido desde el costado de la sala. Su marido ya está sentado, y ahora se incorpora un poco en su asiento, sabiendo que es la envidia de todos los hombres que están en la subasta. Todo el mundo se incorpora un poco, porque el toque de glamour refuerza la impresión de aquí y ahora es donde hay que estar.

—Puedo adjudicarlo por cuatro millones de dólares —canturrea el subastador. Luego le lanza una última mirada inquisitiva al segundo postor del lote catorce—. ¿Alguna puja más?

Y entonces ocurre. Casi inmediatamente después de Jenna Bain entra Connie Kantor. Una de las nuevas coleccionistas —no, no de dinero de fondos de protección, su marido labró su fortuna al inventar un nuevo modelo de dispensador de papel higiénico—. Connie, con tacones de trece centímetros, es un chiste en movimiento mientras avanza por el pasillo central, aunque, una vez más, resultaría más fácil llegar hasta su asiento desde el lado más cercano a la puerta.

Saluda y lanza besos, lanza besos y saluda a todos los que por casualidad conoce. Se me encogen los hombros instintivamente, aunque sé que ni siquiera echará una hojeada a la sección de la gente que está de pie. Sus ojos deambulan hacia aquí y hacia allá con el brillo codicioso de una coleccionista en celo.

Aquí tenemos un cuerpo lleno de bultos que ni todo el dinero del mundo conseguiría vestir adecuadamente, aunque ella lo intenta, y esta noche lleva lo que parece ser una sudadera de visón con capucha. Tiene un cabello lacio y sin vida, al que ni siquiera el hombre conocido como el mago del secador es capaz de darle volumen, y unos ojos pequeños que parecen aun más diminutos por el exceso de maquillaje. Lleva metros de diamantes que le dan varias vueltas al cuello y uno mucho mayor que le cuelga del anular. En su brazo se balancea un enorme bolso Hermes Birlan de chillona piel azul de cocodrilo. Es uno de esos bolsos que cuestan al menos diez de los grandes, si consigues que pongan tu nombre al principio de la lista de espera. El cocodrilo es lo más. Éste es tan grande que parece una imitación, pero Connie no tiene la suficiente confianza en sí misma como para llevar una imitación.

Su marido Andrew, una criatura tipo trol que se ha dejado caer sobre un asiento de una de las primeras filas, no se vuelve. Está en la brecha, leyendo mensajes en su PDA, mientras sus hombros suben y bajan rítmicamente. Nunca lo he visto sin esa BlackBerry; siempre parece muy ocupado, pero igual sólo está jugando al busca minas. En cualquier caso, no levanta la mirada para ver cómo su esposa avanza por el pasillo. Los suyos son los únicos ojos que no están fijos en Connie en este momento. Hasta el subastador hace una breve pausa para admirar su entrada.

El contraste entre Connie y Jenna Bain resulta cómico. Justo cuando Connie está llegando a su fila, mientras le lanza un beso a Andrew, se tropieza con los tacones. Se da de bruces contra el suelo, y del bolso azul salen maquillaje, su móvil y dos tampones, que echan a rodar por el pasillo. A duras penas me resisto a soltar una carcajada. Hay otros en la sala que no tienen tanto autocontrol. El hombre gordo que tengo al lado se ríe con un sonoro resoplido.

—Es de mercadillo —dice, dándose una palmadita en la rodilla.

El zalamero subastador a duras penas logra mantener la atención del público. Pero lo consigue con una venta rápida del lote quince:

—Adjudicado, pues, por doscientos mil dólares.

La subasta avanza con rapidez. Se han batido los récords de algunos artistas. Hasta ahora, ningún artículo se ha quedado sin comprador. Pronto llegamos al lote veintiuno. Ha habido un montón de revuelo preventa por esta pieza. Cuando, contra todo pronóstico, se vende por poco más del cálculo más pesimista, unas cuantas personas se levantan y se marchan.

Y entonces llega el Finelli. El catálogo calcula que vale entre novecientos cincuenta mil y un millón ciento cincuenta mil dólares. ¿Te sorprende saber que Simon pensaba tasar el cuadro en setenta y cinco mil dólares para la inauguración de la exposición de Finelli en marzo de este mismo año, tan sólo nueve meses antes? Nunca se me han dado bien las matemáticas, pero el precio se ha multiplicado, ¿por cuánto? Por mucho.

Se espera que el vendedor —sí, vale, Martin Better— se lleve un buen pellizco por un cuadro por el que pagó seiscientos setenta y cinco mil dólares. Ya en junio, sólo cuatro meses después de la inauguración, el precio de la obra había subido hasta seiscientos setenta y cinco mil dólares. Por supuesto, ha habido un montón de murmuraciones maliciosas y dogmáticas opiniones sobre que Marty vaya a vender el Finelli muy poco tiempo después de comprarlo en la feria de arte de Basilea. Y no se limitó a ofrecerlo discretamente por medio de un marchante secundario, ni a devolvérselo a Simon para que se lo vendiese, sino que decidió subastarlo. Las subastas son tan públicas, tan llamativas, tan, bueno, atrevidas. Cocos, umm.


Lulú conoce a Dios y duda de Él
—canturrea el subastador. Eleva la mirada hacia el techo, consciente de que un cuadro que se considera abiertamente la mejor obra del artista puede producir resultados extraños y emocionantes en subastas como ésta. Este tipo de resultados, de excesos desenfrenados, son los que le proporcionan trabajo, y lo que hace que todos regresemos subasta tras subasta, y hasta que suframos la humillación de quedarnos de pie en nuestra sección si es necesario. Tal vez, su mirada hacia el techo sea una pequeña plegaria.

Las pujas comienzan fuerte, con múltiples compradores por toda la sala. La rapidez de la acción despierta la curiosidad de algunos de los que pensaban marcharse pronto, que ahora remolonean junto a la puerta para ver qué pasa. Hay pujas telefónicas y montones de palas levantadas, y las cifras suben a un ritmo constante.

—Setecientos mil. Setecientos cincuenta mil. Ochocientos. —El subastador apenas tiene ocasión de respirar entre puja y puja.

El precio pronto alcanza los novecientos cincuenta mil, el cálculo por lo bajo. Los primeros compradores se retiran cuando el precio supera el millón de dólares. Al llegar a un millón cuatrocientos mil, sólo quedan tres compradores.

Uno de ellos es un nuevo coleccionista al que oí preguntar por el estado de la pieza en la recepción de antes de la subasta, seguramente porque no tenía ni idea de qué otra cosa decir. ¿El estado de la obra? Prácticamente, la pintura aún está húmeda.

La segunda compradora es, por supuesto, Connie Kantor. Se ha recuperado de la caída, ha vuelto a atarse esas revoltosas sandalias, y agita la pala todo lo alto que puede, como si temiese que el subastador no fuera a verla. La sutil inclinación de la cabeza o el quitarse discretamente las gafas no están hechos para Connie.

El tercero de los postores se encuentra en la sección de los que estamos de pie, justo detrás de mí. Ocupa una poco usual zona ciega debido a la extraña forma de la sala, junto a un pilar que le oculta para el público que está sentado. Es un lugar que le resulta visible al subastador, a los atractivos vendedores que se alinean frente a los teléfonos y a sólo unos pocos de los que estamos de pie. Para la mayoría de la sala, este comprador no es más que una pala. Un comprador misterioso. Al público que está sentado le encantan los compradores misteriosos.

La puja sigue subiendo a buen ritmo, y las tres palas se alternan a intervalos regulares. Se supera la marca de los dos millones, para sorpresa y entusiasmo de todos los que estamos presentes en la sala. El panel de las divisas muestra las cifras: 1.565.195.000 euros. Eso son 223.359.084 yenes japoneses. Hasta Lorette Better parece interesada.

Después, los tres millones. El entusiasmo invade la silenciosa sala. Menudo exceso. Recuerda, se trata de Jeffrey Finelli, ¡no de Andy Warhol!

A los tres millones doscientas mil, hasta el elegante subastador empieza a tener dificultades para contenerse.

—Tres millones trescientos mil, tres millones cuatrocientos mil, tres millones quinientos mil, tres millones seiscientos mil. —Apenas logra hacer una pausa entre número y número, y su entusiasmo se aprecia en la forma en que pronuncia las palabras. Sus estrechas caderas giran cuando indica primero el rincón posterior derecho de la sala, después, una de las primeras filas de la izquierda, y, por último, a la derecha, donde está Connie.

A los tres millones setecientos mil el coleccionista, al que le preocupaba el estado del cuadro, decide plantarse. Parece confuso, como si acabara de despertarse de un trance.

Sólo quedan Connie y el comprador del fondo. La sala entera parece estar jugando a mi juego: el público se queda completamente quieto, ni siquiera respira, temiendo que el subastador malinterprete una inclinación de cabeza o un suspiro más alto de lo normal.

Parece que el comprador misterioso se ha hecho con el cuadro por cuatro millones.

—A la de una. —El subastador prácticamente baila junto a su podio—. Adjudicado por cuatro millones de dólares.

En la sala no se oye ni una mosca. Hay algo en la expresión perpleja de Connie, tan confusa como la de un ciervo paralizado frente a los faros de un coche, que hace que el subastador intuya que tal vez pueda conseguir otra puja. Fija su seductora mirada sobre ella, que ahora es el leal segundo postor.

—¿Ofrece usted cuatro millones cien mil? —pregunta, inclinándose por encima del podio en dirección a Connie.

Connie se aferra a la pala que tiene sobre el regazo. La otra mano la ha deslizado hasta debajo de su muslo, como para evitar que salte ella sólita y puje sin su consentimiento. Tiene los labios apretados, con tanta decisión que prácticamente no se aprecian, y sólo queda una estrecha línea de brillo de labios para indicar que una vez hubo una boca en esa parte de su cara.

—¿Una más, señora? — pregunta el subastador.

La sala está en silencio. El marido de Connie se niega a devolverle la mirada.

—Tómese su tiempo —dice el subastador, magnánimo, aunque todos sabemos lo que en realidad quiere decir.

Connie baja la vista hasta su pala, levanta la cabeza y asiente con firmeza bajo la mirada atenta del subastador.

—Cuatro millones cien mil dólares —dice con toda la emoción que le permiten sus modales suizos—. Para usted, señora, por cuatro millones cien mil, si el comprador del fondo está de acuerdo.

Se hace una breve pausa.

—¿Tenemos cuatro millones doscientos mil?

Y el comprador del fondo de la sala puja por cuatro millones doscientos mil, con un movimiento veloz de la pala, que luego hace bajar tan rápidamente que casi nadie lo aprecia, excepto el subastador.

Connie gira la cabeza con rapidez, una vez, hacia la sección de los que estamos de pie. Me oculto tras mi pesado amigo, pero Connie no me ve.

—¿Tenemos cuatro millones trescientos mil? —le pregunta el subastador, de forma extremadamente cortés, a Connie. Connie parece a punto de gritar de frustración. En vez de eso, aprieta los labios aún con más fuerza y levanta la pala con cansada resignación.

—Cuatro millones trescientos mil dólares —grita el subastador—. Gracias, señora.

Estiro el cuello, como todos los demás, para echarle un vistazo al comprador misterioso. Se considera de muy mal gusto levantarse, pero una mujer que lleva un vestido a rayas amarillas y negras se pone como en cuclillas sobre su asiento para intentar verle mejor. Ninguno, ni siquiera la señora que parece un tigre agazapado, alcanza a ver lo que el subastador, con sus ojos de águila, domina desde donde está posado, por encima de la sala. La figura que sostenía la pala al fondo de la sala se ha marchado; seguramente se ha escabullido por una puerta lateral.

—Cuatro millones trescientos mil —anuncia el subastador, con tono de dar las cosas por hecho, porque sabe que tiene que acabar rápidamente con este lote—. A la de una; a la de dos —dice, antes de que a Connie le dé tiempo de cambiar de opinión—. Adjudicado por cuatro millones trescientos mil dólares.

Tap,
suena el pequeño martillo al descender sobre el podio. Hay un aplauso entusiasmado. Por lo visto, esto sólo pasa en América. Según Simon, en Londres nadie aplaudiría al final de una subasta de obras de arte. Al fin y al cabo, le gustaba decir, después de uno o varios
gin tonics
, es una venta, no una función de teatro.

No sé tú, pero yo no estoy de acuerdo con él. Supongo que no estoy de acuerdo con prácticamente nada que jamás haya salido de la boca de Simon. Excepto con una cosa que dijo en la inauguración de la exposición de Jeffrey Finelli, allá por marzo:

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