Authors: Fredric Brown
—¡El viejo Wherry! —exclamó—. ¡Vaya con la sorpresa! —Lo malo es que no dijo «vaya»... pero no se molestó en disculparse ante Ma y Ellen hasta que él y yo nos hubimos golpeado enérgicamente la espalda, y le hube presentado a Johnny Lane.
Era igual que en los viejos tiempos, cuando estábamos en las ferias de Marte y Venus. Empezó a contar a Ellen lo alta que ella era la última vez que la vio y a preguntarle si realmente se acordaba de él.
En aquel momento Ma sorbió.
Cuando Ma sorbe de este modo, significa que algo le ha llamado la atención, así que aparté los ojos del viejo Sam, miré a Ma, y después al lugar hacia donde Ma estaba mirando. No sorbí, pero me quedé boquiabierto.
Una mujer venía hacia nosotros desde el fondo de la tienda, y digo que era una mujer porque no se me ocurre la palabra apropiada para describirla, si es que hay alguna. Era santa Cecilia, Ginebra y una favorita en una sola persona. Era como una puesta de sol en Nuevo México y las frías lunas plateadas de Marte vistas desde los Jardines Ecuatoriales. Era como un valle de Venus en primavera, y como Dorzalski tocando el violín. Era algo extraordinario.
Oí una exclamación junto a mí, que me resultó desconocida. Tardé un segundo en comprender por qué; era la primera vez que a Johnny Lane se le escapaba una exclamación en mi presencia. Tuve que hacer un esfuerzo pero desvié la vista para mirar su rostro. Y pensé: «Oh..., oh. ¡Pobre Ellen!» Porque el pobre muchacho estaba embelesado, eso era indudable.
Y, justo a tiempo —es posible que al ver a Johnny me ayudara—, conseguí recordar que ya he pasado de los cincuenta y que soy feliz en mi matrimonio. Me agarré al brazo de Ma y resolví no soltarlo.
—Sam —dije—, ¿qué diablos...? Bueno, quiero decir...
Sam se volvió y miró a su espalda. Dijo:
—Señorita Ambers, me gustaría presentarle a unos viejos amigos míos que acaban de llegar. Señora Wherry, ésta es la señorita Ambers, la estrella cinematográfica.
Después terminó las presentaciones; primero Ellen, después yo, y después Johnny. Ma y Ellen se mostraron extremadamente corteses. Yo, por mi parte, quizá exagerase al pretender no fijarme en la mano que la señorita Ambers me tendía. Ya soy viejo, y tuve el presentimiento de que podría olvidarme de soltársela si se la estrechaba. Ya pueden imaginarse la clase de muchacha que era.
Johnny si que se olvidó de soltársela.
Sam me estaba diciendo:
—Oye, viejo pirata, ¿qué estás haciendo aquí? Pensaba que te dedicabas a las colonias, y jamás hubiera creído encontrarte en un decorado cinematográfico.
—¿Un decorado cinematográfico? —Las cosas empezaban a tener algo de sentido.
—Desde luego; Cine Planetario, S.A. Yo soy el asesor técnico de las escenas que tienen lugar en una feria. Querían unas imágenes de una sala de juegos, así que desempolvé mis viejos trastos y los instalé aquí. En este momento, todos los muchachos están en el campo de operaciones.
Empecé a comprender.
—¿Y la fachada del restaurante que hay más arriba? ¿También es un decorado? —inquirí.
—Claro, y la calle también. No la necesitaban pero tuvieron que filmar cómo la hacían para una secuencia.
—¡Ah! —Seguí preguntando—: ¿Y el avestruz de la pajarita, y los pájaros con hélices? Eso no puede ser un truco cinematográfico. ¿O sí lo es? —Había oído decir que Cine Planetario hacía cosas que parecían imposibles.
Sam meneó la cabeza con expresión desorientada.
—Ni hablar. Debes de haberte tropezado con miembros de la fauna local. Hay algunos, pero no muchos, y no nos molestan para nada.
Ma dijo:
—Escúchame bien, Sam Heideman, ¿cómo es que si este planeta ha sido descubierto, no hemos oído hablar de él? ¿Desde cuando se conoce su existencia, y de qué se trata todo esto?
Sam soltó una carcajada.
—Un hombre llamado Wilkins descubrió este planeta hace unos diez años. Informó al Consejo pero, antes de que difundieran la noticia, Cine Planetario se enteró y ofreció al Consejo un alquiler muy considerable por el lugar con la condición de que se mantuviera en secreto. Como aquí no hay minerales ni nada de valor y la tierra no vale un céntimo, el Consejo se lo alquiló en esas condiciones.
—Pero ¿por qué tiene que ser un secreto?
—No hay visitantes, no hay distracciones, y han dado esquinazo a sus competidores. Todas las grandes compañías cinematográficas se espían unas a otras e intentan birlarse las buenas ideas. Aquí tienen todo el espacio que quieren y pueden trabajar en paz y sin que nadie les moleste.
—¿Qué harán cuando sepan que hemos descubierto su escondite? —pregunté.
Sam soltó otra carcajada.
—Me imagino que, ahora que estáis aquí, os tratarán a cuerpo de rey e intentarán convenceros de que no os vayáis de la lengua. Además, quizá consigáis un pase gratuito para todos los cines de la cadena Planetario.
Se acercó a un armario y volvió con una bandeja llena de botellas y vasos. Ma y Ellen rehusaron, pero Sam y yo nos servimos una copa de un licor muy bueno. Johnny y la señorita Ambers hablaban seriamente en un rincón de la tienda, así que no les molestamos, especialmente después de haberle dicho a Sam que Johnny no bebía.
Johnny aún no le había soltado la mano y la miraba fijamente a los ojos como un cachorro mareado. Observé que Ellen se volvía de espaldas para no tener que verlos. lo sentí por ella, pero no podía hacer nada para remediarlo. Esas cosas ocurren. Y si no hubiera sido por Ma...
Pero vi que Ma empezaba a ponerse nerviosa y dije que lo mejor era regresar a la nave para vestirnos más elegantemente, ya que iban a tratarnos a cuerpo de rey. Además, acercaríamos la nave. Estimé que podíamos quedarnos unos cuantos días en Nada Sirio. Sam se desternilló de risa cuando le expliqué que habíamos bautizado el planeta con ese nombre, después de una ojeada a la fauna local.
Entonces aparté amablemente a Johnny de la estrella cinematográfica y le conduje al exterior. Su cara tenía una expresión ausente y dichosa, e incluso olvidó saludar cuando le hablé. Tampoco me llamó «señor». La verdad es que no dijo absolutamente nada.
Los demás tampoco abrimos la boca, mientras subíamos por la calle.
Había algo que me inquietaba y no podía concretar qué era. Había algo que no encajaba, algo que no tenía sentido.
Ma también estaba preocupada. Finalmente la oí decir:
—Escucha, si de verdad quieren mantener el secreto acerca de este lugar, ¿no crees que quizá... uh...?
—No, claro que no —repuse, con cierta brusquedad. Sin embargo, no era eso lo que me inquietaba.
Bajé la mirada hasta aquella carretera tan nueva y perfecta, y comprendí que en ella había algo que no me gustaba. Me acerqué al bordillo y seguí andando junto a él, observé la tierra verdosa de los alrededores, pero no vi nada más que agujeros y cucarachas como las que ya había visto en el restaurante Bon-Ton.
No obstante, quizá no fueran cucarachas, a menos que la compañía cinematográfica las hubiera traído. Pero se parecían demasiado a las cucarachas a efectos prácticos, si es que una cucaracha tiene algún efecto práctico. No tenían pajarita, ni hélices, ni plumas. Eran cucarachas normales y corrientes.
Salí de la faja pavimentada e intenté pisar una o dos, pero se escaparon y desaparecieron en el interior de los agujeros. Eran muy rápidas.
Volví a la carretera y seguí andando junto a Ma. Cuando me preguntó: «¿Qué hacías?», yo le contesté: «Nada».
Ellen se había situado al otro lado de Ma y mantenía un semblante deliberadamente inexpresivo. Deduje que estaba pensando y deseé poder ayudarlas. Lo único que se me ocurría era quedarnos un tiempo en la Tierra después de aquel viaje, para darle la oportunidad de olvidar a Johnny conociendo a otros muchachos de su edad. Quizá encontrase alguno que le gustara.
Johnny parecía aturdido. Estaba en el séptimo cielo, y había caído de repente, como suelen hacer los muchachos como él. Quizá no fuese amor, sino únicamente apasionamiento, pero en ese instante no sabía en qué planeta estaba.
En aquel momento coronamos la primera colina, y perdimos de vista la tienda de Sam.
—Papá, ¿has visto alguna cámara cinematográfica por los alrededores? —preguntó súbitamente Ma.
—No, pero esas máquinas cuestan millones. No las dejan por ahí cuando no se utilizan.
Enfrente de nosotros se alzaba la fachada del restaurante. Tenía un curioso aspecto desde donde nos encontrábamos, ya que lo veíamos de lado. Aparte de esto, no se veía nada más que la carretera y las verdosas colinas.
En el pavimento no había ninguna cucaracha, y me di cuenta de que no habíamos visto ninguna sobre el asfalto. Al parecer nunca subían a la carretera ni la cruzaban. ¿Por qué razón iba una cucaracha a cruzarla? ¿Para pasar al otro lado?
Seguía estando inquieto por algo, algo que tenía menos sentido que cualquier otra cosa.
Esta sensación fue aumentando a medida que avanzábamos. Deseé poder tomar otra copa. El sol Sirio descendía hacia la línea del horizonte, pero aún hacía mucho calor. Incluso llegué a desear un vaso de agua.
Ma también parecía cansada.
—Parémonos a descansar —dije—, ya estamos a mitad del camino.
Nos detuvimos. Fue justo delante del Bon-Ton y yo alcé la vista hasta el letrero, sonriendo.
—Johnny, ¿quieres entrar y pedir la cena?
El saludó y contestó: «Sí, señor», y se dirigió hacia la puerta. De repente enrojeció y se detuvo en seco. Yo me reí discretamente y no hice ningún comentario que empeorase su turbación.
Ma y Ellen se sentaron en el bordillo.
Volví a trasponer la puerta del restaurante y comprobé que nada había cambiado. Liso como el cristal en el otro lado. La misma cucaracha —supongo que era la misma— seguía sentada o de pie junto al mismo agujero.
Le dije: «Hola», pero no me contestó, así que traté de pisarla, pero volvió a ser más rápida que yo. Observé algo muy curioso. Había echado a correr hacia el agujero en el mismo instante que decidí pisarla, incluso antes de que pudiera mover un músculo.
Regresé a la fachada, y me apoyé en la pared. Se estaba bien y cómodo. Saqué un cigarro del bolsillo y me dispuse a encenderlo, pero dejé caer la cerilla. Ya casi sabía lo que no encajaba.
Algo concerniente a Sam Heideman.
—Ma —dije—, ¿acaso San Heideman no está... muerto?
Y entonces, de repente, dejé de estar apoyado en una pared, porque la pared dejó de estar allí y empecé a caerme hacia atrás.
Oí que Ma y Ellen gritaban.
Me levanté de la tierra verdosa. Ma y Ellen también se estaban levantando, porque el bordillo donde se habían aposentado también había desaparecido. Johnny se tambaleaba ligeramente después de que la carretera se evaporase bajo las suelas de sus zapatos y descendiera unos centímetros.
No se veía ningún letrero, ningún restaurante, y ninguna calle; sólo las colinas verdes. Y... sí, las cucarachas seguían estando allí.
La caída me había trastornado, y estaba loco. Busqué algo para descargar mi locura. Sólo había cucarachas. Ellas no habían desaparecido sin dejar rastro como todo lo demás. Hice una nueva tentativa con la más próxima, y volví a fallar. Esta vez estaba seguro de que se había movido antes que yo.
Ellen miró hacia el lugar donde debía estar la calle, y el lugar donde debía estar el restaurante, mirando después en dirección a donde habíamos venido como preguntándome si la tienda Penny Arcade continuaría allí.
—No está —dije.
—No está, ¿qué? —preguntó Ma.
—No está allí —expliqué.
Ma me miró con impaciencia.
—¿Qué es lo que no está allí?
—La tienda —dije un poco irritado—. La compañía cinematográfica. Todo el asunto. Y especialmente Sam Heideman. Fue cuando recordé lo de San Heideman... hace cinco años, en Ciudad Luna, oímos que había muerto... Así que él no estaba allí. Nada de ello estaba allí. Y en cuanto me di cuenta, ellos lo hicieron desaparecer todo.
—¿Ellos? ¿A quién te refieres al decir «ellos», papá Wherry? ¿Quiénes son «ellos»?
—¿De verdad quieres saberlo? —pregunté, pero la mirada de Ma me hizo parpadear.
—Este no es sitio para hablar —proseguí—. Lo primero que debemos hacer es regresar a la nave lo más de prisa que podamos. ¿Podrás guiarme hasta allí, Johnny, ahora que no hay carretera?
Él asintió, olvidándose de saludar o llamarme «señor». Reanudamos la marcha, sin que ninguno hablara. Yo no dudaba de que Johnny nos pudiera guiar hasta la nave; estuvo muy bien hasta llegar a la tienda; siguió nuestro rumbo con la brújula de pulsera.
Una vez llegamos al punto donde terminaba la desaparecida carretera, todo fue más fácil, pues veíamos nuestras propias huellas en la tierra, y sólo teníamos que seguirlas. Pasamos la elevación donde habíamos visto el matorral púrpura con los pájaros de hélices, pero los pájaros ya no estaban, y el matorral tampoco.
Sin embargo, el Chitterling seguía allí, gracias a Dios. Lo vimos desde la última colina y estaba exactamente igual que lo habíamos dejado. Parecía un verdadero hogar, y apretamos instintivamente el paso.
Abrí la puerta y me aparté para dejar entrar a Ma y Ellen. Ma ya tenía un pie dentro cuando oímos la voz. Dijo:
—Queremos despedirles.
—Nosotros también queremos despedirles —respondí—. Váyanse al demonio.
Hice una seña a Ma para que entrara en la nave. Cuanto antes nos marcháramos, mejor para todos.
Pero la voz dijo:
—Esperen —En su entonación había algo que nos hizo obedecer—. Queremos explicárselo para que no regresen.
Nada estaba más lejos de mi mente que regresar, pero repliqué:
—¿Por qué no?
—Su civilización no es compatible con la nuestra. Hemos estudiado su mente para estar seguros. Proyectamos imágenes a partir de las imágenes que encontramos en sus mentes, para estudiar sus reacciones ante ellas. Nuestras primeras imágenes, nuestras primeras proyecciones de ideas, fueron confusas. Pero hemos comprendido su mente cuando han alcanzado el punto más alejado de su caminata. Hemos conseguido proyectar seres iguales a ustedes.
—Sam Heideman, sí —comenté—. Pero ¿qué me dicen de la... la mujer? Ella no podía estar en el recuerdo de ninguno de nosotros porque no la conocíamos.
—Era un compuesto..., lo que ustedes llamarían una idealización. Sin embargo, eso no tiene importancia. Después de estudiarles, hemos visto que su civilización se preocupa por las cosas, mientras que la nuestra se interesa por las ideas. No tenemos nada que ofrecernos. Un intercambio entre ambas razas no haría ningún bien y sí mucho mal. Nuestro planeta no tiene recursos materiales que puedan interesar a su raza.