Authors: Fredric Brown
El contestó:
—Lo siento, Charlie. Ha sido una idea absurda. No, claro que no lo creo. —Lanzó una ojeada a su reloj—. Terminaremos esa partida de ajedrez, ¿quieres?
—Estupendo. Espera a que llene otra vez los vasos.
Jugó distraídamente y consiguió perder al cabo de quince minutos. Declinó el ofrecimiento de Charlie para una revancha y se recostó en el sillón.
Dijo:
—Charlie, ¿has visto alguna vez unas piezas de ajedrez que sean rojas y negras?
—N-no. O blancas y negras, o rojas y blancas. ¿Por qué?
—Bueno... —sonrió—. Me imagino que no tendría que decírtelo, después de hacerte dudar sobre si estoy cuerdo o no, pero es que últimamente he tenido varias veces el mismo sueño. No es que sea más descabellado que otro sueño cualquiera, pero lo raro es que se repite una y otra vez. Es algo sobre una partida entre rojas y negras; ni siquiera estoy seguro de que sea ajedrez. Ya sabes lo que pasa cuando sueñas; las cosas parecen tener sentido aunque sean absurdas. En el sueño no me pregunto si las piezas rojas y negras son de ajedrez o no; lo sé, lo supongo, o creo saberlo. Pero cuando me despierto no lo recuerdo. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Desde luego. Continúa.
—Bueno, Charlie, he estado pensando que quizá tenga algo que ver con o que hay al otro lado de un muro de amnesia que jamás he podido derribar. Esta es la primera vez en mi... bueno, no en mi vida, quizá, pero si en los tres años que recuerdo de ella, en que tengo varias veces el mismo sueño. Me pregunto si..., si no es un indicio de que estoy empezando a recobrar la memoria.
»¿He tenido alguna vez un juego de fichas rojas y negras, por ejemplo? O bien, en mi colegio, ¿tenían competiciones de baloncesto o béisbol entre equipos rojos y negros, o... algo por el estilo?
Charlie reflexionó unos minutos antes de menear la cabeza.
—No —dijo—, no recuerdo nada parecido. Claro que en las ruletas hay rojo y negro...
rouge et noir.
También son los colores de una baraja de cartas.
—No. Estoy completamente seguro de que no tiene nada que ver con las cartas ni con la ruleta. No es... nada de este estilo. Es un juego entre las rojas y las negras. En cierto modo, ellas son los jugadores. Piénsalo, Charlie; no en donde tú habrías podido asimilar esa idea, sino en donde yo habría podido.
Vio que Charlie reflexionaba y, al cabo de un rato, le dijo:
—Está bien, no sigas estrujándote el cerebro, Charlie. A ver si te dice algo esto: El brillante fulgor.
—El brillante fulgor, ¿de qué?
—Sólo esas palabras: el brillante fulgor. ¿Significan algo para ti?
—No.
—Está bien —dijo—; olvídalo.
Llegó temprano y dejó atrás la casa de Clare, llegando hasta la esquina, donde se detuvo bajo el gran olmo que allí había, para fumar el resto de su cigarrillo, mientras reflexionaba sombríamente.
En realidad, no había nada que pensar; lo único que tenía que hacer era despedirse de ella. Unas cuantas palabras. Y rehuir sus pregunta acerca del lugar a donde iba, y cuánto tiempo se quedaría. Tenía que mostrarse tranquilo e indiferente, como si no significaran absolutamente nada el uno para el otro.
Tenía que ser así. Conocía a Clare Wilson desde hacía un año y medio, y habían estado saliendo durante todo ese tiempo; no era justo. Esto debía ser el final, por el bien de ella. No tenía derecho a pedir a una mujer que se casara con él... ¡un loco que creía ser Napoleón!
Tiró el cigarrillo y lo aplastó furiosamente con la punta del zapato; después retrocedió hasta la casa, subió los escalones del porche, y tocó el timbre.
La propia Clare le abrió la puerta. la luz procedente del recibidor confirió un brillo dorado a su cabello, que rodeaba su cara en sombras.
Deseó con tantas fuerzas tomarla entre sus brazos que le costó un verdadero esfuerzo mantener los brazos estirados a lo largo del cuerpo.
Estúpidamente, dijo:
—Hola, Clare ¿Cómo va las cosa?
—No lo sé, George. ¿Cómo va las cosa? ¿No piensas entrar?
Se retiró del umbral para dejarle pasar y la luz iluminó su cara, dulcemente seria. Sabía que ocurría algo desusado, pensó él; su expresión y tono de voz se lo revelaron.
No quería entrar. Dijo:
—Hace una noche preciosa, Clare. Demos un paseo.
—De acuerdo, George —Salió al porche—. Una noche preciosa, y unas estrellas maravillosas. —Se volvió hacia él y lo miró—. ¿Alguna de ellas es tuya?
El se sobresaltó ligeramente. Después dio un paso adelante y la cogió por el codo, para ayudarla a bajar los escalones del porche. Contestó:
—Todas son mías. ¿Quieres comprar una?
—¿Es que no me la regalarías? ¿Ni una muy pequeñita? Me conformaría con una que tuviera que mirar con un telescopio.
Se encontraron en la acera, donde ya nadie podía oírles, y su voz cambió bruscamente, perdiendo la nota festiva que tenía, para preguntar:
—¿Qué sucede, George?
Él abrió la boca para contestar que no sucedía nada, pero volvió a cerrarla. No podía decirle una mentira, pero tampoco podía decirle la verdad. El hecho de que ella le hubiese formulado esta pregunta de ese modo, tendría que haber simplificado las cosas, sin embargo, las hizo más difíciles.
Le hizo otra pregunta:
—Tienes la intención de despedirte... para siempre, ¿verdad, George?
El repuso:
—Sí. —Tenía la boca seca. No sabía si esa única palabra había salido como un articulado monosílabo o no, de modo que se humedeció los labios y lo intentó de nuevo—; Sí, me temo que sí, Clare.
—¿Por qué?
No tuvo el valor de mirarla, así que siguió con la vista fija en el infinito. Dijo:
—N-no puedo decírtelo, Clare, pero debo hacerlo. Es lo mejor para ambos.
—Dime una cosa, George. ¿Es verdad que te vas o sólo era... una excusa?
—Es verdad. Me voy; no sé por cuánto tiempo. No me preguntes adónde, por favor. No puedo decírtelo.
—Quizá yo sí que pueda, George. ¿Te importa que lo haga?
Le importaba, le importaba mucho. Pero ¿cómo iba a decírselo? No contestó, porque tampoco podía decir que sí.
Habían llegado al parque, el reducido parque del barrio que sólo ocupaba una manzana de extensión y no ofrecía demasiada intimidad, pero que tenía bancos. Él la siguió hacia allí... o quizá fue ella y tomaron asiento en un banco. Había otras personas en el parque, pero no demasiado cerca. Él aún no había contestado su pregunta.
Ella se sentó muy cerca de él, y comentó:
—Estás preocupado por tu estado mental, ¿verdad, George?
—Pues... sí, en cierto modo, sí, es verdad.
—Y tu viaje tiene algo que ver con eso, ¿no es así? ¿Vas a algún sitio para someterte a observación o tratamiento, o las dos cosas?
—Algo por el estilo. No es tan sencillo como todo esto, Clare, y yo... no puedo explicarte de qué se trata.
Ella apoyó una mano sobre las suyas, que descansaban sobre sus rodillas. Dijo:
—Sabía que era algo por el estilo, George, y no te pido que me expliques nada. Lo único que pido es que no me digas lo que querías decirme. Dime «hasta la vista» en vez de «adiós». Ni siquiera me escribas, si no quieres, pero no seas tan noble ni termines con todo en este mismo momento, pensando en mi bien. Por lo menos espera a que regreses. ¿De acuerdo?
Él tragó saliva. ¡Ella lo presentaba todo de una forma tan sencilla cuando, en realidad, era tan complicado! Tristemente, respondió:
—Está bien, Clare. Si tú lo prefieres...
Ella se levantó bruscamente:
—Volvamos, George.
Él también se levantó.
—Aún es temprano.
—Lo sé, pero a veces... Bueno, es el momento psicológico más adecuado para separarnos. George. Sé que parece una tontería pero, después de lo que hemos dicho, ¿no sería —uh— un anticlímax... seguir...?
Él se echó a reír. Dijo:
—Comprendo a lo que te refieres.
Regresaron a su casa en silencio. Él no habría podido decir si fue un silencio feliz o desgraciado; estaba demasiado confundido para saberlo.
En el oscuro porche, delante de la puerta, ella se volvió y le miró.
—George —dijo.
Silencio.
—¡Oh, George! Deja de ser tan noble o lo que sea. A menos, naturalmente, que no me ames. A menos que esto sólo sea una complicada forma de... evasiva. ¿Lo ves?
Sólo había dos cosas que él pudiera hacer. Una era echar a correr como alma que lleva el diablo. la otra era hacer lo que hizo, la rodeó con sus brazos y la besó, apasionadamente.
Cuando terminó, y no se dio prisa en terminar, respiraba entrecortadamente y tenía las ideas confusas, pues se concentró diciendo lo que no pensaba decir.
—Te quiero, Clare. Te quiero; te quiero mucho.
Y ella contestó:
—Yo también te quiero, amor mío. Volverás a buscarme, ¿verdad?
Y él dijo:
—Sí, sí.
Ella vivía a unos seis kilómetros de la pensión dónde él se alojaba, pero fue andando, y el paseo le pareció muy corto.
Se sentó junto a la ventana de su habitación, con la luz apagada, para pensar, pero sus pensamientos describían el mismo círculo cerrado que habían descrito durante tres años.
Fuera, en el exterior, las estrellas parecían relucientes diamantes en el cielo. ¿Sería una de ellas la estrella de sus destino? En ese caso, él la seguiría, la seguiría hasta el manicomio si es que le conducía hasta allí. En su interior existía la arraigada convicción de que aquello no era un accidente, que no podía considerase una coincidencia el hecho de que le hubieran pedido que dijera la verdad bajo pretexto de una mentira.
La estrella de su destino.
¿El brillante fulgor? No, la frase de sus sueños no se refería a eso; no era una frase adjetiva, sino sustantiva. El brillante fulgor. ¿Qué era el brillante fulgor?
¿Y las rojas y las negras? Había pensado en todo lo que Charlie le sugiriese, y otras cosas también. Fichas de un juego de damas, por ejemplo. Pero no era eso.
Las rojas y las negras.
Bueno, cualquiera que fuese la respuesta, ahora se dirigía a toda velocidad hacia ella.
Al cabo de un rato se acostó, pero tardó mucho en quedarse dormido.
Charlie Doerr salió del despacho que ostentaba el letrero de «Privado» y alzó una mano. Dijo:
—Buena suerte, George. El doctor quiere hablar contigo.
Estrechó la mano de Charlie y repuso:
—Ya puedes marcharte. Nos veremos el lunes, el primer día de visita.
—Esperaré aquí —contestó Charlie—. Me he tomado el día libre ¿sabes? Además, quizá no tengas que ir.
Soltó la mano de Charlie y le miró fijamente a los ojos. Repuso lentamente:
—¿A qué te refieres, Charlie... con eso de que quizá no tenga que ir?
—Verás... —Charlie parecía desconcertado—. Quizá te diga que estás bien, o te sugiera que vengas regularmente a verle hasta que te repongas, o... —Charlie terminó con un hilo de voz—: O algo por el estilo.
Incrédulamente, siguió mirando a Charlie. Habría querido gritar: «¿Estoy loco o lo estás tú?», pero hubiera sido una locura en aquellas circunstancias. Pero tenía que asegurarse de que las palabras de Charlie no respondieran a sus más íntimos pensamientos; quizá hubiera caído en el papel que debía desempeñar al hablar con el médico. Preguntó:
—Charlie, ¿acaso no recuerdas que...? —El resto de la pregunta le pareció una locura, al ver la mirada inexpresiva de Charlie. La respuesta estaba en la cara del propio Charlie; no necesitaba que éste la tradujera en palabras.
Charlie volvió a decir:
—Esperaré, naturalmente. Buena suerte, George.
Él miró a Charlie y asintió, después de lo cual dio media vuelta y entró en el despacho con el letrero de «Privado». Cerró la puerta, mientras estudiaba al hombre sentado tras la mesa, que se había levantado al verle entrar. Un hombre corpulento, de anchas espaldas y cabello gris.
—¿El doctor Irving?
—Sí, señor Vine. ¿Quiere hacer el favor de sentarse?
Se dejó caer en el cómodo sillón tapizado que había al otro lado de la mesa del médico.
—Señor Vine —dijo el médico—, la primera de este tipo de entrevistas siempre resulta un poco difícil. Para el paciente, me refiero. Hasta que me conozca mejor, le será un poco difícil superar ciertas reticencias y hablar libremente de sí mismo. ¿Prefiere hablar, contarme cosas a su manera, o que yo le haga preguntas?
Lo pensó. Tenía una historia preparada, pero sus pocas palabras con Charlie en la sala de espera lo habían cambiado todo.
Repuso:
—Quizá sea mejor que me haga preguntas.
—Muy bien. —El doctor Irving tenía una pluma en la mano y una hoja de papel sobre la mesa, frente a sí—. ¿Dónde y cuándo nació?
Suspiró profundamente.
—Si no me equivoco, nací en Córcega, el 15 de agosto de 1769. Naturalmente, no me acuerdo del momento de mi nacimiento. Sin embargo, recuerdo algunas cosas de mi adolescencia en Córcega. Estuvimos allí hasta que cumplí los diez años, y después me enviaron al colegio en Brienne.
En vez de escribir, el médico daba ligeros golpecitos en el papel con la punta de la pluma. Preguntó:
—¿En qué año y qué mes estamos?
—En agosto de 1947. Sí, sé que debería tener ciento setenta y tantos años. Quizá desee saber cómo me explico este hecho. No me lo explico. Tampoco me explico el hecho de que Napoleón muriese en 1821.
Se recostó en el sillón y cruzó los brazos, alzando los ojos al techo.
—No trato de explicarme las paradojas y discrepancias. Las acepto como tales. Pero, según mi memoria, y aparte de los lógicos pros y contras, fui Napoleón durante veintisiete años. No le cansaré explicándole lo que ocurrió durante ese tiempo; todo consta en los libros de historia.
»Pero en 1796, después de la batalla de Lodi, mientras estaba al mando de los ejércitos en Italia, me acosté. Que yo sepa, no ocurrió nada extraño, me acosté con la intención de dormir un poco. Pero me desperté —habiendo perdido el sentido del tiempo— en un hospital de esta ciudad, y me informaron de que mi nombre era George Vine, de que estábamos en el año 1944, y de que yo tenía veintisiete años.
»Lo de los veintisiete años de edad encajaba, pero era lo único. Absolutamente lo único. No recuerdo nada sobre la vida de George Vine, antes de que él... de que yo me despertara en el hospital después del accidente. Ahora sé algunas cosas de su vida anterior, pero sólo porque me las han contado.