Amistad (7 page)

Read Amistad Online

Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Cabrón! —Pepe le cruzó la cara de un guantazo—. ¿Lo ha visto, Shaw? Este maldito negro cabrón casi me escupe encima.

Pepe levantó la mano dispuesto a golpearle de nuevo. Shaw le sujetó por la muñeca.

—Un negro con agallas, ¿verdad, señor? Aunque cualquier capataz experto le enseñará a comportarse como es debido. Quizá prefiera hacerlo usted mismo cuando sea suyo. Sin embargo, hasta ese momento, no dejaré que estropee mi propiedad. Además, como usted mismo dijo, «casi», ¿no?

Pepe dirigió a Shaw una mirada llena de odio, pero bajó la mano.

—De acuerdo. Márquelos. A todos. Los compro todos.

Luis cogió un pincel y pintó una mancha blanca en el hombro de cada uno de los cautivos que había en la tarima y otra en los collares.

—Supongo que estos cuatro no serán toda su compra, señor Ruiz.

—Claro que no, míster Shaw. Estoy dispuesto a comprar a unos cuantos de estos negros, siempre que el precio sea el adecuado.

—Estoy seguro de que haremos negocio. Venga, continúe con la selección.

Pepe dedicó el resto de la mañana a inspeccionar a los cautivos que los hombres de Shaw sacaban del barracón. Algunos le gustaban, a otros los enviaba de vuelta a la jaula. Al mediodía acabó de seleccionar los que necesitaba. Cuarenta y nueve en total. Por su parte, Montes había encontrado a los cuatro niños. Pusieron collares a todos los esclavos. Pepe, Montes y Shaw se reunirían después de la siesta para discutir el precio. Luego, Pepe visitaría al oficial de aduanas y haría una «donación» para obtener los trespassos, los documentos donde aparecían los africanos como landinos a los que se podía vender y transportar legalmente.

Ya era casi de noche. Singbé se frotó la mancha blanca con tierra y agua hasta casi quitarla del todo.

Grabeau le observó sin abrir la boca hasta que su amigo acabó el trabajo. Entonces, se llevó la mano al cuello y señaló el collar.

—Ahora intenta lavarme esto.

—Grabeau, eres un comediante.

Grabeau sonrió ante el comentario de Singbé.

—Bueno, compartiremos amo a no ser que nos vuelva a vender.

—Es lo que hará. Tiene a decenas de negros marcados con la pintura blanca. Ningún hombre posee tantos esclavos.

Grabeau escupió en el suelo mientras señalaba a los demás en el barracón.

—El hombre de pelo amarillo los tiene. Es el dueño de todos los que están aquí dentro.

—Es verdad, pero nos vende. Es un traficante.

—Entonces, ¿qué pasará?

—Nos sacarán de aquí como sacaron a los demás. En carretas, o a pie, pero el asunto es saber adónde nos llevarán.

Permanecieron en silencio, con las miradas clavadas en los nubarrones que entraban por el puerto para tapar el sol poniente. Comenzó a lloviznar. Unas dos horas más tarde, el guardia abrió la puerta y entró acompañado por sus hombres armados provistos de antorchas. Separaron a los cautivos con collares y les hicieron formar en fila. Un hombre ensartó una cadena por cada uno de los anillos soldados a los collares, y sujetó el primero y el último eslabón con candados. A continuación, los prisioneros salieron del barracón y comenzaron la marcha por la calle. Los cuatro niños, también sujetos con collares y cadenas, los siguieron.

Abandonaron la ciudad y se adentraron otra vez en la selva. Al cabo de una hora de marcha, Singbé advirtió que el barro era reemplazado por un terreno más arenoso. La ligera brisa que soplaba entre la lluvia traía un olor distinto al olor de la selva y de la ciudad. Subieron a una pequeña colina y bajaron hasta un claro. Singbé oyó el suave rumor de las olas.

—Grabeau, mira adelante.

—Ya lo veo, ya lo veo, pero estamos encadenados. Singbé contempló la silueta del velero amarrado al estrecho muelle.

—No por mucho tiempo, amigo mío —declaró.

Shaw guardó el oro en la caja fuerte, cerró la puerta y bebió un buen trago de su copa. Tenía que reconocer que Pepe Ruiz era un buen negociante. Había comprado cuarenta y nueve negros a cuatrocientos cincuenta dólares por cabeza, unos diez dólares menos del precio que Shaw esperaba conseguir por cada uno. Le había pagado a Pedro Blanco en África cien dólares por cabeza. Transportarlos a Cuba le había costado casi treinta dólares por esclavo, y había perdido aproximadamente un tercio de la carga. Traía las orejas con el manifiesto propósito de que sirvieran de prueba, pero el seguro sólo le pagaría un quince por ciento, si es que le pagaban algo. Sin embargo, descontados todos los gastos, todavía le quedaba un buen margen. Además, al día siguiente irían un brasileño y un norteamericano a inspeccionar la mercancía. El negocio no iba nada mal. A pesar de las pérdidas del viaje, esta era la operación más lucrativa de las realizadas hasta el momento.

Shaw se bebió el coñac y se sirvió otra copa. Notaba una leve y agradable sensación de mareo. La reforzaría un poco más. Tenía una cita con uno de los grandes empresarios de la ciudad, el francés Didreau. Shaw consideraba que había llegado el momento de diversificar sus intereses: metales preciosos, azúcar, telas. Didreau tenía relaciones comerciales en Europa y Estados Unidos. Por un momento, los sonidos y los placeres de Nueva Orleáns aparecieron en su memoria. Sí, quizá. Pero por ahora se conformaría con una opípara cena y una visita a un salón. Pensó en el de la señora Dionona. Había estado allí la noche pasada y, en honor a la verdad, le gustaban más otros. Sin embargo, Pepe le había hablado de una pareja con mucho talento.

Salió a la calle y, al ver que llovía, pensó si debería enviar a un criado a buscar su carruaje, pero decidió ir caminando. No llovía muy fuerte y el restaurante estaba a la vuelta de la esquina. Pero ¿después? Sí, después necesitaría el coche. Enviaría a buscarlo mientras cenaba. Se levantó el cuello de la chaqueta para protegerse de la lluvia y empuñó con fuerza el bastón. Los adoquines resplandecían suavemente bajo la débil luz de la farola delante de su oficina.

Ya estaba casi en la esquina cuando oyó que alguien le llamaba por detrás. Antes de que le diera tiempo a volverse, un puntapié en las corvas le hizo caer de rodillas. El bastón voló por los aires. Un tremendo golpe en la cabeza lo lanzó de bruces sobre el adoquinado. Intentó coger el revólver que llevaba en la chaqueta y al tiempo procuró levantarse. Una patada en las costillas le impidió ambas cosas. Otro puntapié le hizo soltar el arma. Dos manazas le agarraron la chaqueta y se la bajaron alrededor de los brazos antes de lanzarle a un callejón. Una vez más cayó de bruces en el fango.

—¿Te acuerdas de mi, yanqui, hijo de puta?

La voz hablaba en portugués. Shaw hizo un esfuerzo por ver entre la sangre y el fango que le cubrían los ojos. Vio la silueta de un hombre, pero nada más. Estaba demasiado oscuro. Una bota apareció en la oscuridad y le alcanzó en la barbilla con tanta fuerza que lo hizo volverse y caer de espaldas. Shaw notó cómo se le partían dos dientes y luego sintió un entumecimiento en la mandíbula. Intentó levantarse y una vez más otro tremendo golpe lo devolvió al fango. Comenzó a perder fuerzas y estaba ya a punto de desmayarse, cuando movió las manos débilmente en busca de algo con que ayudarse. La izquierda se aferró inútilmente a una de sus botas, la derecha se hundió en el fango en busca de un punto de apoyo. Otro puntapié le alcanzó en las costillas y se oyó un crujido. La figura se acercó un poco más.

—Quiero que te acuerdes de mí, Shaw, antes de que te mate.

Una mano lo sujetó por el pelo y lo obligó a levantarse. El brillo del acero destelló en medio de la lluvia. Shaw sintió la presión de la afilada hoja contra la garganta.

—¿Te acuerdas, cerdo?

La mano izquierda de Shaw encontró lo que buscaba en una de sus botas. Levantó el brazo y clavó la daga en el centro de la figura. El hombre lanzó un tremendo alarido. Dejó caer el puñal y le soltó el pelo. El rubio removió la daga en la herida. Un chorro de sangre le roció la cara y el brazo. El atacante se desplomó encima de él, retorciéndose como una anguila. Shaw retiró la daga de la herida y le abrió la garganta de un tajo. El cuerpo del agresor se arqueó al tiempo que se oía una violenta explosión de aire. Rodó sobre sí mismo y expiró sobre las piernas del norteamericano.

Shaw permaneció tendido en el fango, sin soltar la daga, exhausto y con dolores por todo el cuerpo. Ladeó un poco la cabeza para escupir la sangre que le llenaba la boca. Al cabo de unos minutos, recuperó las fuerzas lo suficiente como para apartar el cadáver con los pies. Buscó el bastón y se incorporó. Un cuarto de hora después estaba otra vez en su oficina, cubierto de sangre y fango de la cabeza a los pies. Envió al criado en busca del médico. Las costillas rotas, la mandíbula fracturada y cuatro dientes partidos. Tardaría meses en curarse.

A la mañana siguiente encontraron un cadáver en el callejón, con la garganta abierta y los testículos en la boca. Pasaron varios días hasta que alguien lo identificó; se trataba de un mulato portugués llamado Paolo Cotidiano.

AMISTAD

—¿Singbé? ¿Singbé?

—No está aquí. No sabemos dónde está. No estamos seguros.

—Está muerto. Singbé está muerto.

Las palabras arrancaron a Singbé de su sueño. Su cuerpo se movió con brusquedad hacia adelante en un intento por sentarse, pero la cadena sujeta al cuello le echó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la tarima de madera. Parpadeó varias veces en medio de la más total oscuridad. Por un momento creyó que quizás estuviese muerto. Sin embargo, al tomar conciencia del intenso olor del aire marino y del hedor de la bodega, se convenció de que seguía vivo. Cerró los ojos y contempló una vez más las imágenes de su sueño: su padre, que entraba en la choza llamándole por su nombre; Stefa, de pie con el hombre de otros sueños, que intentaba responder. El hombre contestaba por ella: «Singbé está muerto». Un estremecimiento le sacudió el cuerpo mientras las imágenes bailaban en su mente. De nuevo intentó sentarse empleando todas sus fuerzas contra el peso de la cadena. Sólo cedió unos pocos centímetros y eso fue todo. Exhaló un profundo suspiro y apoyó la espalda suavemente en la tarima.

—¡Tengo que irme! Quitadme estas cadenas, quiero salir de esta nave, de este lugar. ¡Tengo que librarme de todo esto!

—Cállate —murmuró alguien con voz somnolienta en medio de la oscuridad—. Cállate y duerme.

La nave, conocida por el nombre de
Amistad
, era un esbelto bergantín de dos palos con el casco pintado de negro, construido y equipado en Baltimore, Maryland, especialmente para el transporte costero de esclavos. Ruiz y Montes habían fletado la nave para un viaje de cuatro días y medio a Puerto Príncipe. Los esclavos de Montes ya estaban vendidos. Ruiz pensaba vender los suyos a los dueños de las plantaciones de azúcar. Los magníficos bozales recién traídos de África valían mil dólares por cabeza, en una época en la que el salario medio de un trabajador era de siete dólares a la semana.

El
Amistad
estaba al mando de Ramón Ferrer, un marino local que llevaba veinte años transportando esclavos y otras cargas alrededor de Cuba y de las islas vecinas. La reducida tripulación, formada por dos marineros, Juan Escondo y Pablo Evangelista, un cocinero mulato llamado Celestino, y Antonio, el esclavo sirviente de Ferrer, era la típica de los viajes costeros. Montes había capitaneado barcos dedicados al transporte de esclavos durante muchos años y era buen amigo de Ferrer. El capitán y sus hombres tenían experiencia en el manejo de cautivos y los riesgos que entrañaba el transporte de bozales. Las fragatas británicas vigilaban estas aguas, y aunque los traficantes llevaban los trespassos que justificaban la procedencia de los esclavos, cualquier oficial inglés que abordara la nave tendría la precaución de interrogar a los cautivos. Si descubría que no hablaban español juzgaría a los esclavos como contrabando. Se incautaría de ellos, de la carga y de la nave, además de arrestar al capitán.

El
Amistad
zarpó de ese puerto pequeño cercano a La Habana la noche del 28 de junio. El tiempo era caluroso y muy húmedo, incluso en mar abierto. Hacía tanto calor que el capitán mandó que le instalaran el colchón en el puente de popa para dormir refrescado por la brisa marina.

Los esclavos viajaban encerrados en la bodega principal, encadenados, echados en las tarimas levemente inclinadas sujetas a ambos lados del casco. Las tarimas tenían un reborde de unos cinco centímetros en el lado más bajo, que daba al pasillo, y un canalón de madera. El reborde servía para que los esclavos apoyaran los pies cuando había mar gruesa, y la leve pendiente para que resbalaran los excrementos humanos; el canalón los recogía junto con la orina, y la tripulación tenía menos trabajo a la hora de limpiar. Cada una de las hileras de esclavos estaba sujeta por una única cadena que pasaba por las argollas de los collares y se cerraba con un candado en un eslabón atornillado a un mamparo. Los grilletes de los tobillos estaban sujetos a la tarima con pernos. Debido a esta configuración, intentar moverse más allá de unos centímetros a un lado o a otro resultaba no sólo difícil, sino imposible. El mefítico hedor de la bodega, que no se limpiaba hasta después de que la nave atracara en el puerto, unido al calor y la humedad de finales de junio, hacía que yacer en las tarimas resultara un infierno. En el manifiesto, junto con los cincuenta y tres esclavos —que aparecían en las listas con el mismo nombre de los trespassos—, figuraban mercancías por valor de cuarenta mil dólares. Estas mercancías eran las siguientes: dos cajones de machetes, treinta piezas de paño de primera, diez baúles con prendas masculinas, cinco barriles de tasajo, un cofre de medicinas para el médico de Puerto Príncipe y dos mil quinientos dólares en monedas de oro.

Ruiz y Montes eran partidarios de mantener a los esclavos encerrados durante toda la travesía, pero sabían lo importante que era el ejercicio físico para los africanos. Si no lo hacían, podían ponerse muy inquietos. Se habían dado muchos casos de esclavos que se herían a sí mismos o a sus compañeros. Además, si los esclavos se encontraban agotados tras cuatro días de viaje, Ruiz tendría que esperar a que se recuperaran antes de llevarlos al mercado. Eso significaba más gastos de comida y alojamiento. Los traficantes decidieron sacar a los esclavos en grupos de cinco o seis para que comieran en cubierta e hicieran un poco de ejercicio. Montes sugirió que las salidas se limitaran a la primera hora de la mañana y las últimas de la tarde, cuando resultaba más difícil que desde una fragata británica pudieran ver los movimientos.

Other books

The Vanishment by Jonathan Aycliffe
Freak Show by Richards, J
Crescent Moon by Delilah Devlin
UnholyCravings by Suzanne Rock
Rolling Stone by Patricia Wentworth
Murder on the QE2 by Jessica Fletcher