Amistad (11 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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—Enséñame cómo desplegar las velas y que se hinchen con el viento.

Montes miró a Singbé con una expresión confusa.

Singbé levantó el machete y acercó el filo con firmeza a la garganta de Montes. Repitió el gesto de señalar las velas con la mano libre mientras deslizaba el machete sobre el cuello de Montes, rozando la piel pero sin cortarlo.

—Enséñamelo ahora o te mato.

Antes de que Montes pudiera moverse se oyeron los gritos de Pepe.

—¡Pedro! ¡Pedro!

Singbé agarró a Montes por el pelo y le volvió la cabeza para que viera a Pepe. Grabeau tenía puesto el machete contra la nuca de Pepe y con la punta le rasgó la piel lo suficiente para que brotara un pequeño reguero de sangre.

—¡Por amor de Dios, Pedro! Hazlo. Enséñales lo que quieren.

Montes miró el machete que rozaba su cuello, miró a Singbé y levantó los brazos para indicar que se rendía. Singbé apartó el machete lo suficiente para que Montes pudiera moverse, pero lo bastante cerca como para cortarle la cabeza si hacía cualquier movimiento en falso. Montes deshizo el nudo que sujetaba el cabo a la cornamusa y la gavia comenzó a desplegarse. El viento hinchó la lona y los cabos se tensaron bruscamente; el movimiento hizo trastabillar a Montes, que a punto estuvo de acabar degollado por el machete. Singbé soltó el arma y cogió el cabo para ayudar a Montes a sujetarlo. Unos cuantos africanos corrieron a ayudarles. Montes ató el cabo. La nave comenzó a ganar velocidad. Desplegaron y sujetaron las otras velas. Los africanos corrieron a la borda y a los puentes, y se echaron a reír alegremente al ver cómo corría el agua contra el casco.

Singbé se llevó a Montes hasta el timón situado en el puente de popa y le señaló el sol con el machete. Montes hizo girar la rueda hasta poner la proa rumbo al este. La mantuvo en posición.

—La rueda es la dirección, ¿sí? ¿Sí? —preguntó Singbé—. Déjame probar.

Singbé apartó a Montes del timón y apretó la rueda. Hacía falta más fuerza de lo que pensaba para moverla. Notó el movimiento del agua por el cable que llegaba hasta el timón. Hizo girar la rueda varias veces en el sentido de las agujas del reloj. La proa se movió lentamente hacia estribor y la cubierta se inclinó un poco en la misma dirección. Singbé giró la rueda en el otro sentido y comprobó que la nave viraba a babor. Después de hacer pruebas durante unos quince minutos volvió a poner la proa rumbo al sol y la mantuvo firme. Señalando a Montes, dijo:

—Atadlo otra vez al ancla con los demás.

Burnah y otro africano se llevaron a Montes.

—Ahora sí que estamos condenados, Pedro —dijo Pepe.

—Quizá. Quién sabe —murmuró Montes—. Estamos lejos de cualquier puerto y por estas aguas navegan muchos barcos. Tal vez nos crucemos con alguien que nos rescate. Además, aunque sepan llevar el timón y desplegar las velas, no saben nada de navegación. Al parecer, navegan hacia el este con la intención de alejarse de Cuba, pero no creo que tengan un destino fijo. Será interesante ver lo que hacen cuando se ponga el sol.

—Por amor de Dios, espero que a esa hora alguien nos haya encontrado.

Singbé enseñó a Burnah y a Grabeau el funcionamiento del timón. Los tres se turnaron en pilotar la nave y le enseñaron a los demás a desplegar y arriar las velas. También organizaron grupos de trabajo para limpiar el barco y atender las velas. Cuatro hombres habían muerto en la refriega y otros ocho estaban heridos. Singbé y los demás trasladaron a estos últimos al camarote del capitán. Ka, un mende que sabía curar heridas, se hizo cargo de ellos. Los niños fueron llevados al camarote de la tripulación.

Singbé calculaba que tardarían entre cincuenta y sesenta días en llegar a África. Encargó a Burnah que se ocupara de averiguar los víveres que había a bordo y que organizara un sistema de racionamiento que les permitiera estirar las provisiones hasta el final de la travesía. Comieron al atardecer. La comida era prácticamente la misma de antes: una batata, un puñado de arroz y una taza de agua. Arrojaron los barriles de carne salada al mar, convencidos de que estaban llenos de carne humana.

Ka salió a cubierta y se acercó al timón donde estaba Singbé comiéndose su batata. Era un hombre que no llegaba al metro cincuenta de estatura, pero tenía el torso como un barril y las piernas y los brazos muy musculosos. Aunque tenía unos diez años más que Singbé, conservaba un rostro juvenil. Shaw le había hecho afeitar la cabeza porque aparecían algunas canas, un detalle que sin duda hubiera disminuido el precio de Ka en el mercado de esclavos.

—Singbé.

—Ka. ¿Cómo están los heridos?

—Mal. No encuentro hierbas ni pócimas en este barco, y no sé qué usan los blancos para detener la fiebre. Los hombres heridos de bala están peor. Quité el metal de las heridas con un cuchillo, pero creo que el veneno se ha extendido por el cuerpo. Tendremos que esperar y ver quién sobrevive.

Singbé asintió con expresión grave.

—Beliwa está mal, aunque puede hablar. Antes dijo algo interesante. Quizá tendrías que hablar con él.

Singbé vio la mirada de Ka y volvió a asentir. Le cedió el timón a Burnah y bajó al camarote del capitán. Beliwa estaba tendido en el suelo. Un trozo de tela manchado de sangre seca le cubría la herida de bala debajo del hombro derecho. Singbé se puso en cuclillas junto a él y le cogió de la mano.

—Beliwa, ¿cómo te sientes?

—Conservo las fuerzas, Singbé. Muy pronto os podré ayudar a pilotar el barco. —Intentó sentarse pero el dolor se lo impidió.

—No te preocupes, amigo mío. Lo tenemos todo controlado. Tú luchaste con bravura. Sin tu coraje y el de todos los que resultaron heridos no habríamos ganado. Descansa. Será nuestro placer servirte.

—Estoy preparado para ayudar cuando me necesites.

—Quizá puedas hacerlo ahora mismo —señaló Ka—. Cuéntale a Singbé lo que me dijiste de tus tratos con los blancos.

—Le dije a Ka que durante dos veranos trabajé para un comerciante bandi que tenía una tienda en la ciudad, la que ellos llaman Freetown. Yo atendía los animales de carga y le ayudaba a cuidar de la tienda. ¡Tenía cosas hermosas! Comerciaba con piezas de tela y de lana, cacharros de cocina, cuchillos, cereales y también ganado, aves y gallos de pelea. Recuerdo que una vez llevamos cien gallinas al mercado.

—Háblale de tus tratos con los blancos.

—¡Ah, los marineros blancos! Les encantaban las peleas de gallos. Venían y apostaban oro, plata y ron. Conocí a muchos de ellos y aprendí algo de su lenguaje.

Singbé apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó un poco más sobre Beliwa.

—¿Puedes hablar con los blancos?

—Con algunos de ellos. Aprendí la lengua de los británicos. Eran a los que más veíamos en las peleas de gallos. Las palabras son distintas de las que hablaban los blancos que me compraron en Lomboko, o de los que nos trajeron a este barco.

Singbé desvió la mirada por un instante, y luego miró otra vez al herido.

—¿Intentaste hablar con estos blancos?

—No, no lo hice. Lo intenté con algunos de los británicos cuando hacíamos la larga travesía, y más tarde cuando me encerraron en la jaula grande con los demás africanos. Pero para el caso fue como si les hablara en mende.

—¿Cuántas palabras conoces?

—Unas cuantas. Las suficientes para apañármelas en las peleas de gallos y en el mercado. Pero, como digo, no es el idioma de estos hombres.

—Grabeau habla mende, yamani y vai. Burnah habla mende y dos dialectos mandinga. Quizás estos blancos hablan la lengua de tus blancos. ¿Te puedes levantar?

—Desde luego.

Beliwa se esforzó por levantarse, pero le fallaron las piernas. Singbé y Ka lo levantaron cogido de la cintura. Beliwa dio unos cuantos pasos. Ka le dio el remo roto de una de las chalupas para que lo utilizara como muleta. Burnah los observó desde el timón mientras el grupo salía del camarote y caminaba lentamente a través de la cubierta en dirección a los prisioneros atados al ancla. Beliwa daba unos pasos y después apartaba el remo para caminar por sus propios medios. Estuvo a punto de perder el conocimiento en dos ocasiones antes de llegar a la proa. Ka y Singbé casi tuvieron que cargarlo a hombros para que subiera al puente. Beliwa se detuvo muy erguido, y en un gesto automático devolvió la improvisada muleta a Ka. La inseguridad del herido se reflejaba en la leve oscilación de su sombra proyectada sobre el anda. Singbé y Ka se mantuvieron muy cerca, dispuestos a sujetarlo al primer amago de caerse.

—¿Qué debo decir?

—Sólo intenta averiguar si entienden cualquiera de las palabras de los blancos que conoces.

Antonio y Pepe miraron al andrajoso y desafiante guerrero erguido ante ellos. Montes, encadenado de espaldas a popa, susurró:

—¿Qué pasa, Pepe?

—No lo sé. El jefe, otro de los líderes y uno de los heridos.

—Quizás han venido para que se vengue.

—¿Hablan inglés? —preguntó Beliwa.

Ninguno de los prisioneros le hizo caso. Pepe, dominado por el pánico, hablaba en español con tanta rapidez que Montes y Antonio apenas si le entendían.

—Por Dios, no. No fuimos nosotros, lo juro. Nosotros no te herimos. Fueron los otros.

—¿Te gustan las peleas de gallos?

—Sé que no fui yo. Fueron los otros. Yo no te herí. Tengo buenas telas, ron para cambiar. No fuimos nosotros. Por favor, no nos mates. No queríamos hacerte daño. Por favor.

Beliwa se volvió hacia Singbé.

—No entiendo ni una sola palabra de las que pronuncia. No sé lo que está diciendo. Creo que se ha vuelto loco.

—Yo no herí a nadie —continuó Pepe—. Ninguno de nosotros lo hizo. Apenas nos defendimos. Sólo intentábamos protegernos.

—¿Cómo pueden oírte si este llora como un niño? —Singbé exhaló un suspiro. Desenvainó el machete y acercó la punta a la garganta de Pepe—. Cállese. Cállese y escuche.

El machete hizo que Pepe enmudeciera en el acto.

—Inténtalo otra vez, Beliwa. Sólo una vez más.

Beliwa se encogió de hombros.

—Uno, dos, tres, cuatro…

Pepe lo miró con los ojos desorbitados. Comenzó a tartamudear con el machete rozándole la piel.

—Ci… cinco, seis, sie… siete, ocho.

—¡Sí, señor! —gritó Beliwa—. Conoce las palabras.

—¿Habla inglés?

—Sí, señor. Habló bien las palabras inglesas.

—Por todos los santos, Pedro, uno de estos salvajes habla inglés.

—No sabía que tú lo hablaras.

—Sí, sí. Fui a la escuela en Estados Unidos. En Connecticut. ¡Oh, gracias a Dios! Eres un buen hombre, sí, señor. ¿Cómo te llamas?

—¿Yo?, Beliwa.

—¿Bekky-wah? ¿Belly-wah? Bien. Yo soy Ruiz. Pepe Ruiz. Éste es mi socio, Pedro Montes.

—¿Qué dice, Beliwa?

—Su nombre. Él es Peperuiz. El otro es Pedromontes.

—Dile nuestros nombres.

—Sois todos libres —chilló Pepe sin darle tiempo a Beliwa para hablar—. Todos vosotros. Ya no sois esclavos. Os doy la libertad.

Beliwa le miró y se echó a reír. Sus risas fueron en aumento hasta que sus carcajadas eran tan estentóreas que sufrió un fuerte ataque de tos, y el dolor de la herida le hizo caer en los brazos de Singbé y Ka. Cogió la muleta y se irguió una vez más.

—No, señor —replicó Beliwa pasado el mal trance—. La libertad la conseguimos nosotros.

Beliwa le transmitió a Singbé las palabras de Ruiz y su respuesta.

—Dile esto: dile que soy Singbé Pieh de Mende. Dile que soy el jefe de estos hombres y que queremos llevar este barco con rumbo al sol naciente. De regreso a África. Diles que somos hombres libres y que ahora son ellos los esclavos.

Beliwa repitió las palabras lo mejor que pudo. El rostro de Ruiz palideció.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

—¿Qué pasa? ¿Qué dice, Pepe?

—África. Dice que somos sus esclavos, y que navegan de regreso a África.

—¡Dios nos ampare! —susurró Montes.

—¡Ahora tú esclavo! —Singbé repitió las palabras de Beliwa a voz en grito—. ¡Ahora tú esclavo!

A Beliwa volvieron a flaquearle las piernas.

—¡Beliwa! —Ka y Singbé se apresuraron a sostenerlo.

—Estoy bien.

—No, amigo mío —replicó Singbé—. Ahora necesitas descansar. Ya hablaremos con estos hombres más tarde.

—¡Esperad! ¿Adónde vais, Belly-wah?

No respondieron a las llamadas de los blancos. Singbé y Ka acompañaron a Beliwa hasta el camarote. A la puesta del sol, Singbé envió a un hombre con comida para los prisioneros. A cada uno le dieron media taza de agua y un puñado de arroz crudo.

Más tarde, Singbé se reunió con Grabeau y Burnah para discutir la mejor manera de utilizar la comunicación con los prisioneros. Todos estuvieron de acuerdo en que no se podía confiar en los blancos ni en su esclavo. Sin embargo, era esencial descubrir todo lo que pudieran sobre cómo pilotar el barco, y sobre todo a mantener el rumbo durante la noche, cuando resultaba más difícil distinguir entre el este y el oeste. Aquella noche, Burnah se hizo cargo del timón. Singbé durmió en cubierta un poco alejado. Un saco de lona le sirvió de almohada. Soñó con Stefa y sus hijos durante toda la noche. El hombre borroso de las pesadillas anteriores no apareció.

—Despertad. Venga, despertad. Vosotros dos.

Grabeau sujetó a Pepe por un hombro y lo sacudió. El cuerpo de Pepe se movió como si fuera a saltar, pero las cadenas se lo impidieron. Pepe alzó la mirada. La luz de la aurora despuntaba en el horizonte. Singbé, Grabeau, Beliwa y Ka le observaban. Beliwa se apoyaba en el remo roto. Su voz sonaba un poco más débil que el día anterior.

—Dinos cómo llevar el barco.

—¿Qué?

—El barco. ¿Cómo se gobierna?

—No lo sé.

—Tu amigo lo sabe. Pregúntaselo.

Singbé acercó el machete al cuerpo de Pepe.

—Pedro, quieren saber un poco más de navegación.

—¿Qué les has dicho?

—Nada. No les dije que tú habías sido marinero.

—Diles que ya les enseñé todo lo que sé.

—Pedro, el jefe tiene el machete contra mi garganta.

—Diles que es todo lo que sé.

—Dice que te enseñó todo lo que sabe. Que no sabe nada más —tradujo Beliwa. Singbé se acercó un poco más a Pepe.

—¿Cómo se dice que no es verdad en su lengua? —preguntó Singbé.

—Mentira.

—¿Mentira?

Singbé apretó el machete contra el cuello de Pepe.

—Mentira —gritó.

Pepe tragó saliva. «No me matarán —pensó—. Soy el único con quien pueden hablar».

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