Rossi meditó largamente y al fin dijo, con una voz que era modelo de cautela y reserva:
—Quizá. Me consta que el piso de abajo tiene todos los permisos y autorizaciones, por lo que, si pudiera demostrarse que éste se construyó al mismo tiempo, ello podría servir de base para alegar que en su momento debieron de concederse los permisos correspondientes. —Se quedó pensativo. El burócrata ante un nuevo problema—. Sí. Eso podría cambiar las cosas, aunque no dispongo de elementos para emitir una opinión.
Brunetti, momentáneamente animado por la posible salvación, fue hacía la vidriera de la terraza y la abrió.
—Venga a ver esto —dijo mirando a Rossi y llamándolo desde fuera con un ademán—. Siempre me ha parecido que las ventanas del piso de abajo y las nuestras eran iguales. —Sin mirar a Rossi, prosiguió—: Si se asoma, verá a qué me refiero, aquí, a la izquierda. —Con la soltura nacida de la costumbre, Brunetti se inclinó sobre el parapeto apoyándose en la palma de las manos, para mirar las ventanas del piso de abajo. Pero, ahora que las observaba con atención, descubrió que no se parecían en nada: las de abajo tenían dinteles tallados de mármol blanco de Istria, mientras que las suyas eran simples rectángulos abiertos en la pared de ladrillo.
Enderezó el cuerpo y se volvió hacia Rossi. El joven estaba petrificado, mirando a Brunetti con la boca abierta, el brazo izquierdo levantado y los dedos extendidos como rechazando un mal espíritu. Brunetti dio un paso hacia él, pero Rossi retrocedió rápidamente, sin bajar la mano.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Brunetti parándose en la puerta.
El joven trataba de hablar pero no le salía la voz. Bajó el brazo y murmuró unas palabras que Brunetti no pudo oír.
Esforzándose por superar la embarazosa situación, Brunetti dijo:
—Me temo que estaba equivocado en lo de las ventanas. No se ve nada.
Rossi relajó la cara y trató de sonreír, pero su nerviosismo persistía, y era contagioso.
A fin de alejar de la terraza los pensamientos de su visitante. Brunetti preguntó:
—¿Puede darme una idea de cuáles pueden ser las consecuencias de todo esto?
—¿Decía usted?
—¿Qué puede ocurrir ahora?
Rossi dio un paso atrás e inició la respuesta. Su voz adquirió la cadencia de salmodia del que se ha oído a sí mismo repetir infinidad de veces las mismas palabras:
—Si en el momento de la obra se solicitó el permiso pero no se concedió la aprobación definitiva, se impone una multa, cuya cuantía depende de la gravedad de la infracción de las normas de construcción vigentes en la época. —Brunetti permaneció inmóvil y el joven prosiguió—: Si no se presentó solicitud ni, por consiguiente, hubo aprobación, el caso pasa a la Sovraintendenza dei Beni Culturali, que dictamina el alcance del daño que la obra ilegal inflige en el tejido ciudadano.
—¿Y? —acució Brunetti.
—Y a veces se impone una multa.
—¿Y?
—Y a veces se ordena el derribo de la obra ilegal.
—¿Qué? —estalló Brunetti, abandonando ya toda pretensión de calma.
—A veces se ordena el derribo de la obra ilegal. —Rossi sonrió débilmente, dando a entender que él no era responsable de tal posibilidad.
—Pero es mi casa —dijo Brunetti—. Está usted hablando de derribar mi casa.
—Rara vez se llega a tal extremo, se lo aseguro —dijo Rossi, imprimiendo a sus palabras un tono tranquilizador.
Brunetti se había quedado mudo. Rossi, al observarlo, dio media vuelta y fue hacia el recibidor. Cuando llegaba a él, una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Paola entró en el apartamento. Atenta a las dos grandes bolsas de plástico, las llaves y los tres periódicos que en vano trataba de sujetar debajo del brazo izquierdo, no vio a Rossi hasta el momento en que, impulsivamente, él se abalanzaba hacia adelante para impedir que cayeran al suelo los periódicos y, sobresaltada, dio un salto hacia atrás para esquivarlo, se golpeó el codo izquierdo con el canto de la puerta y dejó caer las bolsas. Hizo una mueca, de susto o de dolor, y se frotó el codo.
Brunetti ya se acercaba rápidamente hacia ella.
—Paola, no pasa nada. Estaba conmigo. —Sorteó a Rossi y puso una mano en el brazo de Paola—. Nos has dado un susto —dijo, tratando de calmarla.
—También vosotros a mí —dijo ella, tratando de sonreír.
Detrás de ellos, Brunetti oyó ruido y al volverse vio que Rossi había dejado la cartera apoyada en la pared y, con una rodilla en el suelo, metía naranjas en una bolsa de plástico.
—
Signor
Rossi —dijo Brunetti.
El joven levantó la mirada, terminó con las naranjas, se puso de pie y dejó la bolsa en la mesa que estaba al lado de la puerta.
—Mi esposa —dijo Brunetti innecesariamente. Paola se soltó el codo y tendió la mano a Rossi, que se la estrechó, mientras ambos decían las frases de rigor. Rossi se disculpó por haberla asustado y Paola quitó importancia al incidente.
—El
signor
Rossi es del Ufficio Catasto —dijo Brunetti.
—¿El Ufficio Catasto?
—Sí,
signora
—dijo Rossi—. He venido a hablar con su marido, de su apartamento.
Paola miró a Brunetti, y lo que vio en su cara le hizo volverse hacia Rossi con su sonrisa más encantadora.
—Parece que ya se iba,
signor
Rossi. No lo entretengo. Ya me explicará mi marido. No es cosa de hacerle perder más tiempo, sobre todo, en sábado.
—Muy amable,
signora
—dijo Rossi efusivamente. Miró a Brunetti y le dio las gracias por su tiempo y luego volvió a pedir disculpas a Paola, aunque no tendió la mano a ninguno de los dos.
—¿El Ufficio Catasto? —preguntó Paola al cerrar la puerta.
—Me parece que quieren derribarnos la casa —dijo Brunetti a modo de explicación.
—¿Derribarla? —repitió Paola, sin saber si reaccionar con asombro o con risa—. ¿Qué dices, Guido?
—Ese hombre me ha contado no sé qué historia de que en el Ufficio Catasto no tienen datos de este apartamento. Están informatizando archivos y no encuentran constancia de que se concediera la autorización, o de que se solicitara siquiera, para la construcción de este apartamento.
—Qué absurdo —dijo Paola. Le dio los periódicos, se agachó a recoger la otra bolsa de plástico y se fue por el pasillo hacia la cocina. Puso las bolsas en la mesa y empezó a sacar paquetes. Mientras Brunetti hablaba, ella iba disponiendo tomates, cebollas y unas flores de
zucchini
no más largas que su dedo.
Al ver las flores, Brunetti dejó de hablar de Rossi y preguntó:
—¿Qué vas a hacer con eso?
—
Risotto,
creo —respondió ella y se inclinó para meter en el frigorífico un paquete envuelto en papel blanco impermeabilizado—. ¿Te acuerdas lo bueno que estaba el que nos hizo Roberto la semana pasada, con jengibre?
—Hum —masculló Brunetti, contento de cambiar el tema del apartamento por el más ameno del almuerzo—. ¿Mucha gente en el mercado del Rialto?
—Cuando llegué, no mucha, pero cuando me iba estaba abarrotado. La mayoría, turistas que retrataban a otros turistas. Dentro de poco, habrá que ir de madrugada, o no podremos ni dar un paso.
—¿Por qué van al Rialto?
—Para ver el mercado, supongo. ¿Por qué?
—¿Es que no tienen mercados en sus países? ¿Allí no se vende comida?
—Sabe Dios lo que tendrán en sus países —respondió Paola con un deje de exasperación—. ¿Qué más te ha dicho ese
signor
Rossi?
Brunetti se apoyó en la encimera.
—Ha dicho que, en la mayoría de casos, lo más que hacen es poner una multa.
—Es lo habitual —dijo ella volviéndose a mirarlo, una vez colocada la compra—. Es lo que le pasó a Gigi Guerriero cuando instaló el segundo baño. Un vecino vio entrar en la casa al fontanero con un inodoro, lo denunció a la policía, y Gigi tuvo que pagar una multa.
—De eso hace diez años.
—Doce —rectificó Paola, por la fuerza de la costumbre. Al ver que él apretaba los labios, agregó—: No me hagas caso, eso es lo de menos. ¿Qué otra cosa puede ocurrir?
—Ha dicho que, en algunos casos, han tenido que derribar las obras hechas sin autorización.
—Lo diría en broma.
—Ya has visto al
signor
Rossi, Paola. ¿Te ha parecido la clase de persona que bromearía sobre eso?
—El
signor
Rossi me ha parecido la clase de persona que no bromea sobre nada. —Con aire ocioso, Paola se fue a la sala, ordenó unas revistas abandonadas en el brazo de una butaca y salió a la terraza. Brunetti la siguió. Cuando estaban junto a la barandilla, contemplando la ciudad, ella señaló con un ademán el mar de tejados, terrazas, jardines y claraboyas—. Me gustaría saber qué parte de todo eso es legal —dijo—. Y qué parte tiene los permisos correspondientes y el
condono.
—Los dos habían residido en Venecia casi toda la vida y conocían una retahíla interminable de casos de soborno a inspectores y de paredes de aglomerado que se quitaban al día siguiente de la inspección.
—Media ciudad es ilegal, Paola —dijo él—. Pero a nosotros nos han pillado.
—No pueden pillarnos porque no hicimos nada malo —repuso ella volviéndose hacia su marido—. Nosotros compramos el apartamento de buena fe. Battistini… ¿no se llamaba así el que nos lo vendió…? debió preocuparse de conseguir los permisos y el
condono edilizio.
—Y nosotros, antes de comprar, debimos cerciorarnos de que los tenía —adujo Brunetti—. Y no nos cercioramos. Vimos esto… —describió un arco con el brazo abarcando el panorama— y estuvimos perdidos.
—No es así como yo lo recuerdo —dijo Paola, que volvió a la sala y se sentó.
—Así es como lo recuerdo yo —repuso Brunetti que, sin darle tiempo a hacer objeciones, prosiguió—: Pero no importa cómo lo recordemos. Ni importa lo imprudentes que fuéramos cuando lo compramos. Lo que importa es que ahora tenemos un problema.
—¿Battistini? —apuntó ella.
—Murió hace unos diez años —respondió Brunetti, cerrando toda vía de reclamación que su mujer pensara explorar.
—No lo sabía…
—Me lo dijo su sobrino, el que trabaja en Murano. Un tumor.
—Lo siento. Era un hombre muy agradable.
—Lo era, sí. Y nos hizo un buen precio.
—Yo diría que le cayó bien la parejita de recién casados —dijo ella con una sonrisa de evocación—. Y unos recién casados que esperaban bebé.
—¿Crees que eso pudo influir en el precio? —preguntó Brunetti.
—Siempre he pensado que sí —dijo Paola—. Una actitud muy generosa, impropia de un veneciano. Pero, si ahora resulta que hay que derribarlo, una faena —se apresuró a añadir.
—Sería el colmo del absurdo.
—Guido, ¿no hace ya veinte años que trabajas para la ciudad? A estas alturas, ya deberías saber que el absurdo no es obstáculo.
Brunetti, amargamente, tuvo que darle la razón. Recordó que un vendedor de frutas y verduras le había dicho que, si un cliente tocaba la mercancía, el vendedor se exponía a una multa de medio millón de liras. Cuando la ciudad decidía dictar una ordenanza, no se detenía ante el absurdo.
Paola se apoyó los pies en la mesita de centro.
—Entonces, ¿qué hago? ¿Llamar a mi padre?
Brunetti esperaba la pregunta, y se alegró de que ya hubiera llegado. El conde Orazio Falier, uno de los hombres más ricos de la ciudad, podía obrar el milagro con una simple llamada telefónica o una observación casual en una charla de sobremesa.
—No. Prefiero encargarme de esto personalmente —dijo recalcando la última palabra.
En ningún momento se le ocurrió, ni a él ni a Paola, plantearse la cuestión de forma regular: averiguar los nombres de las oficinas y funcionarios correspondientes e informarse de los trámites procedentes. Tampoco se les ocurrió pensar que pudiera existir un procedimiento burocrático establecido para resolver el problema. Si tales vías existían, los venecianos prescindían de ellas. Ellos sabían que la única forma de resolver esos problemas era la de hacer valer las
conoscienze:
las amistades, los contactos y un régimen de intercambio de favores tejido a lo largo de toda una vida de habérselas con un sistema que la población en general y quienes trabajaban para él en particular, consideraban de una incompetencia rayana en la inoperancia, proclive a los abusos resultantes de siglos de soborno y lastrado por una inclinación bizantina hacia el secretismo y el letargo.
Ella, sin dejarse influir por el tono de su marido, dijo:
—Estoy segura de que él podría arreglarlo.
Brunetti, sin pararse a reflexionar, dijo:
—Ah, ¿dónde están las nieves de antaño? ¿Qué se ha hecho de los ideales del 68?
—¿Qué quieres decir? —barbotó Paola, alerta al instante.
Él, al verla con la cabeza en alto y aquella actitud beligerante, comprendió cómo debía intimidar a la clase.
—Quiero decir que los dos creíamos en la política de la izquierda, en la justicia social y en cosas tales como la igualdad de todos ante la ley.
—¿Y…?
—Y ahora, nuestro primer impulso es tomar por la calle de en medio.
—Habla claro, Guido. No digas «nuestro» primer impulso. Eso lo he propuesto yo. —Hizo una pausa y agregó—: Tus principios están a salvo, incólumes.
—¿Y eso significa…? —preguntó él, con cierto sarcasmo, pero aún sin enojo en, la voz.
—Que los míos ya no lo están. Durante décadas, hemos sido unos ilusos, nos hemos dejado engañar, todos nosotros, con la esperanza en una sociedad mejor y nuestra estúpida fe en que este repugnante sistema político y estos repugnantes políticos, de alguna manera, iban a transformar este país en un paraíso gobernado por una serie interminable de reyes filósofos. —Buscó con los ojos la mirada de su marido y la retuvo—. Pues bien, yo ya no lo creo, ya no. No tengo fe ni tengo esperanza.
Aunque él veía cansancio en sus ojos cuando ella decía eso, le preguntó, con aquel resentimiento que nunca había podido reprimir:
—¿Eso significa que, cuando tienes un problema, has de correr a pedir a tu padre que te lo resuelva, con su dinero, sus amistades y todo ese poder que él lleva en el bolsillo como nosotros llevamos la calderilla?
—Lo único que yo pretendo —empezó ella con un brusco cambio de tono, como si buscara la conciliación antes de que fuera tarde— es ahorrarnos tiempo y energías. Si tratamos de arreglar esto con el reglamento en la mano, nos meteremos en el universo de Kafka, perderemos la paz y nos amargaremos la vida tratando de dar con los papeles correctos, para que luego un burócrata como el
signor
Rossi nos diga que ésos no son los papeles correctos, que necesitamos otros, y luego otros, hasta que acabemos locos de atar. —Notando a Brunetti más receptivo a su cambio de tono, prosiguió—: Por lo tanto, sí, si puedo conseguir que nos ahorremos todo eso pidiendo a mi padre que nos ayude, se lo pediré, porque no tengo ni paciencia ni energía para hacer otra cosa…