—En un local llamado Luxor, una discoteca —dijo finalmente.
De la garganta de Brunetti escapó un «¡Ah!» muy leve, pero fue suficiente para hacer que Patta abriera los ojos.
—¿Qué?
Brunetti rehuyó la respuesta.
—Un conocido solía ir.
Al esfumarse el atisbo de esperanza, Patta desvió su atención.
—¿Ha llamado a un abogado, señor? —preguntó Brunetti.
—Sí, a Donatini.
Brunetti disimuló la sorpresa con un leve gesto de asentimiento, como si el abogado más solicitado para defender a los acusados de asociación con la mafia fuera la elección más natural que podía hacer Patta.
—Yo agradecería, comisario… —empezó a decir Patta y se detuvo, buscando la manera de articular lo que iba a decir.
—Lo pensaré detenidamente, señor —cortó Brunetti—. Y no diré nada a nadie, por supuesto. —Por más que despreciara muchas de las cosas que hacía Patta, no quería que su superior sufriera el bochorno de tener que pedirle discreción.
Patta respondió al tono terminante de la voz de Brunetti y se puso en pie apoyándose en los brazos del sillón. Fue con Brunetti hasta la puerta y la abrió. No le tendió la mano pero sí musitó un seco «gracias» antes de volver a entrar y cerrar la puerta.
Brunetti vio que la
signorina
Elettra estaba en su sitio, aunque las carpetas y demás papeles habían sido sustituidos por un cuaderno de un grosor sospechoso y unas páginas tan relucientes como las que pudiera tener el número de moda de primavera de
Vogue.
—¿El hijo? —preguntó ella levantando la mirada de la revista.
La respuesta escapó de los labios de Brunetti antes de que él pudiera hacer algo por evitarlo.
—¿Le ha puesto micrófonos en el despacho? —La intención era hacer que sonara a broma, pero al oírse a sí mismo, ya no estuvo tan seguro.
—No. Esta mañana le ha llamado el chico, que parecía muy nervioso. Después le ha llamado la policía de Jesolo. Nada más colgar, me ha pedido que lo pusiera con Donatini.
Brunetti se preguntó si no debería pedir a la
signorina
Elettra que cambiara sus funciones de secretaria por las de agente del cuerpo, pero comprendió que, antes que ponerse el uniforme, ella preferiría morirse.
—¿Usted lo conoce?
—¿A quién, a Donatini o al chico?
—A uno y a otro. A los dos.
—Los conozco a ambos —dijo ella, y agregó con naturalidad—: Los dos son unos mierdas, aunque Donatini viste mejor.
—¿Le ha dicho de qué se trata? —preguntó él señalando el despacho de Patta con un movimiento de la cabeza.
—No —respondió ella sin asomo de decepción—. Si fuera violación, habría salido en el periódico. De modo que debe de ser droga. Supongo que Donatini podrá librarlo.
—¿Lo cree capaz de una violación?
—¿A quién? ¿A Roberto?
—Sí.
Ella pensó un momento y dijo:
—No. No lo creo. Es arrogante y presumido, pero no malo del todo.
Algo impulsó a Brunetti a preguntar:
—¿Y a Donatini?
—Ése es capaz de cualquier cosa —respondió ella sin vacilar.
—No sabía que lo conociera.
Ella miraba la revista y volvió una página, haciendo que el gesto pareciera casual.
—Sí. —Volvió otra página.
—Me ha pedido que lo ayude.
—¿El
vicequestore
? —preguntó ella levantando la cabeza con aire de sorpresa.
—Sí.
—¿Y usted lo ayudará?
—Si puedo… —respondió Brunetti.
Ella lo miró largamente y después volvió a fijar la atención en la página que tenía delante.
—Me parece que el gris no tiene mucho futuro —dijo—. Estamos hartas de gris.
La
signorina
Elettra llevaba una blusa de crespón color albaricoque y chaqueta con cuello Mao de seda negra, al parecer, natural.
—Probablemente, tiene razón —dijo él, le deseó buenas tardes y subió a su despacho.
Brunetti tuvo que llamar a Información para conseguir el número de la discoteca Luxor. La persona que contestó al teléfono le dijo que el
signor
Bertocco no estaba y no quiso darle el número de su casa. Él no dijo que fuera de la policía sino que volvió a llamar a Información y consiguió el número particular de Luca sin dificultad.
—Estúpido antipático —rezongaba Brunetti mientras marcaba.
A la tercera señal, una voz grave y un poco áspera contestó:
—Bertocco.
—
Ciao,
Luca, soy Guido Brunetti. ¿Cómo estás?
La voz perdió el tono formal y adquirió sincera cordialidad.
—Muy bien, Guido. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Cómo estás, y Paola, y los chicos?
—Todos bien.
—¿Por fin te has decidido a aceptar mi oferta y venir a bailar hasta caer reventado?
Brunetti se rió de la broma, que tenía ya más de diez años.
—Lo siento, pero otra vez voy a tener que defraudarte. No sabes cómo me gustaría estar bailando hasta el amanecer entre una multitud que tiene la edad de mis hijos, pero Paola no me deja.
—¿Es por el humo? —preguntó Luca—. ¿Cree que sería malo para tu salud?
—No. Me parece que es por la música, pero la razón es la misma.
Se hizo una breve pausa y Luca dijo:
—Probablemente, tiene razón. —Como Brunetti no decía nada, preguntó—: ¿Por qué llamas entonces? ¿Por ese chico al que arrestaron?
—Sí —contestó Brunetti sin tratar siquiera de mostrar sorpresa porque Luca ya estuviera enterado.
—Es hijo de tu jefe, ¿verdad?
—Tú lo sabes todo.
—Cuando diriges cinco discotecas, tres hoteles y seis bares tienes que saberlo todo, especialmente, de las personas que arrestan en alguno de esos sitios.
—¿Qué sabes del chico?
—Sólo lo que me ha dicho la policía.
—¿Qué policía? ¿La que lo arrestó o la que trabaja para ti?
El silencio que siguió a la pregunta indicó a Brunetti no sólo que había ido demasiado lejos sino también que, por muy amigos que fueran, Luca siempre vería en Brunetti al policía.
—No sé qué decir a eso, Guido —dijo Luca al fin. Su voz se quebró en el explosivo ladrido del gran fumador.
Cuando cesó la tos, Brunetti dijo:
—Perdona, Luca. Ha sido un chiste malo.
—No tiene importancia, Guido. Créeme, el que tiene que tratar con el público tanto como yo, necesita toda la ayuda posible de la policía. Y a la policía también le viene bien mi ayuda.
Brunetti, pensando en los pequeños sobres que cambiaban de mano discretamente en las oficinas municipales, preguntó:
—¿Qué clase de ayuda?
—Tengo guardas de seguridad en los aparcamientos de las discotecas.
—¿Para qué? —preguntó Brunetti pensando en los atracadores y en la vulnerabilidad de los jóvenes que salían de las discotecas de madrugada con paso inseguro.
—Para quitarles las llaves del coche a los chicos.
—¿Y nadie se queja?
—¿Quién va a quejarse? ¿Los padres, porque impido a sus hijos agarrar el volante con una tajada o un colocón? ¿La policía, porque evito que se estrellen contra un árbol?
—No, claro. No se me había ocurrido.
—Así les ahorro que los saquen de la cama a las tres de la mañana para ver cómo se extraen cuerpos de entre un montón de chatarra. Créeme, la policía me ayuda de muy buen grado. —Calló y Brunetti oyó el crujido del fósforo con el que Luca encendía un cigarrillo—. ¿Qué quieres que haga? —preguntó después de una profunda calada—. ¿Que lo tape?
—¿Podrías?
Aunque el gesto de encogerse de hombros no es sonoro, a Brunetti le pareció oírlo por el teléfono. Finalmente, Luca dijo:
—No te contestaré a eso hasta saber si tú lo quieres o no.
—Taparlo en el sentido de borrarlo, no. Pero me gustaría que no llegara a los periódicos, si es posible.
Luca tardó en contestar.
—Gasto mucho dinero en publicidad —dijo al fin.
—¿Eso significa que sí?
Luca lanzó una carcajada que terminó en tos ronca. Cuando pudo hablar, dijo:
—A ti siempre te ha gustado remachar las cosas, Guido. No sé cómo Paola lo soporta.
—Tener las cosas claras me hace la vida más fácil.
—¿Como policía?
—Como todo.
—De acuerdo. La respuesta es sí. Puedo evitar que llegue a los periódicos locales, y dudo que los grandes estén interesados.
—Es el
vicequestore
de Venecia —dijo Brunetti en un acceso de orgullo provinciano.
—Lo siento mucho, pero me parece que a los chicos de Roma eso les deja indiferentes —respondió Luca.
—Puede que tengas razón. —Antes de que Luca insistiera, Brunetti preguntó—: ¿Qué dicen del chico?
—Lo tienen bien agarrado. Sus huellas están en todos los sobres.
—¿Se han presentado cargos?
—Todavía no. Por lo menos, que yo sepa.
—¿A qué esperan?
—Quieren que les diga de dónde sacó la mercancía.
—¿No lo saben?
—Claro que lo saben. Pero una cosa es saber y otra probar, como estoy seguro de que comprenderás perfectamente. —Esto, lo dijo no sin ironía. A veces, Brunetti pensaba que Italia era un país en el que todo el mundo lo sabía todo pero nadie estaba dispuesto a decir nada. En privado, todo el mundo comentaba con fruición y plena certidumbre las actividades secretas de los políticos, los jefes de la mafia y las estrellas de cine. Ahora bien, los ponías en una situación en la que sus observaciones pudieran tener consecuencias legales, e Italia se convertía en el reino de los mudos.
—¿Tú sabes quién es? —preguntó Brunetti—. ¿Me darías el nombre?
—Mejor no. No serviría de nada. Habrá alguien por encima, y alguien más por encima de ese alguien. —Brunetti le oyó encender otro cigarrillo.
—¿El chico hablará?
—No, si en algo valora su vida —dijo Luca, pero agregó inmediatamente—: No. Exagero. Si quiere ahorrarse una paliza.
—¿Incluso en Jesolo? —preguntó Brunetti. Así que el crimen de las grandes ciudades había llegado a la tranquila ciudad adriática.
—Sobre todo, en Jesolo, Guido —dijo Luca, sin más explicaciones.
—Así pues, ¿qué le pasará? —preguntó Brunetti.
—A eso deberías de poder responder tú mejor que yo —dijo Luca—. Si es su primer delito, le echarán un rapapolvo y lo enviarán a su casa.
—Ya está en su casa.
—Lo sé. Hablaba en sentido figurado. Y el que su padre sea policía tampoco perjudica.
—Siempre que no se enteren los periódicos.
—Ya te he dicho que sobre eso puedes estar tranquilo.
—Así lo espero —dijo Brunetti.
Luca no quiso responder a eso y el silencio se prolongó hasta que Brunetti dijo:
—¿Y tú qué cuentas? ¿Cómo estás, Luca?
Luca carraspeó. Fue un sonido húmedo, ingrato al oído.
—Lo mismo que siempre —dijo al fin, y volvió a toser.
—¿Y Maria?
—Hecha una vaca —dijo Luca, con encono—. Lo único que le interesa es mi dinero. Tiene suerte de que la deje vivir en mi casa.
—Es la madre de tus hijos, Luca.
Brunetti notó cómo Luca reprimía una respuesta agria a este comentario sobre su vida privada.
—Prefiero no hablar de eso contigo, Guido.
—Está bien, Luca. Ya sabes que si lo he dicho es porque hace mucho tiempo que te conozco. —Y, al cabo de un momento, agregó—: Que os conozco a los dos.
—Ya lo sé, pero las cosas cambian. —Otro silencio, y Luca repitió, ahora en tono distante—: No hablemos de eso, Guido.
—De acuerdo —dijo Brunetti—. Siento haber tardado tanto en llamar.
Con la pronta condescendencia del viejo amigo, Luca dijo:
—Tampoco he llamado yo.
—No importa.
—No, desde luego —rió Luca, recuperando su antigua voz y su antigua tos.
Brunetti se aventuró entonces a pedir:
—Si te enteras de algo más, ¿me lo dirás?
—Descuida.
Antes de que su amigo colgara, Brunetti preguntó:
—¿Sabes algo de los que se la vendieron y de dónde la sacaron?
Volvía a haber cautela en la voz de Luca:
—¿A qué te refieres en particular?
—A si… —Brunetti no sabía cómo definir la actividad—. A si operan en Venecia.
—Ah —exclamó Luca—. Que yo sepa, ahí no tienen mucho mercado. La población es vieja, y para los jóvenes es fácil venir a proveerse al continente.
Brunetti comprendió que era puro egoísmo lo que hacía que él se alegrara de oír eso: cualquiera que tuviera dos hijos adolescentes, por seguro que pudiera estar de su carácter e inclinaciones, se sentiría aliviado de saber que no había mucho tráfico de droga en la ciudad en que vivían.
El instinto decía a Brunetti que ya nada más podría sacar a Luca. De todos modos, saber el nombre de los hombres que vendían la droga tampoco le hubiera servido de algo.
—Muchas gracias, Luca. Cuídate.
—Tú también, Guido.
Aquella noche, hablando con Paola después de que los chicos se fueran a la cama, le contó su conversación con Luca y el estallido de furor de su amigo a la mención del nombre de su esposa.
—Tú nunca lo apreciaste tanto como yo —dijo Brunetti, como si eso pudiera explicar o disculpar la actitud de Luca.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Paola, pero sin beligerancia.
Estaban sentados uno a cada extremo del sofá y habían dejado entre los dos sus lecturas respectivas cuando empezaron a hablar. Brunetti meditó un rato antes de responder.
—Supongo que es natural que tú simpatices más con Maria que con él.
—Pues mira, me parece que Luca tiene razón —dijo Paola volviendo hacia él primero la cara y después el cuerpo—. Maria es una vaca.
—Creí que te caía bien.
—Y me cae bien —reconoció Paola—. No obstante, Luca tiene razón al decir que es una vaca. Pero lo es por culpa de él. Cuando se casaron, Maria era dentista y él le pidió que dejara de trabajar. Luego nació Paolo, y Luca dijo que no hacía falta que volviera a abrir la consulta, que con los clubes él ganaba lo suficiente para mantenerlos a todos. Y ella se quedó en casa.
—¿Y qué? —interrumpió Brunetti—. ¿Eso le hace responsable de que ella se haya convertido en una vaca? —Antes de acabar de hablar, comprendía ya lo insultante y lo absurda que era la sola palabra.
—Sí, porque él se empeñó en ir a vivir a Jesolo, para controlar mejor los clubes. Y ella fue. —Su voz se hacía tétrica mientras iba pasando las cuentas de un antiguo rosario.