—¿Sobrecargado?
—Sí —y explicó—: Con lo del hijo de Patta y la forma en que va a librarse. Y esos pobres chicos muertos. —Al ver su expresión, dijo—: No; a él no le dije nada de eso, sólo le insinué que últimamente estabas agobiado. Recuerda, Guido, que vivo y duermo contigo, y que no es necesario que me des el parte diario de cómo te afectan esas cosas.
Él la vio erguir el tronco, como si creyera que la conversación había terminado y ya podía ir a buscar unas copas.
—¿Qué más le dijiste, Paola? —preguntó él antes de que ella pudiera levantarse.
La respuesta tardó en llegar, pero cuando llegó era cierta.
—Le hablé de esa tontería del Ufficio Catasto que, a pesar de que no habíamos sabido más, aún pendía sobre nuestras cabezas, como una especie de espada de Damocles de la burocracia. —Él conocía la táctica: la frase ingeniosa para salirse por la tangente. No se dejó distraer.
—¿Y qué dijo él?
—Preguntó si podía hacer algo.
Si Brunetti hubiera estado menos cansado, menos deprimido por un día cargado de reflexiones sobre la corrupción humana, probablemente, hubiera desistido de continuar la conversación, dejando que los acontecimientos siguieran su curso a espaldas suyas. Pero algo, quizá la autocomplaciente duplicidad de Paola o su propio sonrojo ante ella, le hizo decir:
—Te dije que no hicieras eso. —Rápidamente, rectificó—: Te pedí que no lo hicieras.
—Ya lo sé. Por eso no le pedí que nos ayudara.
—No tuviste que pedírselo, ¿verdad? —dijo él, empezando a levantar el tono.
El de ella subió en la misma medida.
—Yo no sé lo que ha podido hacer. Ni sé si ha hecho algo.
Brunetti señaló el sobre que ella tenía en la mano.
—No hace falta ir muy lejos para encontrar la respuesta. Te pedí que no hicieras que nos ayudara, que no le hicieras utilizar su red de amigos e influencias.
—Pero no tuviste inconveniente en utilizar la nuestra —replicó ella.
—Es distinto.
—¿Por qué?
—Porque nosotros somos gente corriente. No tenemos su poder. No podemos estar seguros de conseguir siempre lo que queremos, de soslayar la ley cuando nos conviene.
—¿De verdad piensas que eso es distinto? —preguntó ella con asombro.
Él asintió.
—Dime entonces ¿quién es Patta? —preguntó ella—. ¿Es uno de nosotros o uno de los poderosos?
—¿Patta?
—Sí, Patta. Si tú dices que es aceptable que la gente corriente trate de saltarse las normas pero no es lícito que se las salte la gente importante, ¿en qué categoría pones a Patta? —Al ver que Brunetti dudaba, agregó—: Te lo pregunto porque no disimulas la opinión que te merece lo que ha hecho para salvar a su hijo.
Un furor instantáneo lo inundó:
—Su hijo es un delincuente.
—Pero sigue siendo su hijo.
—¿Así pues, hay que aceptar que tu padre corrompa el sistema, porque lo hace por su hija? —Aún no había acabado de decirlo cuando ya empezaban a pesarle sus palabras y se enfriaba su indignación.
Paola lo miraba con la boca abierta formando con los labios una pequeña «o», como si acabara de abofetearla. Él dijo al instante:
—Perdona, lo siento. No he debido decir eso. —Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, moviéndola a derecha e izquierda. Le hubiera gustado cerrar los ojos y borrar todo aquello. Levantó una mano con la palma hacia arriba y la dejó caer—. De verdad lo siento. No debí decirlo.
—No. No debiste.
—No es verdad —se disculpó.
—Sí —dijo ella con voz serena—. Y por eso no debiste decirlo. Porque es verdad. Lo hizo porque soy su hija.
Brunetti fue a decir que no era verdad la otra parte. El conde Falier no podía corromper un sistema que ya estaba corrupto, que probablemente había nacido corrupto. Pero sólo dijo:
—Yo no quiero esto, Paola.
—¿No quieres qué?
—Pelear por eso.
—No tiene importancia. —Su voz era distante, indiferente, levemente imperiosa.
—Oh, vamos ya —dijo él, otra vez irritado.
Ninguno dijo nada en mucho rato. Finalmente, Paola preguntó:
—¿Qué quieres que haga?
—No creo que puedas hacer algo. —Señaló la carta con un ademán—. Por lo menos, a la vista de lo que dice ahí.
—Supongo que no —convino ella. Levantó el sobre—. ¿Y aparte de esto?
—No lo sé. —Y, suavizando el tono—: Supongo que no se te puede pedir que recuperes los ideales de tu juventud.
—¿Querrías tú que los recuperara? —Y agregó a renglón seguido—. Eso es imposible, y tú debes saberlo. La pregunta es puramente retórica: ¿Querrías que los recuperara?
Pero, al ponerse en pie, él comprendió que recuperar los ideales de su juventud no garantizaría recuperar la paz de espíritu.
Brunetti entró en la casa y minutos después salió con dos copas de chardonnay. Permanecieron una media hora sentados en la terraza, casi sin hablar, hasta que Paola miró el reloj, se levantó y dijo que se iba a preparar la cena. Al recoger la copa de él, se inclinó y le dio un beso en la oreja derecha, después de que los labios le resbalaran por la mejilla.
Después de cenar, Brunetti se echó en el sofá, diciéndose que, de algún modo, encontraría el medio de proteger la paz de su hogar y de impedir que los horribles hechos con los que tenía que tratar a diario, llegaran a afectar a su familia. Trató de volver a Jenofonte, pero aunque los griegos supervivientes ya estaban cerca de su patria y de la salvación, le era difícil concentrarse en sus peripecias e imposible preocuparse por vicisitudes de hacía dos mil años. Chiara, que entró a eso de las diez a darle el beso de buenas noches, no le habló del barco, sin imaginar que, en aquel momento, Brunetti hubiera accedido a comprarle hasta el
Queen Elizabeth II.
Como era de esperar, cuando, a la mañana siguiente, Brunetti compró el diario camino del trabajo, en la primera plana de la segunda sección de
Il Gazzettino,
vio el titular redactado por él. Ya en su despacho, se sentó a su mesa a leer la supuesta noticia. El texto era más dramático y alarmista de lo que él había previsto y, al igual que tantas de las peregrinas fantasías que aparecían en aquel rotativo, resultaba plenamente convincente. Aunque el artículo indicaba claramente que el tratamiento sólo podía ser efectivo en casos de transmisión del virus por mordedura —¿cuánta tontería podía llegar a creerse la gente?—, temió que el hospital fuera inundado por una marea de drogadictos y seropositivos, en busca del mágico tratamiento de que disponían los médicos del Ospedale Civile y que se administraba en su Pronto Soccorso a todo el que lo solicitara. Por el camino, Brunetti había hecho algo insólito en él: comprar
La Nuova,
confiando en que ningún conocido lo viera con ese periódico en la mano.
Estaba en la página 37: tres columnas y hasta una foto de Zecchino, probablemente, extraída de alguna escena de grupo. El peligro de la mordedura parecía aquí infinitamente más grave y la esperanza de curación que brindaba el Pronto Soccorso, mucho mayor.
Brunetti no llevaba ni diez minutos en su despacho cuando se abrió la puerta violentamente. Sobresaltado, levantó la cabeza y quedó estupefacto al ver al
vicequestore
Giuseppe Patta en el umbral. Pero el recién llegado no estuvo allí mucho rato sino que, en pocos segundos, se plantó delante de la mesa de Brunetti. Éste inició el movimiento de levantarse, pero Patta alzó una mano como si quisiera volver a sentarlo de un empujón y dio un fuerte puñetazo en la mesa.
—¿Cómo se ha atrevido? —gritó—. ¿Por qué? ¿Qué tiene contra mí? Ahora lo matarán, y usted lo sabe. Lo ha hecho con toda la intención.
Durante un momento, Brunetti temió que su superior hubiera perdido el juicio, que la tensión del trabajo, o quizá las preocupaciones de su vida privada, hubieran minado su poder de autodominio provocando una erupción de furor. Brunetti apoyó la palma de las manos en la mesa, tratando de moverse lo menos posible sin insinuar siquiera la intención de levantarse.
—¿Qué tiene que decir? ¿Qué? —le gritó Patta, apoyando a su vez las palmas en la mesa e inclinándose hasta que su cara estuvo muy cerca de la de Brunetti—. Quiero saber por qué lo ha hecho. Si algo le ocurre a Roberto, lo hundo. —Patta se irguió y Brunetti vio que apretaba los puños, con los brazos colgando. El
vicequestore
tragó saliva y dijo ahora con voz suave, pero impregnada de amenaza—: Le he hecho una pregunta, Brunetti.
Éste echó el cuerpo hacia atrás y asió los brazos del sillón.
—Creo que sería mejor que se sentara,
vicequestore,
y me explicara lo que ocurre.
Si algo se había sosegado la actitud de Patta, ahora volvió a encresparse:
—No disimule conmigo, Brunetti —gritó—. Quiero saber por qué lo ha hecho.
—No sé de qué me está hablando —dijo Brunetti, dejando que su voz reflejara algo de la cólera que sentía.
Del bolsillo de la americana, Patta sacó el diario de la víspera y lo puso en la mesa de Brunetti con un golpe seco.
—Le estoy hablando de esto —dijo clavando el índice en el papel—: Esa noticia que dice que Roberto va a ser arrestado y que sin duda declarará contra las personas que controlan el tráfico de drogas en el Veneto. —Sin darle tiempo a responder, Patta agregó—: Sé muy bien cómo trabajan ustedes, los del norte, son como un club secreto. No tiene más que llamar a alguno de sus amigos del periódico y él publicará toda la mierda que usted le eche.
Con repentino cansancio, Patta se dejó caer en una silla frente a la mesa. Su cara, todavía roja, estaba cubierta de sudor, y cuando trató de enjugárselo Brunetti vio que le temblaba la mano.
—Lo matarán —dijo.
Una súbita revelación disipó la confusión y la indignación de Brunetti ante el comportamiento de Patta. Esperó unos momentos, hasta que la respiración de Patta se calmó un poco y dijo:
—Esa noticia no se refiere a Roberto. —Procuraba que su voz sonara normal—. Se trata de ese muchacho que murió por sobredosis la semana pasada. Su novia vino a verme y me dijo que sabía quién le había vendido la droga, pero tenía miedo de decírmelo. Yo pensé que eso lo animaría a venir a hablar con nosotros.
Vio que Patta escuchaba, si le creía o no era otra cuestión. O, en el caso de que le creyera, si ello suponía diferencia alguna.
—Eso no tiene absolutamente nada que ver con Roberto —dijo Brunetti con voz llana y lo más tranquila posible, resistiendo la tentación de decir que, ya que Patta había negado categóricamente que Roberto tuviera algo que ver con la venta de droga, mal podía suponer para él peligro alguno aquel artículo. Pero ni siquiera a costa de Patta deseaba un triunfo tan fácil. Calló, esperando la respuesta de Patta.
Al fin el
vicequestore
dijo:
—No me importa a quién se refiera. —Lo que indicaba que creía lo que había dicho Brunetti y fijó en él una mirada directa y franca—. Anoche lo llamaron. Al
telefonino.
—¿Qué dijeron? —preguntó Brunetti, consciente de que Patta acababa de confesar que su hijo, el hijo del
vicequestore
de Venecia, vendía droga.
—Que más valdría que no volvieran a oír hablar de eso, que no se enterasen de que había hablado con alguien ni ido a la
questura.
—Patta calló y cerró los ojos, resistiéndose a continuar.
—¿O si no…? —preguntó Brunetti con voz neutra.
La respuesta tardó en llegar.
—No lo dijeron. Ni era necesario.
Brunetti estaba plenamente de acuerdo. De pronto, lo acometió un violento deseo de hallarse en cualquier sitio menos allí. Era preferible estar en la buhardilla con Zecchino y la muchacha muerta, porque lo que había sentido allí era una compasión profunda y limpia; no esa insidiosa sensación de triunfo al ver reducido a aquello al hombre por el que tantas veces había sentido desprecio. Él no quería sentir satisfacción al ver el miedo y la irritación de Patta, pero no conseguía reprimirla del todo.
—¿Sólo vende o también toma? —preguntó.
—No lo sé —suspiró Patta. No tengo ni idea. —Brunetti le dio tiempo para que dejara de mentir y, al cabo de un momento, Patta dijo—: Sí. Cocaína, creo.
Años atrás, con menos experiencia en el arte de interrogar, Brunetti hubiera pedido la confirmación de que el muchacho también vendía, pero ahora lo dio por hecho y pasó a la pregunta siguiente:
—¿Ha hablado con él?
Patta asintió. Al cabo de un momento dijo:
—Está aterrado. Quiere ir a casa de sus abuelos, pero allí no estaría seguro. —Miró a Brunetti—. Esa gente ha de tener la certeza de que no hablará. Será la única manera de que esté seguro.
Lo mismo pensaba Brunetti y ya empezaba a calcular lo que esa certeza costaría. No había más remedio que publicar otra desinformación, esta vez diciendo que la policía había seguido una pista falsa y que había resultado imposible establecer una relación entre los casos recientes de muertes por sobredosis y el responsable de la venta de las drogas. Probablemente, eso alejaría de Roberto Patta el peligro más inmediato; pero, por otro lado, disuadiría al hermano, al primo o lo que fuera de Anna Maria Ratti, de ir a denunciar a la policía a las personas que le habían vendido las drogas que causaron la muerte de Marco Landi.
Si no hacía nada, la vida de Roberto Patta estaría en peligro, pero si el artículo aparecía, Anna Maria tendría que vivir con la pena de haber tenido parte de responsabilidad, por pequeña que fuera, en la muerte de Marco.
—Yo me encargo —dijo, y Patta levantó la cabeza con rapidez y lo miró fijamente.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Cómo?
—He dicho que yo me encargo —repitió con voz firme, deseando que Patta lo creyera y saliera del despacho llevando consigo las muestras de gratitud que pudiera sentirse inclinado a dar—. Llévelo a alguna clínica, si es posible.
Vio cómo Patta miraba agrandando los ojos con indignación a aquel subordinado que se atrevía a darle consejos.
Brunetti deseaba terminar cuanto antes.
—Ahora mismo los llamo —dijo lanzando una mirada en dirección a la puerta.
Irritado también por eso, Patta dio media vuelta, fue hacia la puerta y salió.
Brunetti, sintiéndose como un idiota, llamó otra vez a su amigo a la redacción del periódico y le habló de prisa, consciente de la gran deuda que estaba contrayendo. Sabía que, cuando llegara el momento de pagarla —y no dudaba de que llegaría—, sería a costa de sacrificar algún principio o burlar alguna ley. Ello no le hizo titubear ni un instante.