Amigos en las altas esferas (11 page)

Read Amigos en las altas esferas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Amigos en las altas esferas
3.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nadie le puso una pistola en el pecho, Paola.

—Naturalmente que nadie le puso una pistola en el pecho. Ni falta que hacía —le disparó ella—. Estaba enamorada. —Al ver la expresión de su marido, rectificó—: De acuerdo, los dos estaban enamorados. —Calló un momento y prosiguió—: Así pues, ella se va de Venecia a Jesolo, ¡un lugarejo de veraneo, por Dios!, y se dedica a ser ama de casa y madre.

—Que no son palabras soeces, Paola.

Ella le lanzó una mirada fiera, pero mantuvo la voz serena.

—Ya sé que no son palabras soeces. No he querido dar esa impresión. Pero lo cierto es que Maria abandonó una profesión que le gustaba y en la que era muy buena, para ir a enterrarse en un desierto, criar a dos hijos y cuidar de un marido que bebía demasiado, fumaba demasiado y andaba con demasiadas mujeres. —Brunetti se guardó bien de echar más leña a ese fuego y mantuvo la boca cerrada, esperando a que ella continuara, y continuó—: Y ahora, al cabo de más de veinte años de esa vida, es una vaca. Es gorda y pelmaza y no sabe hablar más que de sus hijos y sus guisos. —Miró a Brunetti, pero él seguía mudo—. ¿Cuánto hace que no los vemos juntos? ¿Dos años? Recuerda qué pesadilla, la última vez que cenamos en su casa: ella, mariposeando alrededor, preguntando si queríamos más y enseñando fotos de sus dos hijos, que tampoco son nada del otro mundo.

La velada fue una pesadilla para todos salvo, curiosamente, para Maria, que parecía no darse cuenta de cómo los estaba aburriendo.

Con pueril candor, Brunetti preguntó:

—No iremos a discutir por eso, ¿verdad?

Paola apoyó la cabeza en el sofá y se echó a reír.

—No, claro que no. Supongo que se me nota la poca simpatía que ella me inspira. Y el remordimiento que ello me causa. —Esperó a ver cómo reaccionaba Brunetti y prosiguió—: Ella tenía otras opciones, pero las rechazó. Se negó a tomar a alguien que la ayudara a cuidar de los niños para trabajar por lo menos media jornada, luego dejó que le caducara la licencia y, poco a poco, fue perdiendo interés por todo lo que no tuviera que ver con sus dos hijos. Y luego engordó.

Cuando estuvo seguro de que ella había terminado, Brunetti observó:

—No sé qué pensarás de lo que voy a decir, pero eso se parece sospechosamente a los argumentos que he oído de boca de muchos maridos infieles.

—¿Para justificar su infidelidad?

—Sí.

—Seguramente —dijo ella con firmeza, pero sin incomodarse.

Evidentemente, no pensaba continuar, por lo que él preguntó:

—¿Y qué más?

—Nada más. La vida le ofreció una serie de opciones y ella eligió la que eligió. Imagino que, una vez accedió a dejar de trabajar y marcharse de Venecia, cada paso que daba hacía que el siguiente fuera inevitable. Pero, como has dicho muy bien, nadie le puso una pistola en el pecho.

—Maria me da lástima —dijo Brunetti—. Los dos me dan lástima.

Paola, con la cabeza apoyada en el sofá y los ojos cerrados, dijo:

—A mí también. —Después de un largo momento, preguntó—: ¿Te alegras de que yo haya seguido trabajando?

Él dio a la pregunta la reflexión que se merecía y respondió:

—La verdad, no mucho. Pero sí me alegro de que no hayas engordado.

Capítulo 11

Al día siguiente, Patta no apareció por la
questura,
sin otra justificación que una llamada que hizo a la
signorina
Elettra para comunicarle lo que, para entonces, ya era una obviedad: que no iba a estar. La
signorina
Elettra no hizo preguntas, pero llamó a Brunetti para decirle que, en ausencia del
vicequestore,
él tenía el mando, ya que el
questore
estaba de vacaciones en Irlanda.

A las nueve, Vianello llamó para informar de que ya había estado en el apartamento de Rossi, después de pasar por el hospital a recoger las llaves. No había visto nada de particular, y los únicos papeles eran facturas y recibos. Había encontrado una libreta de direcciones al lado del teléfono, y Pucetti ya estaba llamando a las personas que aparecían en ella. Hasta el momento, el único pariente que había aparecido era un tío que residía en Vicenza, al que ya habían llamado del hospital y que estaba haciendo los trámites para el entierro. Poco después, llamó Bocchese, el técnico del laboratorio, quien le dijo que un agente le subiría la cartera de Rossi al despacho.

—¿Ha encontrado algo?

—No. Sólo sus huellas y las del chico que lo encontró.

Alerta a la posibilidad de que pudiera haber otro testigo, Brunetti preguntó:

—¿Un chico?

—El agente. Ese jovencito, no sé cómo se llama. Para mí todos son chicos.

—Franchi.

—Si usted lo dice… —respondió Bocchese con indiferencia—. Tengo sus huellas en el archivo y concuerdan con las de la cartera.

—¿Algo más?

—No. No he mirado el contenido de la cartera, sólo he sacado las huellas.

Un joven agente, uno de los nuevos, cuyos nombres tanto le costaba recordar, apareció en la puerta del despacho. Brunetti lo llamó con un ademán y el joven se acercó y puso encima de la mesa la cartera, aún en la bolsa de plástico.

Brunetti, sujetando el teléfono entre el hombro y la mandíbula, levantó la bolsa, la abrió y preguntó a Bocchese:

—¿Alguna huella en el interior?

—Ya le he dicho que ésas eran las únicas —dijo el técnico y colgó el teléfono.

Brunetti colgó a su vez. En cierta ocasión, un coronel de
carabinieri
había comentado que Bocchese era tan bueno que podía encontrar huellas hasta en algo tan viscoso como el alma de un político, por lo que se le consentía más que a la mayoría de los que trabajaban en la
questura.
Hacía tiempo que Brunetti se había acostumbrado al irascible carácter de aquel hombre; más aún, con los años se había hecho insensible a sus exabruptos. Compensaba su hosquedad la intachable eficacia de su trabajo, que había prevalecido contra el feroz escepticismo de más de un abogado defensor.

Brunetti abrió la bolsa e hizo caer la cartera sobre la mesa. Estaba abarquillada por el roce con la cadera de Rossi, donde, al parecer, había permanecido varios años. La piel marrón tenía una, grieta en el centro y una pequeña parte del ribete se había desgastado dejando al descubierto un fino cordón gris. Brunetti abrió la cartera aplastándola sobre la mesa. Los departamentos de la izquierda contenían cuatro tarjetas de plástico, Visa, Standa, la credencial del Ufficio Catasto y la Carta Venezia, que daba derecho a Rossi a beneficiarse de la tarifa reducida que los transportes municipales concedían a los residentes. Las sacó y examinó la foto que aparecía en las dos últimas. Estaba grabada en las tarjetas por un proceso holográfico, por lo que la imagen se borraba cuando la luz incidía en ella en un ángulo determinado; pero era Rossi, indudablemente.

A la derecha había un departamento para monedas con cierre metálico a presión. Brunetti lo abrió y vació sobre la mesa. Había varias monedas nuevas de mil liras, unas pocas de quinientas y una de cada uno de los tres tipos, de distinto tamaño, de monedas de cien en circulación. ¿A todo el mundo le parecía tan extraño como a él que hubiera monedas de cien de tres tamaños diferentes? ¿Qué explicación podía tener semejante chaladura?

Brunetti abrió la parte posterior de la cartera y sacó los billetes. Estaban dispuestos por riguroso orden, de mayor a menor, con los de mil liras delante. Los contó. Ciento ochenta y siete mil liras.

Registró el departamento, para ver si se le había pasado por alto alguna cosa, pero no había nada más. Introdujo los dedos en la ranura de la izquierda y sacó varios billetes de
vaporetto
sin usar, una nota de caja de un bar de tres mil trescientas liras y varios sellos de ochocientas liras. En el otro lado encontró otra nota de bar, en el reverso de la cual estaba anotado un número de teléfono. Como no empezaba por 52, 27 ni 72, a pesar de que no llevaba prefijo, supuso que no era de Venecia. Y nada más. Ni nombres, ni una nota del fallecido para caso de accidente, ninguna de las cosas que en realidad nunca se encuentran en la cartera de una persona que puede haber muerto víctima de un acto de violencia deliberado.

Brunetti volvió a guardar el dinero en la cartera y ésta, en la bolsa de plástico. Se acercó el teléfono y marcó el número de Rizzardi. A esas horas, ya se habría hecho la autopsia, y el comisario deseaba saber algo más acerca de la extraña hendidura que Rossi tenía en la frente.

El médico contestó a la segunda señal y los dos hombres intercambiaron los saludos de rigor.

—¿Llama por lo de Rossi? —preguntó Rizzardi, que, al oír la afirmación de Brunetti, dijo—: Precisamente ahora iba a llamarle yo.

—¿Por qué?

—Por la lesión. Es decir, las dos lesiones. De la cabeza.

—¿Qué puede decirme?

—Una es plana, y en la piel hay partículas de cemento. La produjo el golpe contra el suelo. Pero a la izquierda de ésta hay otra, cóncava. Es decir, hecha por un objeto cilíndrico, como los tubos utilizados en la construcción de la
impalcatura
levantada frente al edificio, aunque dé la impresión de que el diámetro era menor.

—¿Y…?

—Y no hay vestigios de óxido en la herida. Esos tubos suelen estar sucios, oxidados y con restos de pintura, pero no he encontrado señales de ninguna de esas cosas.

—Quizá en el hospital lo lavaron.

—Sí, pero en el hueso había restos de metal, únicamente metal. Ni suciedad, ni óxido, ni pintura.

—¿Qué clase de metal? —preguntó Brunetti, suponiendo que las palabras de Rizzardi debían de tener una razón más concreta que la simple falta de algo.

—Cobre. —Como Brunetti no hiciera comentario alguno, Rizzardi apuntó—: No me compete decirle cómo debe hacer su trabajo, pero creo que no estaría de más enviar allí hoy mismo, o lo antes posible, a un equipo del laboratorio.

—Sí —dijo Brunetti, alegrándose de estar al frente de la
questura
aquel día—. ¿Algo más?

—Los dos brazos estaban fracturados, pero eso ya debe usted de saberlo. Y tenía magulladuras en las manos, pero podían ser debidas a la caída.

—¿Tiene idea desde qué altura cayó?

—No estoy muy versado en esa clase de cosas, ya que ocurren muy de tarde en tarde. Pero he consultado varios libros, y diría que unos diez metros.

—¿Un tercer piso?

—Posiblemente. Un segundo, por lo menos.

—¿Ha podido deducir algo de la forma en que cayó?

—No; pero da la impresión de que después de caer trató de arrastrarse. La tela del pantalón está rozada, y también la piel de las rodillas. Además, hay una desolladura en la parte interna de un tobillo que yo diría que se produjo al arrastrarse por el suelo.

Brunetti interrumpió al médico:

—¿Es posible determinar qué herida le causó la muerte?

—No. —La respuesta de Rizzardi fue tan rápida que Brunetti comprendió que debía de estar esperando la pregunta. El médico se quedó a la expectativa, pero a Brunetti no se le ocurrió más que un vago:

—¿Algo más?

—No. Estaba sano, y hubiera vivido muchos años.

—Pobre hombre.

—El empleado del depósito me ha dicho que usted lo conocía. ¿Un amigo?

Brunetti respondió sin vacilar.

—Sí. Un amigo.

Capítulo 12

Brunetti llamó a la oficina de Telecom y se identificó como agente de policía. Explicó que estaba tratando de localizar un número de teléfono pero que le faltaba el prefijo de la ciudad y sólo disponía de los siete últimos dígitos, y preguntó si Telecom podía darle los nombres de las ciudades en las que existiera tal número. Sin vacilar ni proponer siquiera llamarlo a la
questura
para verificar su identidad, la mujer le pidió que aguardara mientras consultaba el ordenador y lo dejó en espera. Por lo menos, no había música. La mujer no tardó en volver a la línea y le dijo que las posibilidades eran: Piacenza, Ferrara, Aquilea o Messina.

Brunetti pidió entonces los nombres de los abonados, y aquí la mujer invocó las normas de Telecom, el derecho a la privacidad y la «política establecida». Le explicó que necesitaba una llamada de la policía o de algún otro organismo del Estado. Pacientemente, conservando un tono de voz sereno, Brunetti volvió a explicarle que él era comisario de policía y, si lo deseaba, ella podía llamarle a la
questura
de Venecia. Cuando la mujer le pidió el número, Brunetti estuvo tentado de decirle si no sería preferible que lo buscara ella en la guía, para tener la seguridad de que llamaba realmente a la
questura.
Pero se limitó a dar el número, repitió su nombre y colgó. Casi inmediatamente, sonó el teléfono y la mujer le leyó cuatro nombres y direcciones.

Los nombres no le decían nada. El número de Piacenza era de una agencia de alquiler de coches, el de Ferrara estaba a nombre de una sociedad que tanto podía ser una oficina como un comercio. Los otros dos parecían de domicilios particulares. Marcó el número de Piacenza y dijo al hombre que contestó que era de la policía de Venecia y deseaba saber si tenían en sus archivos constancia de haber alquilado un coche a Franco Rossi de Venecia o si el nombre les era familiar. El hombre pidió a Brunetti que esperara, cubrió el micrófono con la mano y habló con otra persona. Entonces se puso al teléfono una mujer que le hizo repetir su petición y también le dijo que esperase un momento. El momento se convirtió en varios minutos, transcurridos los cuales la mujer le dijo que lo sentía mucho pero que en su archivo no figuraba ningún cliente con ese nombre.

En el número de Ferrara, un contestador informaba de que había llamado al despacho de Gavini y Cappelli, y le pedía que dejara su nombre, número y motivo de la llamada. Brunetti colgó.

En Aquilea le contestó la que parecía la voz de una anciana que le dijo que nunca había oído hablar de Franco Rossi. El número de Messina estaba fuera de servicio.

Brunetti no había encontrado un permiso de conducir en la cartera de Rossi. Aunque eran muchos los venecianos que no conducían, podía haberlo tenido: la falta de carreteras no era razón suficiente para impedir a un italiano satisfacer su pasión por la velocidad. Llamó a la oficina de Tráfico, donde le informaron de que habían expedido permisos a nombre de nueve Franco Rossi. Brunetti dio entonces la fecha de nacimiento de Rossi y el número de su tarjeta de identificación del Ufficio Catasto. No había ninguna licencia expedida a su nombre.

Other books

Road to Dune by Herbert, Brian, Anderson, Kevin J., Herbert, Frank
How Music Got Free by Stephen Witt
D is for Drunk by Rebecca Cantrell
Chaos Tryst by Shirin Dubbin
Seven Sunsets by Morgan Jane Mitchell
Under Orders by Doris O'Connor
Fallen Grace by M. Lauryl Lewis