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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (68 page)

BOOK: América
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DOCUMENTO ANEXO: 1/5/62.

Nota personal de Howard Hughes a J. Edgar Hoover.

Querido Edgar:

Duane Spurgeon, mi principal colaborador y consejero legal, padece una enfermedad terminal. Necesito alguien para reemplazarlo inmediatamente. Por supuesto, preferiría un abogado de moralidad comprobada con años de pertenencia al FBI. ¿Podrías recomendarme a alguien?

Con mis mejores deseos,

Howard

79

(Washington, D.C., 2/5/62)

El banco miraba hacia el Lincoln Memorial. Nodrizas con niños pequeños frecuentaban el lugar.

–La mujer es muy buena -apuntó Hoover.

–Gracias, señor.

–Atrae al Rey Jack a trampas provocadoras.

–Sí, señor -sonrió Littell-. Así es.

–El Rey Jack ha mencionado dos veces mi retiro forzoso. ¿Le dijo usted a la mujer que lo sondease en esa dirección?

Sí, señor.

–¿Por qué?

–Quería potenciar su interés por la operación.

Hoover enderezó la raya de sus pantalones.

–Entiendo. Y no puedo criticar su razonamiento.

–Queremos convencer al hombre de que obligue a su hermano a moderar su ataque a mis clientes y a sus amigos y, si los hermanos creen que usted tiene copias de las cintas, habremos avanzado mucho para convencerlos de que lo mantengan en el cargo.

–No encuentro peros a su razonamiento.

–Preferiría no tener que publicar las cintas, señor. Preferiría resolver esto de forma discreta.

Hoover dio unas palmaditas sobre su maletín.

–¿Por eso me ha pedido que le devuelva mis copias temporalmente?

–Sí, señor.

–¿No confía en que las mantendré a buen recaudo?

–Prefiero que pueda usted negar rotundamente que las tiene si Robert Kennedy infiltra investigadores ajenos a la agencia. Quiero guardar todas las cintas en un único lugar, para poderlas destruir si resulta necesario.

–Y para, en el peor de los casos, poder señalar a Pete Bondurant y a Fred Turentine como únicos responsables de la trama, ¿no es eso?-replicó Hoover con una sonrisa.

–Sí, señor.

Hoover ahuyentó un pájaro que se había posado cerca de él.

–¿Quién financia esto, el señor Hoffa o Marcello?

–Preferiría no decirlo, señor.

–Entiendo. Y no puedo criticar su deseo de guardar el secreto.

–Gracias, señor.

–Supongamos que es preciso hacer público el asunto…

–En ese caso, lo presento a finales de octubre, justo antes de las elecciones al Congreso.

–Sí. Sería el momento óptimo.

–En efecto, señor. Pero, tal como le he dicho, preferiría no…

–No es preciso que lo repita. No estoy senil.

El sol asomó tras un banco de nubes. Littell empezó a sudar ligeramente.

–Sí, señor.

–Los odia usted, ¿verdad?

–Sí, señor.

–No es el único. El PDO ha instalado, sin decírselo a nadie, micrófonos y escuchas en catorce centros neurálgicos del crimen organizado. Hemos detectado un considerable resentimiento hacia los Kennedy. No he informado de ello a los hermanos, ni pienso hacerlo.

–No me sorprende, señor.

–He recopilado algunos comentarios deliciosamente insultantes. Tienen un tono coloquial y procaz que resulta hilarante.

–Sí, señor.

Hoover sonrió.

–Dígame qué piensa.

Littell le devolvió la sonrisa:

–Que usted confía en mí. Que se fía de mí porque los detesto tanto como usted.

–Tiene razón -reconoció Hoover-. Y, por Dios, ¿no se sentiría dolido Kemper si oyera el juicio que le merece al Rey Jack su personalidad?

–Seguramente. Gracias a Dios, Boyd no tiene idea de la existencia de esta operación.

Una niñita pasó junto al banco. Hoover sonrió y agitó la mano.

–Howard Hughes necesita un nuevo brazo derecho. Me ha pedido que le busque alguien con sus características y le he recomendado.

Littell se agarró del banco.

–Me siento honrado, señor.

–Debe estarlo. También debe saber que Howard Hughes es un hombre muy perturbado, con una comprensión de la realidad bastante difusa. Sólo se comunica por teléfono y por carta y creo bastante posible que no llegue a verlo nunca cara a cara.

El banco tembló. Littell juntó las manos sobre la rodilla.

–¿Tengo que llamarlo?

–Lo llamará él, y le aconsejo que acepte la propuesta. Ese hombre tiene un plan desquiciado, aunque explotable, para comprar los hoteles-casinos de Las Vegas dentro de unos años. Yo opino que la idea tiene posibilidades para los servicios de información. Le he mencionado a Hughes el nombre de sus otros clientes y ha quedado muy impresionado. Creo que el trabajo es suyo si lo quiere.

–Lo quiero -dijo Littell.

–Claro que lo quiere -dijo Hoover-. Ha pasado hambre toda la vida y, finalmente, ha conciliado sus deseos con su conciencia.

80

(Orange Beach, 4/5/62)

Tenían un encargo que llevar a cabo a las tres de la madrugada, a la luz de la luna. En parte, una maldición. La oscuridad total representaba la SORPRESA.

Pete abandonó el asfalto. Delante de él divisó las dunas de arena, muy altas.

Néstor rodeó con sus piernas a Wilfredo Delsol. Wilfredo, la Momia, estaba envuelto en cinta adhesiva de pies a cabeza y encajado entre los asientos delanteros y el trasero.

Boyd empuñaba un arma. Delsol estornudó por la nariz. Lo habían secuestrado en su casa, camino de Miami.

Pete pasó a tracción a las cuatro ruedas. La Momia dio bandazos y chocó contra las piernas de Néstor.

El jeep avanzó entre dunas dando botes. Boyd examinó el artilugio para borrar huellas, una especie de rastrillo sujeto al parachoques. Néstor carraspeó.

–La playa está a casi un kilómetro. La he recorrido dos veces. Pete frenó y paró el motor. El ruido de las olas llegó a sus oídos con nitidez.

–Escuchad eso -dijo Boyd-. Si tenemos suerte, no nos oirán. Dejaron el vehículo. Néstor cavó un hoyo y enterró a Delsol, cubriéndolo de arena hasta la nariz.

Pete arrojó sobre el jeep una lona de color tostado claro, que se podía confundir con la arena de las dunas.

Néstor desmontó el rastrillo. Boyd hizo inventario de las herramientas: tenían metralletas y pistolas del 45 con silenciador. También llevaban una sierra eléctrica, una bomba de relojería y un kilo de explosivo plástico.

Se camuflaron con hollín, cargaron el equipo y echaron a andar. Néstor se ocupó del rastrillo. Las huellas de neumáticos y de pisadas desaparecieron.

Cruzaron el asfalto y se encaminaron a una pista de acceso paralela, a unos quinientos metros de distancia. La franja de arena entre la pista y el agua tenía unos doscientos metros de anchura.

–La policía del Estado no patrulla nunca por aquí -apuntó Néstor.

Pete levantó su visor dé infrarrojos. Divisó unos bultos a trescientos metros, en la franja de arena costera.

–Acerquémonos -indicó Boyd.

Pete se enderezó; el chaleco antibalas le iba muy apretado. – Hay nueve o diez hombres en la arena, hacia la izquierda. Debemos avanzar junto a la orilla y esperar que el ruido de las jodidas olas nos cubra.

Néstor se santiguó. Boyd se llenó las manos y la boca… con dos hierros del 45 y un machete de campaña.

Pete notó unos temblores de terremoto. De un jodido seísmo de fuerza 9.999 coño 9.

Avanzaron por la arena mojada, se agacharon, reptaron… A Pete se le ocurrió una idea estúpida: YO SOY EL ÚNICO QUE SABE QUÉ SIGNIFICA ESTO.

Boyd caminó en silencio. Las siluetas tomaron forma. El batir de las olas les proporcionó una cobertura sonora.

Las siluetas eran hombres dormidos. Un insomne estaba sentado en la arena. La punta brillante de un cigarrillo lo delataba.

Se acercaron.

Se acercaron más.

Se acercaron muchísimo.

Pete oyó ronquidos y una voz que murmuraba algo en español. Cargaron.

Boyd abatió al hombre del cigarrillo. El destello de la boca del cañón iluminó una fila de sacos de dormir.

Pete abrió fuego. Néstor abrió fuego. Los ruidos sordos de los silenciadores se superpusieron.

De pronto dispusieron de una buena iluminación: los fogonazos de cuatro armas.

Entre estallidos de plumón de ganso, los gritos resonaron a pleno pulmón y se desvanecieron en breves barboteos.

Néstor acercó una linterna. Pete vio nueve sacos de dormir del ejército norteamericano, hechos trizas y empapados en sangre. Boyd puso cargadores nuevos y disparó a bocajarro en el rostro a cada uno de los hombres. La sangre salpicó la linterna de Néstor y la luz adquirió un tono encarnado.

Pete respiró con esfuerzo. Las plumas ensangrentadas se le colaban en la boca.

Néstor mantuvo firme la luz. Boyd se arrodilló y rajó gargantas. Su machete penetró a fondo y bastante abajo, cercenando tráqueas y quebrando columnas vertebrales.

Néstor sacó los cuerpos de los sacos de dormir y Pete dio la vuelta a éstos y los llenó de arena. Boyd le ayudó a darles forma. El efecto no era malo: los hombres de la barca verían a unos hombres dormidos.

Néstor arrastró los cuerpos hasta una charca formada por la marea. Boyd empuñó la sierra eléctrica.

Pete la puso en marcha de un tirón. Boyd colocó a los muertos para proceder al despiece.

La luna estaba baja en el cielo. Néstor les suministró la luz extra que necesitaban.

En cuclillas, Pete aserró. Los dientes alcanzaron enseguida el hueso del muslo. Néstor tiró del pie del cadáver. Con un chirrido, los dientes de la sierra cortaron entonces con facilidad.

Pete continuó con una serie de brazos. La sierra cortó hasta clavarse en la arena. Restos de carne y de cartílago le salpicaron el rostro.

Pete se ocupó de descuartizar a los hombres. Boyd les cortó la cabeza con su machete. Un golpe y un tirón de los cabellos bastó con cada una.

Nadie dijo palabra.

Pete continuó aserrando. Le dolían los brazos. Los fragmentos de hueso hacían que la correa de trasmisión patinara.

Las manos le resbalaban. La sierra se le escapó y los dientes le reventaron el vientre a uno de los cadáveres. Le llegó un hedor a bilis.

Soltó la sierra y vomitó hasta que no le quedó nada por devolver.

Boyd le sustituyó. Néstor arrojó fragmentos de cuerpo a la charca de marea. Los tiburones se debatieron por cebarse en ellos.

Pete anduvo hasta el borde de las olas. Le temblaban las manos y encender un cigarrillo le llevó una eternidad. El humo le sentó bien. El humo mataba los malos olores. ¿ES QUE NO SABEN LO QUE SIGNIFICA ESTO…?

La sierra se detuvo. El silencio acentuó el sonido de los latidos desbocados de su corazón. Pete volvió a la charca. Los tiburones se agitaban y saltaban hasta sacar medio cuerpo fuera del agua.

Néstor cargó las metralletas. Boyd se contorsionó con un manoseo nervioso; estaba muy alterado para lo que era habitual en él.

Se ocultaron tras un bajío. Nadie dijo nada. Pete tenía a Barb perversamente metida en la cabeza.

El alba rayó a las cinco y media en punto. La playa tenía un aspecto apacible. La sangre de los sacos de dormir se confundía con simples manchas antiguas de agua de mar.

Néstor levantó los prismáticos cada poco. A las seis y doce, anunció un avistamiento.

–Veo la barca. Está a unos doscientos metros.

Boyd tosió y escupió.

–Delsol dijo que habría seis hombres a bordo. Esperemos a que la mayoría haya desembarcado para empezar a disparar.

Pete captó el ronroneo del motor.

–Ya se acerca. Néstor, tú quédate ahí.

Néstor corrió a agacharse junto a los sacos de dormir. El ronroneo se convirtió en un rugido. Una lancha rápida cabalgó las olas y zigzagueó hasta la orilla.

Era una fuera borda de dos motores, destartalada y sin compartimento inferior.

Néstor agitó la mano y gritó en español.

–¡Bienvenidos! ¡Viva Fidel!

Tres hombres saltaron de la lancha. Otros tres permanecieron a bordo. Pete hizo una señal a Kemper: los de a bordo para ti, los de tierra para mí.

Boyd vomitó una ráfaga de metralleta contra la embarcación. El parabrisas estalló y envió a los ocupantes hacia atrás, contra los motores. Pete abatió a sus objetivos de una seca ráfaga de disparos.

Néstor corrió hasta los caídos en tierra, les escupió en la cara y los remató de sendos tiros en la boca.

Pete corrió hasta la lancha y saltó a ella. Boyd rodeó la embarcación hasta los motores y dio el tiro de gracia en la cabeza a cada uno de los contrabandistas.

La heroína venía en paquetes protegidos con un triple envoltorio y apretados en bolsas de lona increíblemente pesadas.

Néstor colocó el explosivo plástico junto a los motores y ajustó el temporizador de la bomba para las siete y cuarto.

Pete descargó la droga.

Néstor cargó a bordo los sacos de dormir y sus tres muertos. Boyd les cortó la cabellera.

–Esto es por Playa Girón -masculló Néstor.

Pete ató con firmeza el timón a los puntales del casco y viró la barca hasta ponerla proa al mar. La brújula marcaba un rumbo sur-sudeste. La embarcación mantendría aquel rumbo, salvo que la azotara un vendaval o que la arrastrara el mar de fondo.

Boyd puso en marcha los motores. Ambas hélices respondieron al primer tirón de arranque. Los tres hombres saltaron de la lancha y contemplaron cómo se alejaba.

Estallaría a veinte millas mar adentro.

Pete se estremeció. Boyd guardó las cabelleras en su mochila. Orange Beach quedaba absolutamente intacta.

Santo Junior no tardaría en llamar. «Delsol me ha jodido un negocio», diría. «Pete, búscame a ese mamón», añadiría.

Santo omitiría más detalles. No diría que el negocio estaba relacionado con los comunistas y que era una traición directa al grupo de elite.

Pete esperó la llamada en el local de la Tiger Kab. Tuvo que ocuparse de la centralita telefónica, pues Delsol no había aparecido más por el trabajo. Las llamadas pidiendo taxis se acumulaban y los taxistas no dejaban de preguntar dónde estaba Wilfredo.

Está escondido en un piso. Néstor lo vigila. Tiene medio kilo de heroína a su disposición.

Boyd había llevado el resto de la droga a Misisipí. Boyd estaba ligeramente alterado, como si con la matanza hubiera cruzado alguna línea importante y sutil.

Pete percibía la auténtica amenaza. ¿ES QUE NO SABES A QUIÉN HEMOS JODIDO EL NEGOCIO?

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