América (28 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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Pete hizo un gesto con la mano. Boyd continuó.

–Tienes también mi promesa personal de que Ward Littell, un hombre muy perturbado y peligroso, no te tocará nunca. De hecho, te envío con Lenny Sands para calmar las cosas entre los dos.

Pete soltó una carcajada.

–Si la policía cubana te detiene -insistió Boyd-, diles la verdad.

Las puertas se abrieron. Pete colocó un billete de diez dólares en el pasaporte. Los milicianos subieron al avión. Llevaban cartucheras desparejadas y pistolas de variadas procedencias. Los adornos de las pecheras estaban sacados directamente de las cajas de copos de avena Kellogg's.

Pete se abrió paso hacia la cabina. Los focos del exterior bombardeaban compuertas y ventanillas. Bajó la escalerilla protegiéndose de la condenada luz que lo cegaba.

Un guardia le cogió el pasaporte. El billete de diez desapareció. El guardia hizo un gesto de asentimiento y le ofreció una cerveza.

Los demás pasajeros desfilaron. Los jodidos milicianos inspeccionaron sus pasaportes en busca de mordidas, pero no encontraron nada. El jefe de los guardias movió la cabeza en gesto de negativa y sus esbirros confiscaron bolsos y carteras.

Un hombre protestó e intentó conservar su billetero. Los tipejos lo inmovilizaron en la pista, boca abajo. Le cortaron los pantalones con navajas de afeitar y le limpiaron los bolsillos.

Los demás pasajeros dejaron de protestar. El jefe de los milicianos revolvió el botín.

Pete tomó un sorbo de cerveza. Varios guardias se le acercaron con la mano extendida. Los engrasó a todos, un billete de diez por cabeza. Se quedó embobado con sus uniformes: montones de caqui deshilachado y charreteras como las de los porteros del Teatro Chino Grauman's.

Un hispano menudo agitó una cámara.

–¿
You play
a fútbol, hombre? Eh, tío grande, ¿tú juegas a fútbol? Alguien arrojó al aire un balón de fútbol americano. Pete lo cogió con una mano. Un flash estalló justo delante de su rostro.

¿Entiendes ahora? Quieren que poses.

Se colocó en posición y movió el balón como Johnny Unitas. Fingió que lanzaba un pase largo, bloqueó a un defensa invisible y se deshizo del balón con un cabezazo como un as del fútbol europeo, un negro al que había visto una vez por televisión.

Los hispanos aplaudieron. Los hispanos le vitorearon. Los flashes estallaron uno tras otro, pop pop pop.

–¡Eeey, es Robert Mitchum! – gritó alguien.

Gente con aspecto de campesinos invadió de pronto la pista agitando libros de autógrafos. Pete corrió hacia una parada de taxis cercana a la puerta.

Unos chiquillos trataban de llamar su atención. Las puertas de los taxis se abrían obsequiosas. Pete sorteó un carro de bueyes y se introdujo en un viejo Chevrolet.

–Usted no es Robert Mitchum… -dijo el taxista.

Cruzaron La Habana. Los animales y el bullicio callejero producían un gran atasco. El taxi no pasó en ningún momento de los quince kilómetros por hora.

Treinta y cuatro grados de temperatura a las diez de la noche. La mitad de los tipos que deambulaba por las calles llevaba uniforme de campaña y grandes barbas como Jesucristos.

Pete contempló los edificios encalados de estilo español y los carteles colocados en todas las fachadas: Fidel Castro sonriente, Fidel Castro gritando, Fidel Castro con un habano entre los dedos.

Enseñó la foto que Boyd le había dado.

–¿Conoce a este hombre?

–Sí -dijo el taxista-. Es el señor Santo Junior. Está bajo custodia en el hotel Nacional.

–¿Por qué no me lleva allí?

El Pancho dio media vuelta allí mismo. Pete vio los hoteles alineados al fondo: una hilera de rascacielos a medio acabar, con vistas a la playa.

Las luces se reflejaban en el agua con destellos. Una gran franja de fulgor mortecino iluminaba las olas de un azul turquesa.

El taxi se detuvo en el Nacional. Los botones, payasos con ternos desvencijados, se abalanzaron hacia el vehículo. Pete soltó un billete de diez al conductor; el muy jodido casi se echa a llorar.

Los botones extendieron las manos. Pete los untó a razón de diez pavos cada uno. Un ujier lo empujó al casino.

El local estaba abarrotado. A los comunistas les encantaba el juego al estilo capitalista.

Los crupieres llevaban sobaqueras. Los milicianos manejaban la mesa de blackjack. La clientela era ciento por ciento nativa.

Las cabras deambulaban a su aire. Los perros chapoteaban en una mesa de dados llena de agua. Entre las máquinas tragaperras, el espectáculo consistía en un airdale y un chihuahua jodiendo.

Pete agarró a uno de los botones y le gritó al oído.

–Santo Trafficante. ¿Lo conoces?

Tres manos asomaron. Tres billetes de diez volaron. Alguien lo empujó al interior de un ascensor.

La Cuba de Fidel Castro debería ser rebautizada «Paraíso de los Negros».

El ascensor subió a toda velocidad. Un miliciano abrió la puerta con el fusil por delante. Sus bolsillos rebosaban billetes de un dólar. Pete añadió uno de diez. El arma desapareció rápidamente.

–¿Quiere usted que lo pongamos bajo custodia, señor? La tarifa es de cincuenta dólares diarios.

–¿Qué incluye eso?

–Incluye una habitación con televisión, comida de gourmet, juego y mujeres. Verá, señor; los poseedores de pasaporte norteamericano están retenidos temporalmente aquí, en Cuba, y la ciudad de La Habana resulta poco segura en estos momentos. ¿Por qué no disfrutar de esta retención entre el lujo?

–Yo soy canadiense. – Pete enseñó su pasaporte.

–Sí. Y de origen francés, observo.

Fuentes humeantes llenaban el pasillo. Los botones empujaban carritos de cóctel. Una cabra estaba defecando en la moqueta, dos puertas más allá.

–Ese jefe suyo, ese Castro, es un buen anfitrión -comentó Pete entre risas.

–Sí. Incluso el señor Santo Trafficante Junior reconoce que no existen cárceles de cuatro estrellas en Estados Unidos.

–Me gustaría ver al señor Trafficante.

–Sígame entonces, haga el favor.

Pete avanzó tras él. Gordos gringos atontados por el alcohol pasaron tambaleándose por el pasillo. El guardia fue indicando los lugares principales de la zona de custodia.

En la suite 2314 pasaban películas guarras proyectadas en una sábana colgada de la pared. En la suite 2319 se jugaba a la ruleta, los dados y el baccará. En la suite 2329 esperaban visitas prostitutas desnudas. En la suite 2333 había un espectáculo de lesbianas en vivo. En la suite 2341 asaban cochinillos al espetón. Las suites 2350 a 2390 abarcaban un recorrido de golf a tamaño natural.

Un
caddy
hispano les ofreció unos palos. El guardia dio un taconazo frente a la 2394.

–¡Señor Santo, tiene usted visita!

Santo Trafficante Junior abrió la puerta. Era un cuarentón orondo. Llevaba unas bermudas de seda salvaje y gafas.

El guardia se alejó.

–Las dos cosas que más aborrezco son los comunistas y el caos -masculló Trafficante.

–Señor Trafficante, soy…

–¡Tengo ojos! Cuatro, para ser exacto. Eres Pete Bondurant, el que elimina gente para Jimmy. Si un gorila de dos metros llama a mi puerta y se muestra servil, soy capaz de sumar dos y dos.

Pete entró en la habitación. Trafficante sonrió.

–¿Has venido para llevarme de vuelta?

–No.

–Te envía Jimmy, ¿no?

–No.

–¿Mo, entonces? ¿Carlos? Me estoy hartando de jugar a las adivinanzas con un gorila de dos metros. Oye, ¿sabes qué diferencia hay entre un gorila y un negro?

–¿Ninguna?-dijo Pete.

–Ya lo habías oído, jodido… -Trafficante resopló-. Una vez, mi padre mató a uno que le estropeó un chiste. ¿Has oído hablar de mi padre?

–¿Santo Trafficante, Senior?

–Salud, francés. ¡Señor! Estoy hasta las narices de entretener a un gorila.

La grasa de cochinillo salpicó por un conducto de ventilación. La pieza tenía una decoración moderna: muebles feos y un montón de combinaciones de colores incongruentes.

–¿Y bien, quién te envía?-Trafficante se rascó las pelotas.

–Un hombre de la CIA llamado Boyd.

–El único tipo de la CIA que conozco es un sureño palurdo llamado Chuck Rogers.

–Conozco a Rogers.

–Ya sé que lo conoces -Trafficante cerró la puerta-. Estoy al corriente de todo lo tuyo y la compañía de taxis, de lo de Fulo y Rogers; incluso sé cosas de ti que estoy seguro que preferirías que no conociera. ¿Y sabes cómo sé todo eso? Lo sé porque a todo el mundo en esta vida nuestra le gusta hablar. Y la única jodida virtud salvadora es que ninguno de nosotros habla con gente ajena a nuestra vida.

Pete echó una ojeada por la ventana. El océano tenía un brillo azul turquesa hasta mucho más allá de la línea de boyas.

–Boyd quiere que escriba usted una nota a Carlos Marcello, Sam Giancana y Johnny Rosselli. Y quiere que en esa nota recomiende que no se tomen represalias contra Castro por la nacionalización de los casinos. Creo que la Agencia tiene miedo de que la Organización actúe precipitadamente y fastidie sus propios planes para Cuba.

Trafficante tomó un bloc de notas y una pluma de encima del televisor. Escribió unas frases apresuradas y las leyó sobre la marcha.

–«Querido comandante Castro, pedazo de cabrón comunista. Tu revolución es un cubo de mierda comunista. Te pagamos buen dinero para que nos dejaras seguir llevando nuestros casinos si tomabas el poder, pero te has quedado la pasta y nos has dado por el culo hasta hacernos sangrar. Eres un pedazo de mierda más fastidioso que ese marica de Bobby Kennedy y su jodido comité McClellan. ¡Ojalá cojas la sífilis en el cerebro y en el pito, mamón comunista, por habernos jodido nuestro hermoso hotel Nacional!»

Unas pelotas de golf rebotaron por el pasillo. Trafficante frunció el entrecejo y alzó la nota en la mano.

Pete la leyó. Santo Junior había escrito lo que le pedía; con frases pulcras, claras, bien construidas. Pete guardó la nota en el bolsillo.

–Gracias, señor Trafficante.

–De nada, maldita sea. Veo que te sorprende que sea capaz de escribir y decir dos cosas completamente distintas al mismo tiempo. Bien, dile a tu señor Boyd que la promesa se mantendrá durante un año y no más. Dile que, en lo que se refiere a Cuba, todos nadamos en la misma corriente y, por lo tanto, va en nuestro propio interés no meamos en su cara.

–Boyd apreciará su colaboración.

–Apreciará una mierda. Si la apreciara de verdad, me llevarías de vuelta contigo.

Pete echó un vistazo al reloj.

–Sólo tengo dos pasaportes canadienses -explicó- y me han dicho que el otro es para un hombre de la United Fruit.

Trafficante cogió un palo de golf.

–Entonces, no puedo quejarme. La pasta es la pasta y la United Fruit ha sacado de Cuba mucho más que la Organización.

–No tardará en poder salir de aquí. Hay varios emisarios que gestionan la evacuación de todos los estadounidenses.

Trafficante ensayó un
putt
imaginario.

–Bien. Y yo pondré a tu disposición un guía. Te acompañará y os llevará al aeropuerto a ti y al hombre de la United Fruit. Antes de que os deje allí, ese tipo os robará algo, pero es lo más recomendable que os puedo ofrecer con esos jodidos rojos en el poder.

Un crupier le facilitó la dirección de la casa. Tom Gordean había organizado una fiesta de antorchas allí mismo la semana anterior. Jesús, el guía, explicó que el señor Tom había quemado un mísero campo de caña y que estaba ansioso por borrar su imagen de fascista.

Jesús llevaba uniforme de camuflaje para la selva y una gorra de béisbol, y conducía un Volkswagen con una ametralladora montada en el capó. Salieron de La Habana por unas pistas de tierra. Jesús conducía con una mano y prendía fuego a las palmeras con la otra. Los campos de caña en llamas iluminaban el cielo de un color rosa anaranjado; las fiestas de antorchas eran todo un éxito en la Cuba post Batista.

Los postes del tendido telefónico bordeaban la ruta. La cara de Fidel Castro adornaba todos y cada uno de ellos.

Pete vio luces de casas a lo lejos, a unos doscientos metros. Jesús desvió el coche hacia un claro salpicado de tocones de palmera. Hizo la maniobra como si supiera adónde iba. No hizo ningún gesto ni pronunció una maldita palabra.

A Pete aquello no le gustó. Parecía preparado.

Jesús frenó y apagó los faros. En el mismo instante en que los desconectaba, se encendió una antorcha.

La luz se extendió por el claro. Pete vio un Cadillac descapotable, seis hispanos y un blanquito borracho, tambaleante.

–Ese es el señor Tom -indicó Jesús.

Los hispanos tenían escopetas de cañones recortados. El Cadillac estaba repleto de maletas y pieles de visón.

Jesús saltó del coche y habló en su idioma a los hispanos. Éstos hicieron gestos con la mano al gringo del Volkswagen.

Las pilas de visones asomaban por encima de las puertas del coche. De una de las maletas rebosaban billetes de banco norteamericanos.

Pete captó lo que se preparaba. Lo vio perfectamente claro.

Thomas Gordean agitaba la mano en la que empuñaba una botella de ron Demerara, al tiempo que farfullaba unas frases de palabrería procomunista.

Pete vio unas antorchas preparadas para ser encendidas. Y vio una lata de gasolina junto a un tocón. Gordean continuó su parloteo. Tenía un ataque de jodidos clichés comunistas de primera categoría.

Jesús se refugió entre los hispanos, que volvieron a hacer señales al gringo. Gordean vomitó en el capó del Cadillac.

Pete se situó junto a la ametralladora. Los hispanos se volvieron y echaron la mano al cinto.

Pete abrió fuego. Una ráfaga seca los abatió por la espalda. El tableteo hizo levantar el vuelo a una bandada de aves entre graznidos.

Gordean cayó al suelo y se acurrucó en posición fetal. La rociada de balas no le acertó por centímetros.

Los hispanos murieron entre gritos. Pete convirtió en pulpa sus cuerpos. La cordita y las vísceras chamuscadas por los disparos a quemarropa forman una combinación repulsiva de olores pútridos.

Pete vertió gasolina sobre los cuerpos y el Volkswagen y prendió fuego a todo. Una caja de munición de calibre 50 estalló.

Tom Gordean se había desmayado. Pete lo arrojó al asiento trasero del Cadillac. Los abrigos de visón le hicieron de mullida cama.

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