América (27 page)

Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
5.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

–FBI -dijo-. Ponga las manos a la vista.

Lo dijo en el clásico estilo Kemper Boyd.

Ruby puso cara de incredulidad. Llevaba un ridículo sombrero de ala ancha y copa baja.

–Vacíe los bolsillos -ordenó Littell.

Ruby obedeció. Un fajo de billetes, unas galletas para perros y una pistola del 38 de cañón corto cayeron al suelo. Ruby escupió sobre todo ello.

–Conozco íntimamente a los extorsionadores de fuera de la ciudad. Sé tratar con los policías vestidos de traje azul barato y aliento pestilente a alcohol. Ahora, coge lo que quieras y déjame en paz de una puñetera vez.

Littell cogió una galleta para perros.

–Cómetela, Jack.

Ruby se puso en puntillas, en la postura de un boxeador de peso ligero. Littell enseñó brevemente el arma y las esposas.

–Quiero que te comas la maldita galleta para perros.

–Pero bueno…

–¡Pero bueno, «señor»!

–Pero bueno, señor, ¿quién coño…?

Littell le metió la galleta en la boca. Ruby la masticó para no asfixiarse.

–Voy a ordenarte que hagas ciertas cosas. Si no accedes, los inspectores de Hacienda van a inspeccionar tus negocios, los agentes federales cachearán a tus clientes cada noche y el
Morning News
de Dallas revelará tu inclinación sexual por los perros.

Ruby masticó. Ruby esparció migajas. Littell le dobló las piernas de una patada.

Ruby cayó de rodillas. Littell abrió la puerta de un puntapié y lo hizo entrar a patadas.

Ruby intentó ponerse en pie. Con una nueva patada, Littell lo obligó a seguir postrado. La estancia medía tres metros por tres y estaba abarrotada de pilas de indumentaria para
striptease
.

De un puntapié, Littell arrojó uno de los montones a la cara de Ruby. Después, dejó caer ante él otra galleta para perro.

Ruby se la llevó a la boca y emitió unos horribles sonidos, como si se asfixiara.

–Responde a esto -dijo Littell-. ¿Alguna vez has enviado a alguien que buscaba dinero a unos prestamistas de más categoría que tú?

Ruby asintió: sí sí sí sí sí.

–Sal D'Onofrio te prestó el dinero para comprar este local. Mueve la cabeza para responder.

Ruby asintió. Los pies se le habían enredado en unos sostenes sucios de polvo.

–Sal mata gente como si tal cosa, ¿lo sabías?

Ruby asintió. Una habitación más allá, unos perros se pusieron a ladrar.

–Tortura a la gente, Jack. Disfruta causando dolor a quien sea.

Ruby sacudió la cabeza. Las mejillas le abultaban como las del chico muerto en la camilla del depósito de cadáveres.

–Sal mató aun hombre quemándolo con un soplete. La mujer del tipo llegó a casa inesperadamente. Sal le metió en la boca un trapo empapado en gasolina y le prendió fuego. Según él, la mujer murió escupiendo llamas como un dragón.

Ruby se meó en los pantalones. Littell vio extenderse la mancha en las perneras.

–Sal quiere que sepas unas cuantas cosas. Una, que tu deuda con él está saldada. Dos, que si no colaboras conmigo, o si me delatas a la Organización o a cualquiera de tus amigos policías, vendrá a Dallas y te violará y te matará. ¿Lo has entendido?

Ruby asintió: sí sí sí. Migajas de galleta le salieron disparadas por la nariz.

Kemper Boyd siempre decía NO VACILES.

–No contactarás con Sal. No sabrás cómo me llamo. No comentarás esto con nadie. Y te pondrás en contacto conmigo todos los martes, a las once de la mañana, llamando a un teléfono público de Chicago. Yo te llamaré y te daré el número. ¿Lo has entendido bien?

Ruby asintió: sí sí sí sí sí sí. Los perros rascaban y olisqueaban una puerta a pocos palmos delante de él.

–Quiero que encuentres a alguien que busque un préstamo por una cantidad importante. Alguien a quien Sal pueda enviar directamente a Giancana y al fondo de pensiones. Asiente una vez si accedes a hacerlo, y dos veces si entiendes bien la situación.

Ruby asintió tres veces.

Littell se marchó.

El ruido de los perros terminó en una barahúnda.

El vuelo de regreso tomó tierra a medianoche. Volvió a casa en el coche, tenso y agotado.

El coche de Helen estaba aparcado ante la entrada. Helen estaría despierta; estaría seria; estaría impaciente por reconciliarse.

Littell continuó hasta una tienda de licores y compró un botellín. Un borracho callejero le mendigó unas monedas. Ward le dio un dólar; el pobre diablo tenía cierto parecido con Jack Ruby.

Era la una de la madrugada del domingo. Court Meade tal vez estaba trabajando en el puesto de escucha.

Llamó. No respondió nadie. Algún agente del Programa contra el Hampa estaba incumpliendo su turno.

Kemper insistía en que evitara acercarse por el puesto de escucha. Pero quizá no considerase demasiado arriesgada una última visita. Littell llegó hasta el lugar en el coche y entró. El trasmisor espía estaba desconectado; la habitación estaba recién ventilada y ordenada. Una nota sujeta con cinta adhesiva a la caja de la consola principal explicaba la razón:

Aviso:

La sastrería Celano's procederá a la fumigación de sus instalaciones entre el 17/5 y el 20/5/59. Todas las actividades en el local quedarán suspendidas durante dicho periodo.

Littell abrió la petaca. Unos tragos lo reanimaron y dispersaron sus pensamientos en un millón de direcciones. En su cerebro, algunos cables se cruzaron y chisporrotearon.

Sal necesitaba dinero. Court Meade comentaba elogiosamente un golpe a una partida de dados. El señor Hoover decía que dejaran estar el asunto.

Littell revisó los archivos de las transcripciones de conversaciones intervenidas y encontró un diálogo sobre el trabajo, registrado por el agente especial Russ Davis el mes anterior.

18/4/59. 22.00 horas. A solas en la sastrería, Rocco Malvaso y Dewey Di Pasquale, «el Pato». Los martillazos y ruidos de obras en Michigan Ave amortiguaron lo que parecía un brindis con entrechocar de copas. Transcurrió un par de minutos mientras, al parecer, los dos hombres acudían al baño. Después, se produjo esta conversación:

Malvaso: a tu salud, Pato.

Di Pascuale: Cua, cua. ¿Sabes?, lo mejor de todo es que no pueden denunciarlo.

Malvaso: Los policías de Kenilworth se cagarían. Ese villorrio es el cagadero más pestilente de todos los que he conocido. Nunca jamás dos tipos tan guapos como nosotros, con dos buenos cojones, habían conseguido ochenta de los grandes en una partida de dados.

Di Pasquale: Cua, cua. Yo digo que son tipos independientes que se lo estaban mereciendo. Digo que si no estás con la gente de Momo, andas bien jodido. Vamos, hombre: llevábamos máscaras y disimulamos las voces, ¿no? Además, esos capullos de Indianápolis no saben que estamos conectados. Me sentí el Superpato. Creo que debería conseguir un disfraz de Superpato y ponérmelo la próxima vez que lleve a mis hijos a Disneylandia.

Malvaso: ¡Cua…! ¡Tienes razón, cua, jodido palmípedo! Pero tenías que darle al gatillo, ¿no?¡Como si una jodida huida no estuviera completa sin que un jodido mamón de pico de pato disparase su arma!

(NOTA: La policía de Kenilworth informó que se habían escuchado unos disparos de origen desconocido en el bloque del 2600, Westmoreland Ave., a las 23.40 horas del 16/4/59.)

Di Pasquale: ¡Eh, cua, cua! Todo salió bien. Y ahora tenemos eso bien guardado, en lugar seguro y…

Malvaso: Y demasiado público para mi gusto.

Di Pasquale: Cua, cua. Sesenta días para esperar al reparto no son demasiados. Donald lleva veinte jodidos años esperando para tirarse a Daisy porque Walt Disney no le dejaba. ¿Recuerdas lo del año pasado? ¿Te acuerdas de Lenny, el Judío, en mi fiesta de aniversario? Hizo ese número en que Daisy se la chupaba a Donald con su pico… ¡Vaya carcajadas!

Malvaso: Cua, cua, mamón.

(NOTA: Los ruidos de las obras hacen inaudible el resto de la conversación. Ruido de una puerta al cerrarse a las 23.10 horas.)

Littell repasó las fichas de identificación del Programa contra el Hampa. Malvaso y Di Pasquale vivían en Evanston.

Puso la cinta del 18/4/59 y la comparó con la transcripción escrita. Russ Davis se había olvidado de incluir el sorprendente numerito de despedida.

El Pato tarareó «Chatanooga Choo Choo».

Malvaso canturreó «Tengo la llave de tu corazón».

«Demasiado público», «llave», «Choo choo». Dos ladrones establecidos en un barrio residencial, esperando sesenta días para repartirse el botín.

Había cuarenta y tantas estaciones de ferrocarril suburbanos que llevaban a Chicago.

Con cuarenta y tantas salas de espera repletas de consignas automáticas.

Las consignas se alquilaban por meses. Se pagaba y basta; no se llevaba registro de los contratantes; no se anotaban nombres.

Dos ladrones. Dos cerraduras distintas en la puerta de la consigna. Las cerraduras eran cambiadas cada noventa días. Lo ordenaba la ley de Transportes de Illinois.

Miles de consignas. Llaves sin marcas. Sesenta días hasta el reparto… y ya habían pasado treinta y tres.

Las consignas eran de chapa de acero. Las salas de espera estaban vigiladas las veinticuatro horas.

Littell pasó dos días completos pensando en el asunto y llegó a la conclusión de que podía seguirlos. Pero cuando cogieran el dinero, no podría hacer nada.

Y sólo podía seguir a uno de ellos, no a los dos a la vez, con lo cual sus posibilidades, ya magras, se reducían a la mitad.

Decidió probar, a pesar de todo. Decidió hinchar de material superfluo los informes para la brigada Antirrojos y seguir a los dos tipos, uno cada día, durante una semana.

Día uno: sigue a Rocco Malvaso desde las ocho de la mañana a medianoche. Rocco acude en coche a sus locales de loterías ilegales, a sus locales sindicales y al nidito de su novia en Glencoe.

Rocco no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.

Día dos: Sigue a Dewey el Pato desde las ocho de la mañana a medianoche. Dewey procede a recoger numerosas recaudaciones de la prostitución.

Dewey no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.

Día tres: sigue a Rocco Malvaso desde las ocho de la mañana a medianoche. Rocco acude en coche a Milwaukee y golpea con la pistola a unos proxenetas recalcitrantes.

Rocco no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.

Día cuatro: sigue a Dewey el Pato desde las ocho de la mañana a medianoche. Disfrazado de Pato Donald, Dewey divierte a los asistentes a la fiesta de aniversario de Dewey Junior en el jardín de su casa.

Dewey no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.

Día cinco: sigue a Rocco Malvaso desde las ocho de la mañana a medianoche. Rocco pasa todo ese tiempo con una prostituta en el hotel Blackhawk de Chicago.

Rocco no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.

Día seis, ocho de la mañana: Littell inicia el seguimiento de Dewey el Pato. 9.40 horas: el coche de Dewey no quiere ponerse en marcha. La señora Pato lleva a Dewey a la estación de ferrocarril de Evanston. Dewey remolonea en la sala de espera.

Vuelve la vista a las taquillas de la consigna.

La número 19 tiene un adhesivo con la figura del Pato Donald.

Littell casi se desvanece.

Noches sexta, séptima y octava: Littell estudia la estación. Descubre que el vigilante nocturno se marcha a tomar un café a las tres y diez.

El vigilante se aleja calle abajo hacia un bar que abre toda la noche.

La sala de espera queda sin vigilancia durante, por lo menos, dieciocho minutos.

Noche novena: Littell asalta la estación. Está armado con una palanca, tijeras para cortar metal, macillo y cortafrío. Hace saltar la puerta de la taquilla 19 y roba las cuatro bolsas de la compra llenas de dinero.

En total, 81.492 dólares.

Ahora, Littell tiene un fondo para informadores. Los billetes son viejos y bastante usados. Para empezar, entrega diez mil dólares a Sal el Loco. Se encuentra con el borrachín que se parece a Jack Ruby y le da quinientos.

El depósito de cadáveres del condado de Cook le proporciona un nombre. El amante de Toni Iannone, «el Picahielos», era un tal Bruce William Sifakis. Littell envía diez mil dólares a los padres del muchacho, anónimamente.

Deja cinco mil en el cepillo de los pobres de la capilla de Saint Anatole y se queda un rato a rezar.

Pide perdón por su arrogancia. Le dice a Dios que ha adquirido su egoísmo con gran coste para los demás. Le dice a Dios que ahora le encanta el riesgo, que le excita mucho más de lo que le atemoriza.

24

(La Habana, 28/5/59)

El avión rodó por la pista. Pete sacó el pasaporte y un grueso fajo de billetes de a diez. El pasaporte era canadiense, falsificado por la CIA.

Unos milicianos avanzaron por la pista. La policía cubana registraba todos los vuelos de Key West buscando propaganda.

Boyd lo había llamado dos días antes. Le había dicho que John Stanton y Guy Banister estaban encantados con la desenvoltura del viejo Gran Pete. Boyd acababa de incorporarse a la Agencia. Dijo que tenía un trabajo hecho a medida para el Gran Pete, que podía resultar una carta de presentación para la CIA.

–Se trata de volar de Key West a La Habana bajo pasaporte canadiense -le dijo-. Habla inglés con acento francés. Descubre dónde está Santo Trafficante y hazte cargo de una nota suya. La nota debe estar dirigida a Carlos Marcello, Johnny Rosselli, Sam Giancana y otros. En ella debe constar que Trafficante aconseja a la mafia que no se tomen represalias contra Castro por la nacionalización de los casinos. También tendrás que localizar a un ejecutivo de la United Fruit, Thomas Gordean, que estará muy asustado, y traerlo de vuelta contigo para someterlo a interrogatorio. Todo esto debe hacerse muy pronto, porque Castro e Ike están dispuestos a cancelar permanentemente todos los vuelos comerciales entre Estados Unidos y Cuba.

–¿Por qué yo?-preguntó Pete.

–Porque sabes desenvolverte -respondió Boyd-. Porque la compañía de taxis te ha dado un curso acelerado sobre los cubanos. Porque no eres un miembro conocido de la mafia sobre el cual pueda tener una ficha la policía secreta de Castro.

–¿Cuál es la paga?

–Cinco mil dólares. Y si te detienen, el mismo correo diplomático que está intentando sacar de allí a Trafficante y a otros norteamericanos se ocupará de que te suelten. Es sólo cuestión de tiempo que Castro deje libres a todos los extranjeros.

Other books

The Chosen by K. J. Nessly
Night Finds by Amber Lynn
True Witness by Jo Bannister
LustAfterDeath by Daisy Harris
Never Too Late by Julie Blair
Born Under a Million Shadows by Andrea Busfield
Waltzing With Tumbleweeds by Dusty Richards
Touch of the Demon by Diana Rowland