Amanecer contigo (23 page)

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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

BOOK: Amanecer contigo
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Él la miró levantando una ceja.

—No estás muy segura de ti misma, ¿no?

—Soy… prudente —reconoció—. El matrimonio fue traumático para mí. Deja que vaya paso a paso. Si… si todo sale bien, me casaré contigo cuando quieras.

—Pienso tomarte la palabra —murmuró él—. Me gustaría casarme contigo ahora mismo. Dejarte embarazada enseguida, si pudiera. Estaba deseando que dedicáramos un montón de tiempo a ese proyecto, pero ahora tendré que tomar precauciones. Nuestros hijos nacerán cuando llevemos casados por lo menos nueve meses. Nadie va a ponerse a contar con los dedos ni mirará con condescendencia a nuestros niños.

Los ojos de Dione eran tan grandes, tan dorados, tenían una expresión tan maravillada, que eclipsaban el resto de su cara. La idea de tener hijos le resultaba tan atrayente que le daban ganas de decirle que se casaría con él en el acto. Siempre había querido tener hijos, ser capaz de verter en ellos el profundo pozo de amor que albergaba en su interior. El cuidado y las atenciones que nunca había recibido de su madre estaban allí, esperando pacientemente a tener un hijo propio. El hijo de Blake: ojos azules, pelo negro, aquella sonrisa seductora que sacaba a la luz su hoyuelo escondido.

Pero con la vida de un niño no podía jugar, de modo que no le llevó la contraria. En lugar de hacerlo, dijo con calma:

—Iré al médico para que me recete algo.

—No —contestó él con voz acerada—. Nada de píldoras. No vas a correr ningún riesgo físico, aunque sea pequeño. Puedo apañármelas sin correr ningún riesgo, y eso es lo que haremos.

A ella no le importó; la idea de que estuviera dispuesto a aceptar la responsabilidad de sus encuentros amorosos le resultaba cálida y emocionante. Lo rodeó con los brazos y se acurrucó contra él, deleitándose en su olor.

Blake le puso la mano bajo la barbilla y le levantó la cara hacia él.

—Dime que me quieres —dijo—. Sé que es así, pero quiero oírlo.

Una trémula sonrisa afloró a los labios de Dione.

—Te quiero.

—Eso me parecía —dijo él con satisfacción, y la besó como recompensa—. Todo saldrá bien, cariño. Ya lo verás.

Capítulo 11

Dione no se atrevía a abrigar esperanzas, pero daba la impresión de que tal vez Blake estuviera en lo cierto. Se compró un fino bastón negro que parecía más un accesorio muy sexy que un apoyo, y cada mañana Miguel lo llevaba en coche a trabajar. Al principio, ella sufría cada segundo que pasaba fuera. Le preocupaba que se cayera y se hiciera daño, que intentara esforzarse demasiado y se agotara. Al cabo de una semana, tuvo que reconocer que Blake se crecía ante el desafío de volver a trabajar. Lejos de caerse, cada día mejoraba más, caminaba más deprisa y con menos esfuerzo. Dione tampoco tenía que preocuparse porque se esforzara demasiado; Blake estaba en excelente forma gracias a la rehabilitación.

Casi se volvía loca pensando que pasaba el día rodeado de mujeres. Sabía lo atractivo que era, sobre todo con aquella enigmática cojera. El primer día, cuando volvió a casa, ella contuvo el aliento, esperando que le dijera alegremente: «Bueno, tenías razón. Sólo era un capricho pasajero. Ya puedes irte».

Pero él no dijo nada parecido. Regresaba a casa con las mismas ganas con las que se iba a trabajar, y pasaban las tardes en el gimnasio, o nadando en la piscina si el día era cálido. Diciembre era un mes agradable; por las tardes las temperaturas solían alcanzar los veintitantos grados, aunque a menudo por las noches descendían hasta hacerse casi gélidas. Blake había decidido instalar un climatizador en la piscina para que pudieran nadar por las noches, pero tenía tantas cosas en la cabeza que lo iba postergando. A Dione no le importaba que la piscina estuviera climatizada o no; ¿para qué molestarse en nadar si era mejor pasar las noches en brazos de Blake?

Pasara lo que pasase, fuera cual fuese el final que el destino reservara a su historia, siempre amaría a Blake por haberla liberado de la jaula del miedo. En sus brazos se olvidaba del pasado y se concentraba sólo en el placer que le daba, un placer que ella le devolvía gozosamente.

Blake era el amante que necesitaba; era lo bastante maduro como para conocer las recompensas de la paciencia, y lo bastante astuto como para mostrarse a veces impaciente. Daba, exigía, acariciaba, experimentaba, reía, incitaba y satisfacía. Estaba tan fascinado por el cuerpo de ella como Dione por el suyo, y ésa era la clase de franca admiración que a ella le hacía falta. Los sucesos que habían conformado su ser la hacían desconfiar de las emociones reprimidas, incluso cuando se trataba de felicidad, y la franqueza con que Blake la trataba le proporcionaba un trampolín firme desde el que lanzarse como mujer, segura al fin de su propia feminidad y de su sexualidad.

Aquellos días de diciembre fueron los más felices de su vida. Conocía ya de antes la paz y el contento, un logro no pequeño después del horror al que había sobrevivido, pero con Blake era verdaderamente feliz. Salvo por la falta de una ceremonia, podría haber estado ya casada con él, y cada día que pasaba la idea de ser su esposa arraigaba con más fuerza en su espíritu, pasando de imposible a poco plausible, luego a incierta, y, finalmente, a un «quizás» entre temeroso y esperanzado. Se resistía a ir más allá, temiendo tentar a los hados, pero aun así comenzaba a soñar con una larga sucesión de días, incluso años, y a veces se descubría pensando en los nombres de sus hijos.

Blake la llevó a hacer las compras navideñas, cosa que Dione no había hecho nunca. Nunca había tenido a nadie lo bastante cercano como para dar o recibir un regalo, y cuando Blake lo supo se embarco en una cruzada para que su primera Navidad auténtica fuera memorable. Decoraron la casa con una mezcla única y no siempre lógica de estilos entre el tradicional y el propio del desierto. Cada cactus ostentaba cintas de colores alegres y hasta bolas de cristal decorativas si las espinas eran lo bastante recias. Blake hizo llevar en avión acebo y muérdago y lo conservó en el frigorífico hasta que llegó la hora de sacarlo. Alberta, por su parte, se empapó del espíritu de las fiestas leyendo libros de cocina en busca de recetas navideñas tradicionales.

Dione era consciente de que todos se estaban tomando muchas molestias por ella, y estaba decidida a participar en los preparativos y en la alegría general. De pronto tenía la impresión de que el mundo estaba lleno de personas que la querían y a las que ella quería.

Había temido a medias que Blake la avergonzara haciéndole un montón de regalos caros, y sintió al mismo tiempo alegría y alivio cuando, al empezar a abrir sus regalos, descubrió que eran pequeños, atentos y a veces divertidos. Una cajita larga y plana que podía haber contenido un reloj o un lujoso brazalete escondía en su interior una colección de miniaturas que la hicieron reírse a carcajadas: una diminuta barra de pesas, un zapatito de senderismo, una banda para el pelo, un platillo, un precioso trofeo y una campanilla de plata que tintineaba al moverla. Otra caja contenía la pulsera en la que iban prendidas las miniaturas. El tercer regalo era un libro superventas que ella misma había escogido en una tienda la semana anterior y que luego, en la confusión de las compras, había olvidado llevarse. Una mantilla de encaje negro cayó suavemente sobre su cabeza y ella levantó la vista para sonreír a Richard, que la miraba con una extraña ternura en los ojos grises. Al ver el regalo de Serena, dejó escapar un gemido de sorpresa y volvió a guardarlo a toda prisa en la caja. Serena se echó a reír y Blake se acercó enseguida, le quitó la caja y sacó lo que contenía: una prenda muy íntima con calados en forma de corazón en sitios estratégicos.

—Pasaste por alto esto cuando compraste toda esa ropa para emprender la guerra —dijo Serena candorosamente, sus ojos azules tan límpidos como los de una niña.

—Ahhh, esa ropa… —suspiró Blake con satisfacción.

Dione le quitó el body… la cosa… lo que fuera y volvió a guardarlo en la caja. Tenía las mejillas muy coloradas.

—¿Por qué me miráis todos? —preguntó, incómoda—. ¿Por qué no abrís vuestros regalos?

—Porque eres tan guapa que da gusto mirarte —contestó Blake con suavidad, y se inclinó para que sólo lo oyera ella—. Te brillan los ojos como a una niña. Tengo otro regalo para que… eh… lo abras esta noche. ¿Te interesa?

Ella se quedó mirándolo, y sus pupilas se dilataron hasta que casi oscurecieron el borde dorado de sus iris.

—Me interesa —murmuró. Su cuerpo ya se había acelerado ante la idea del amor que compartirían más tarde, cuando se abrazaran en su amplia cama.

—Trato hecho —musitó él.

Abrieron el resto de los regalos entre risas y agradecimientos; luego Alberta les sirvió ron con mantequilla caliente. Dione rara vez bebía. Sentía aversión por el alcohol desde su más temprana infancia, pero se bebió el ron porque era feliz, se sentía a gusto y de pronto sus viejas limitaciones ya no le importaban tanto. El ron se deslizó suavemente por su garganta, entibiándola, y tras apurarlo se bebió otro.

Cuando Serena y Richard se marcharon, Blake la ayudó a subir las escaleras sujetándola por la cintura. Se reía suavemente, y ella se apoyaba en él y dejaba que sostuviera casi todo su peso.

—¿De qué te ríes? —preguntó, adormilada.

—De ti. Estás medio borracha, y eres preciosa. ¿Sabías que desde hace un cuarto de hora tienes la sonrisa más dulce y soñolienta del mundo? No te atrevas a quedarte dormida, al menos hasta que cumplas nuestro trato.

Ella se detuvo en las escaleras y se giró en sus brazos, abrazándose a él.

—Sabes que no me lo perdería por nada del mundo —ronroneó.

—Yo me encargo de eso.

Dione se dejó convencer para ponerse el provocativo body que le había regalado Serena, y Blake le hizo el amor mientras todavía lo llevaba puesto. Luego, incluso aquella tirita de tela pareció estorbarle y se la quitó.

—No hay nada más hermoso que tu piel —susurró mientras salpicaba su vientre de besos como palomitas.

Ella se sentía drogada; estaba algo aturdida, pero su cuerpo palpitaba con fuerza y se arqueaba instintivamente para salir al encuentro de las rítmicas acometidas de Blake, que la condujeron a la dicha y más allá cuando dejó de besarla y volvió a poseerla. Cuando acabaron se quedó tumbada, débil y temblorosa en la cama y protestó con un murmullo al sentir que Blake se levantaba.

—Enseguida vuelvo —le aseguró él, y un instante después su peso volvió a hundir el colchón. Dione sonrió y alargó la mano para tocarle, pero no abrió los ojos.

—No te duermas todavía —le advirtió él—. No has abierto tu último regalo.

Ella abrió los párpados.

—Pero pensaba que… Cuando hemos hecho el amor, creía que… —balbució, confusa.

Blake se echó a reír y deslizó un brazo tras su espalda para ayudarla a incorporarse.

—Me alegra que te haya gustado, pero tengo otra cosa para ti —puso en su mano una cajita larga y delgada. Dione se despejó al sentirla.

—Pero ya me has regalado muchas cosas —protestó.

—No como ésta. Ésta es especial. Adelante, ábrelo.

Se quedó sentado rodeándola con el brazo y observó su cara con una sonrisa mientras ella luchaba con el elegante envoltorio dorado. Sus dedos ágiles parecían torpes de pronto. Levantó la tapa y se quedó mirando, muda de asombro, el sencillo colgante que descansaba como una telaraña de oro sobre el forro de raso. La cadena llevaba sujeto un corazón rojo oscuro, aplanado y cincelado.

—Es un rubí —tartamudeó.

—No —dijo él suavemente, y, sacando el collar de la caja, se lo puso alrededor del cuello—. Es mi corazón.

La cadena era larga y el corazón de rubí se deslizó hasta posarse entre sus pechos, brillante como un fuego oscuro sobre su piel de color miel.

—Llévalo siempre —murmuró Blake con los ojos fijos en las hermosas curvas que servían de cojín al colgante—. Y mi corazón estará siempre en contacto con el tuyo.

Una lágrima cristalina escapó de los confines de las pestañas de Dione y rodó lentamente por su mejilla. Blake se inclinó y la atrapó con la lengua.

—Un anillo de compromiso no era suficiente para ti, así que te doy un corazón de compromiso. ¿Te lo pondrás, amor mío? ¿Te casarás conmigo?

Ella se quedó mirándolos con ojos tan grandes y profundos que ahogaban el mundo entero. Durante un mes había compartido la cama de Blake, intentando prepararse para el día en que ya no pudiera hacerlo, y había saboreado cada momento pasado a su lado en un intento de almacenar placer como las ardillas almacenaban bellotas para el duro invierno. Estaba convencida de que él iría perdiendo el interés por ella, pero, al llegar a casa cada día, Blake la tomaba en sus brazos y le decía que la amaba. Quizás el sueño no fuera un sueño, al fin y al cabo, sino una realidad.

Quizá pudiera atreverse a tener fe.

—Sí —se oyó decir con voz trémula mientras su corazón y sus anhelos la dominaban, y su cabeza intentó de inmediato recuperar el terreno perdido diciendo—: Pero dame tiempo para hacerme a la idea. Todo esto no me parece real.

—Pues lo es —masculló Blake, y deslizó la mano por su costado hasta que su pecho cálido y turgente llenó su palma. Contempló la perfección de su piel, bajo la que se adivinaban las venas, y el pezón pequeño, tenso y rosado que respondía inmediatamente a la menor de sus caricias, y su cuerpo comenzó a tensarse, poseído por un deseo que nunca lograba saciar del todo. Comenzó a recostarla con delicadeza—. No me importa que tengamos un noviazgo largo —dijo distraídamente—. Dos semanas es bastante tiempo.

—¡Blake! ¡Yo estaba pensando en meses, no en semanas!

Él levantó la cabeza bruscamente; luego, al ver la expresión asustada e indecisa de su cara, su mirada se ablandó y su boca se relajó en una sonrisa.

—Entonces dime un día, cariño, con tal de que sea dentro de los próximos seis meses y no sea ni el Día de los Inocentes, ni el Día de la Marmota Americana.

Dione intentó pensar, pero de pronto estaba abotargada y distraída por el roce áspero y delicioso de las manos de Blake sobre su cuerpo. Él deslizó un dedo entre sus piernas y ella dejó escapar un gemido y una ardiente punzada de placer traspasó su cuerpo.

—El 1º de mayo —dijo, aunque en realidad ya no le importaba.

—¿Qué pasa con él? —murmuró Blake mientras agachaba la cabeza para saborear los pezones que había estado acariciando. Estaba perdiendo rápidamente el interés por la conversación.

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