Amanecer contigo (2 page)

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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

BOOK: Amanecer contigo
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Contempló asombrada aquellos ojos azules y risueños, unos ojos que refulgían y en los que danzaba el goce puro de la existencia. Richard Dylan era también muy astuto: sabía que pocas mujeres habrían podido resistirse al atractivo del hombre rebosante de vida de la fotografía.

Dione comprendió que era Blake Remington antes del accidente. Tenía el pelo castaño alborotado, y una cara muy bronceada y hendida por una sonrisa burlona que dejaba entrever un cautivador hoyuelo en su mejilla izquierda. Sólo llevaba puestos unos pantalones vaqueros cortos, y tenía el cuerpo recio y musculoso y las piernas largas y poderosas de un atleta. Sostenía en la mano un pez agua de buen tamaño, y al fondo se distinguía el azul profundo del océano. De modo que también practicaba la pesca submarina. ¿Habría algo que no fuera capaz de hacer? Sí, ahora sí, se recordó. Ahora, no podía caminar.

Quería rechazar el caso sólo por demostrarle a Richard Dylan que no se dejaba manipular, pero mientras miraba el rostro de la fotografía comprendió que haría lo que él quisiera, y aquella certeza la turbó. Hacía tanto tiempo que no se interesaba por un hombre que le sobresaltó su reacción ante una simple fotografía.

Trazó con el dedo el contorno de su cara y se preguntó melancólicamente cómo habría sido su vida si hubiera sido una mujer normal, que amara a un hombre y fuera correspondida, algo que su breve y desastroso matrimonio había demostrado imposible. Había aprendido la lección, estaba escarmentada, pero nunca lo había olvidado: los hombres no eran para ella. No estaba hecha para tener marido e hijos. El vacío que había dejado en su vida la ausencia total de amor tendrían que llenarlo las satisfacciones que extraía de su profesión y la alegría de ayudar a los demás. Quizá mirara con embeleso la fotografía de Blake Remington, pero las ensoñaciones que se permitiría cualquier otra mujer al contemplar su belleza no eran para ella. Aquellas fantasías eran una pérdida de tiempo porque sabía que era incapaz de atraer a un hombre como aquél. Su ex marido, Scott Hayes, le había enseñado a través del dolor y la humillación que era una locura incitar a un hombre al que no se podía satisfacer.

Nunca más. Se lo había jurado a sí misma entonces, tras dejar a Scott, y volvió a jurárselo ahora. Nunca volvería a concederle a un hombre la ocasión de hacerle daño.

Una súbita racha de aire salobre abanicó sus mejillas, y al levantar la cabeza vio con cierta sorpresa que el sol se había puesto por completo y que estaba mirando la fotografía con los ojos entornados, sin verla en realidad, mientras se batía con sus turbios recuerdos. Se levantó, entró y encendió una lámpara de pie que iluminó el interior fresco y veraniego de la casa. Dejándose caer en un mullido sillón, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a idear la terapia, aunque, naturalmente, no podría hacer planes concretos hasta que conociera al señor Remington y pudiera evaluar su estado con más precisión. Sonrió un poco, ilusionada. Le gustaban los desafíos más que cualquier otra cosa, y tenía la sensación de que el señor Remington opondría una resistencia tenaz. Tendría que estar siempre alerta conservar el dominio de la situación y utilizar la incapacidad de Remington como revulsivo. Hacerle enfadar hasta el punto de estar dispuesto a atravesar el infierno con tal de recuperarse y librarse de ella. Por desgracia, tendría que pasar realmente por un infierno. La rehabilitación no era un picnic.

Había tenido pacientes difíciles otras veces, personas a las que la incapacidad dejaba tan deprimidas o llenas de ira que se cerraban al mundo por completo, y adivinaba que Blake Remington había reaccionado de esa manera. Había sido un hombre sumamente activo y vital, un atleta, un temerario auténtico. Dione adivinaba que verse confinado en una silla de ruedas estaba matando su espíritu. A Blake Remington no le importaba vivir o morir; no le importaba nada.

Esa noche durmió profundamente, sin sueños que la turbaran, y se levantó mucho antes de que amaneciera para dar su acostumbrada carrera por la playa. No corría en serio, contando los kilómetros y aumentando constantemente las distancias; corría por placer, hasta que se cansaba, y luego seguía caminando y dejaba que la sedosa espuma de las olas bañara sus pies descalzos. Los primeros rayos del sol empezaban a punzar la mañana cuando regresó a la casa; se duchó y comenzó a hacer las maletas. Había tomado una decisión, de modo que no veía necesidad de perder el tiempo. Estaría lista cuando regresara el señor Dylan.

A él ni siquiera le sorprendió ver sus maletas.

—Sabía que aceptaría el trabajo —dijo sin inflexión.

Dione arqueó una ceja.

—¿Siempre está tan seguro de sí mismo, señor Dylan?

—Por favor, llámeme Richard —dijo él—. No siempre estoy tan seguro, pero el doctor Norwood me ha hablado mucho de usted. Creía que aceptaría el trabajo porque era un reto, y, cuando la vi, comprendí que tenía razón.

—Tendré que hablar con él sobre ese asunto de revelar mis secretos —dijo en broma.

—No todos —repuso él, y algo en su voz la hizo preguntarse qué sabía de ella—. Aún le quedan muchos.

Dione pensó que Richard era demasiado astuto y, volviéndose bruscamente hacia sus maletas, le ayudó a llevarlas al coche. El suyo era de alquiler y, tras cerrar la casa y devolver el coche, estuvo lista para marcharse.

Más tarde, cuando se hallaban en un avión privado volando hacia el oeste, rumbo a Phoenix, comenzó a interrogar a Richard sobre su paciente. ¿Cuáles eran sus gustos? ¿Y sus fobias? ¿Cuáles eran sus aficiones? Quería conocer su educación, sus opiniones políticas, sus colores favoritos, el tipo de mujeres con que había salido, o cómo era su mujer, si estaba casado.

Sabía por experiencia que las esposas solían sentir celos de la relación íntima que desarrollaban el terapeuta y su paciente, y le gustaba saber todo lo posible de una situación antes de entrar en escena.

Richard sabía una cantidad sorprendente de cosas acerca de la vida privada del señor Remington, y por fin Dione le preguntó qué relación los unía.

La firme boca de Richard se torció.

—Para empezar, soy su vicepresidente, así que conozco bien sus negocios. También soy su cuñado. La única mujer con la que tendrá que tratar es mi esposa, Serena, que también es su hermana pequeña.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Dione—. ¿Viven en la misma casa que el señor Remington?

—No, pero eso no significa nada. Desde el accidente, Serena no ha dejado de atosigarle, y estoy seguro de que no le hará ninguna gracia que llegue usted y le reste protagonismo. Siempre ha adorado a Blake hasta el punto de la obsesión. Casi se volvió loca cuando pensamos que iba a morir.

—No permitiré ninguna interferencia en la terapia —le advirtió ella tranquilamente—. Supervisaré el horario del señor Remington, sus visitas, sus comidas y hasta las llamadas que recibe. Espero que su esposa lo comprenda.

—Intentaré convencerla, pero Serena es igual que Blake. Es al mismo tiempo terca y decidida, y tiene llave de la casa.

—Entonces haré cambiar las cerraduras —dijo Dione en voz alta, completamente en serio. Por más que fuera la amante hermana de su paciente, Serena Dylan no iba a llevar la voz cantante, ni a entrometerse en la rehabilitación.

—Bien —dijo Richard, y un ceño arrugó su frente austera—. Me gustaría volver a tener esposa.

Empezaba a parecer que Richard tenía algún otro motivo para desear que su cuñado volviera a caminar. Evidentemente, en los dos años transcurridos desde el accidente, la hermana de Blake había abandonado a su marido para ocuparse de él, y su abandono comenzaba a erosionar su matrimonio. Dione no quería mezclarse en aquella situación, pero se había comprometido a aceptar el caso, y jamás traicionaba la confianza que la gente depositaba en ella.

Debido a la diferencia horaria, era sólo media tarde cuando Richard la llevó en coche al lujoso barrio residencial de las afueras de Phoenix, donde vivía Blake Remington. Esta vez conducía un Lincoln blanco, cómodo y elegante. Mientras se acercaban a la glorieta de la casa de estilo hacienda, Dione notó que ésta también parecía elegante y cómoda. Llamarla casa era como llamar viento a un huracán. Era una mansión. Blanca y misteriosa, guardaba sus secretos ocultos tras sus muros y mostraba a los ojos curiosos sólo una hermosa fachada. El jardín era precioso, una mezcla de plantas desérticas autóctonas y vegetación exuberante, producto de una irrigación cuidadosa y selectiva. El camino de entrada llegaba hasta la parte de atrás, donde Richard le dijo que estaba el garaje, pero se detuvo ante los arcos de la fachada.

Al entrar en el enorme vestíbulo, Dione pensó que había entrado en el jardín del edén. Reinaba en la casa una atmósfera de serenidad, una sencillez majestuosa forjada por las frescas baldosas marrones del suelo, las paredes lisas y blancas y los altos techos. La hacienda estaba construida en forma de U alrededor de un patio abierto, fresco y fragante, en cuyo centro había una fuente de mármol rosa que lanzaba al aire agua clara. Dione podía ver todo aquello porque la pared interior del vestíbulo era una cristalera que abarcaba del suelo al techo.

Estaba todavía muda de asombro cuando el repiqueteo de unos tacones sobre las baldosas captó su atención, y al girar la cabeza vio acercarse a una joven alta. Tenía que ser Serena. Su parecido con la fotografía de Blake era demasiado notable para que fuera otra persona. Tenía el mismo pelo castaño claro, los mismos ojos azul oscuro, las mismas límpidas facciones. Pero no se reía, como el hombre de la fotografía. Su mirada era colérica y tormentosa.

—Richard —dijo en voz baja e iracunda—. ¿Dónde te has metido los dos últimos días? ¿Cómo te atreves a desaparecer sin una palabra y a presentarte luego con esta… con esta gitana?

Dione estuvo a punto de echarse a reír. La mayoría de las mujeres no habrían arremetido tan de frente contra ella, pero saltaba a la vista que aquella joven poseía la misma determinación que Richard le atribuía a Blake. Ella abrió la boca para decirle la verdad, pero Richard intervino suavemente.

—Dione —dijo mientras miraba con frialdad a su mujer—, me gustaría presentarte a mi esposa, Serena. Serena, ésta es Dione Kelley. He contratado a la señorita Kelley como la nueva fisioterapeuta de Blake, y he ido a Florida a recogerla para traerla aquí. No se lo dije a nadie porque no tenía intención de discutir este asunto. La he contratado, y punto. Creo que eso responde a todas tus preguntas —concluyó con cortante sarcasmo.

Serena Dylan no se acobardaba fácilmente, a pesar de que el rubor cubrió sus mejillas. Se volvió hacia Dione y dijo con franqueza:

—Le pido disculpas, aunque me niego a cargar con toda la culpa. Si mi marido hubiera tenido a bien informarme de sus intenciones, no habría hecho una acusación tan terrible.

—Entiendo —sonrió Dione—. Dadas las circunstancias, dudo que yo hubiera sido más amable.

Serena le devolvió la sonrisa y luego se adelantó y le dio a su marido un tardío beso en la mejilla.

—Muy bien, estás perdonado —suspiró—, aunque me temo que has perdido el tiempo. Ya sabes que Blake no estará de acuerdo. No soporta que le atosiguen, y ya le han presionado bastante.

—Evidentemente no, o ya andaría —contestó Dione con petulancia.

Serena pareció dubitativa, y luego se encogió de hombros.

—Sigo pensando que es una pérdida de tiempo. Blake se negó a ver al último terapeuta que contrató Richard, y usted no le hará cambiar de idea.

—Me gustaría hablar con él personalmente, si es posible —insistió Dione con amabilidad.

Serena no se había apostado exactamente como un guarda delante del salón del trono, pero era evidente que se mostraba muy protectora con su hermano. Pero eso no era tan raro. Cuando alguien sufría un accidente grave, lo lógico era que su familia le sobreprotegiera durante una temporada. Quizá, cuando descubriera que Dione iba a acaparar el tiempo de Blake, le prestara a su marido la atención que merecía.

—A esta hora del día Blake suele estar en su habitación —dijo Richard, tomando a Dione del brazo—. Por aquí.

—¡Richard! —el color volvió a inundar las mejillas de Serena, pero esta vez a causa del enfado—. Está echando una siesta. Déjalo tranquilo al menos hasta que baje. Ya sabes que duerme muy mal. Déjale descansar mientras puede.

—¿Duerme la siesta todos los días? —preguntó Dione, pensando que, si dormía durante el día, no era de extrañar que no durmiera de noche.

—Lo intenta, pero por lo general tiene peor cara después.

—Entonces, no importa que le molestemos, ¿no cree? —preguntó Dione. Había llegado a la conclusión de que era el momento de sentar los cimientos de su autoridad. Notó una leve vibración en los labios de Richard, el asomo de una sonrisa, y a continuación, con la mano cálida y firme sobre su codo, él la condujo a las amplias y curvas escaleras. Dione notaba tras ellos la fogosidad de la mirada de Serena; luego oyó el áspero repiqueteo de sus tacones tras ellos.

Por la disposición de la casa, Dione sospechaba que todas las habitaciones del piso alto daban a la hermosa galería que corría a lo largo de la horquilla que formaba el edificio, asomándose al patio interior. Richard tocó suavemente en una puerta que había sido ensanchada para permitir el paso de una silla de ruedas. Se oyó una respuesta en voz baja, Richard abrió la puerta y Dione vio de inmediato que, al menos en lo que concernía a aquella habitación, su suposición era correcta. El sol, que entraba a raudales por las cortinas abiertas, inundaba la espaciosa estancia, aunque las cristaleras correderas que daban a la galería permanecían cerradas.

La silueta de un hombre se recortaba contra la luz radiante del sol, junto a la ventana: una figura misteriosa y melancólica hundida en la prisión de una silla de ruedas. Entonces alargó el brazo y, tirando de un cordón, cerró las cortinas, y la habitación quedó en penumbra. Dione parpadeó un momento antes de que sus ojos se acostumbraran a la repentina oscuridad. Luego comenzó a distinguir al hombre y la impresión hizo que se le cerrara la garganta.

Creía ir sobre aviso; Richard le había dicho que Blake había perdido peso y se estaba deteriorando rápidamente, pero hasta que no lo vio con sus propios ojos no comprendió lo seria que era la situación. El contraste entre el hombre de la silla de ruedas y el que reía en la fotografía era tan brutal que, de no ser por sus ojos azul oscuro, no hubiera podido creer que eran la misma persona. Sus ojos, sin embargo, ya no brillaban. Eran apagados y mortecinos, pero su extraño color no había cambiado.

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