Encontré a mi padre vestido, repasando algunas cuentas en unos rollos. Empezó por rechazarme, porque el sol había salido ya y estaba alto, pero corrió hacia afuera cuando supo la noticia. Primero hizo la señal contra el mal agüero; luego guardó silencio durante algún tiempo.
—La casa tendrá que ser purificada —dijo, finalmente—. Algún loco debe de haberlo hecho.
Entonces oímos unas voces que se acercaban. Nuestro vecino Falino, con su mayordomo y dos o tres transeúntes, hablando todos a la vez, comentaban que todos los hermas de aquella calle habían sido profanados, y en otras calles también.
—Debe de ser una conspiración contra la Ciudad, por medio de sus dioses —dijo mi padre, cuando el clamor disminuyó— El enemigo está detrás de ello.
—¿Qué enemigo? —preguntó Fauno—. Querrás decir que la impiedad ha conspirado con el vino. ¿Qué hombre, sino uno, desafía a la ley por insolencia, y a los dioses para divertirse? Pero esto es demasiado, en vísperas de la guerra. Los dioses mandan que sólo los culpables sufran.
—Supongo a quién te refieres —repuso mi padre—, pero creo que estás equivocado. Hemos visto que el vino le vuelve extravagante, pero no estúpido. Tengo fe en los oráculos de Dioniso.
—Ésa puede ser tu opinión —objetó Falino, a quien le disgustaba incluso el más cortés desacuerdo— Sabemos que todo le es perdonado a Alcibíades por aquellos que han gozado de sus buenas gracias, aunque brevemente.
Ignoro lo que mi padre contestó a esto, pues vio que yo estaba allí, y, volviéndose irritado, me preguntó si iba a pasarme el día vagabundeando por las calles.
Desayuné, llamé a mi tutor, y partí para la escuela. Podéis imaginar que tuvimos mucho de qué hablar por el camino. Mi tutor era un lidio llamado Midas, que sabía leer y escribir; era un esclavo caro para emplearlo como pedagogo, pero mi padre no era partidario de poner a los niños a cargo de esclavos que no sirven para nada más.
Midas había estado ahorrando durante algún tiempo para comprar su libertad, copiando discursos para los tribunales durante su tiempo libre; pero había costado mucho dinero, creo que diez minas, y no había reunido aún la mitad. Últimamente mi padre le había prometido que si cuidaba bien de mí hasta que yo cumpliera los diecisiete años, le daría la libertad como ofrenda a los dioses.
En cada calle había hermas rotos. Algunas gentes decían que debía de haberse contratado a un ejército para aquella obra; pero otros afirmaban que se trataba de una banda de borrachos, al regresar tumultuosamente a sus casas, después de una fiesta. Y volvimos a oír el nombre de Alcibíades.
Frente a la escuela, un grupo de muchachos contemplaba al herma. Había sido uno muy bueno, regalado por Pericles. Algunos de los niños más pequeños reían y chillaban, señalándolo; entonces uno de los mayores fue hasta ellos, mandándoles que se portaran debidamente. Al reconocer a un amigo mío, Jenofonte, hijo de Grillos, le llamé. Se acercó, con aspecto grave. Era un muchacho apuesto, muy crecido para su edad, de oscuro cabello rojizo y ojos grises. Su tutor no se separaba de él, pues llamaba ya la atención.
—Deben de haber sido los corintios —me dijo—, en un intento de hacer que los dioses nos sean adversos en la guerra.
—Pues entonces, seguramente son simples —repuse— ¿No creen ellos que los dioses ven en la oscuridad?
—Algunos de los campesinos cerca de nuestra granja apenas si distinguen al dios de la imagen en que vive. Una cosa así jamás hubiera podido suceder en Esparta.
—Naturalmente. Cuanto tienen en el exterior de sus sucias cabañas es un montón de piedras, en lugar de un herma. Deja tranquilos a tus espartanos, por un momento.
Se trataba de una vieja disputa entre nosotros, por lo que no pude por menos que añadir:
—O tal vez lo hicieron ellos; después de todo, son aliados de Siracusa.
—¡Los espartanos! —exclamó él, mirándome fijamente—. ¿Ellos, el pueblo más temeroso de los dioses en la Hélade? Sabes muy bien que jamás tocan nada sagrado, ni siquiera en la guerra; y ahora tenemos un armisticio con ellos. ¿Estás loco?
Recordando que en otra ocasión nos habíamos peleado hasta hacernos sangre, a causa de los espartanos, guardé silencio. Jenofonte no hacia sino repetir lo que le había oído decir a su padre, a quien quería mucho, cuyos puntos de vista habían sido los mismos que sostuvo mi abuelo hasta el día de su muerte. Todas las casas gobernantes de los días pasados, que odiaban la intrusión de los comunes en los negocios públicos, querían la paz y una alianza con los espartanos. Esto sucedía no sólo en Atenas, sino en toda la Hélade.
Los espartanos no habían cambiado sus leyes durante tres siglos, y sus ilotas conservaban la situación que los dioses habían dispuesto para ellos. Pero no era posible enfadarse con Jenofonte. Era un muchacho de buen corazón, dispuesto siempre a compartir lo que tuviera.
—Creo que tienes razón —dije—, si su rey es un ejemplo. ¿Has oído hablar de las bodas del rey Agis? La desposada estaba en cama y él cruzaba el umbral del aposento, cuando la tierra tembló. Obediente ante el augurio, se volvió, salió y ofreció no volver a entrar durante un año. Si eso no es piedad, ¿cómo puede llamarse?
Había esperado hacerle reír, pues le gustaba siempre una broma; pero no vio nada cómico en mis palabras.
Entonces, Micco, el maestro, salió, enfadado, para llamamos al aula. Debido a los desórdenes públicos, y al nuestro, estaba de muy mal humor, y no tardó en sacar la correa.
Después de la lección de música, que seguía, colgamos apresuradamente las liras y corrimos hacia el gimnasio. Vimos el peristilo lleno de gente, mientras nos desnudábamos; luego nos enteraríamos de las últimas noticias. Nuestro preparador había mandado una compañía en Delio, pero aquel día casi no podía hacerse oír, y la flauta para los ejercicios quedaba ahogada. Por tanto, eligió algunos de los mejores luchadores, para entrenarlos, y nos puso a los demás a hacer prácticas. Nuestros tutores charlaban animadamente, al ver que nosotros escuchábamos a los hombres del peristilo; pero estos últimos hablaban de política. Siempre lo sabíamos, sin acercamos a ellos; cuando discutían acerca de alguno de los muchachos, lo hacían sin levantar la voz.
Todos parecían saber a ciencia cierta quiénes eran los culpables, y no había dos entre ellos que coincidieran en sus apreciaciones.
Uno dijo que los corintios querían demorar la guerra.
—No hay tal cosa —repuso otro—. Eso ha sido hecho por gentes que conocen la ciudad como el patio de su propia casa.
—Algunos extranjeros venderían a sus padres por cinco óbolos.
—Trabajan mucho y ganan dinero, lo cual es crimen suficiente para los injustos.
Y así, personas que eran rivales en amor o en política, pero lo habían mantenido en secreto, sacaban públicamente a la luz su rivalidad. Jamás con anterioridad había estado yo rodeado de hombres asustados, y era demasiado joven para no impresionarme. Hasta entonces no había pensado que tan enorme impiedad podría atraer una maldición sobre la Ciudad, si había sido obra de alguien que en ella habitaba.
Junto a mí, algunos jóvenes culpaban a los oligarcas.
—Esperad; veréis cómo tratan de acusar de ello a los demócratas, y luego pedirán llevar armas para su protección. Es el truco de Pisístrato el tirano. Pero éste por lo menos hirió su propia cabeza, y no la de un dios.
Naturalmente los oligarcas decían que eso era pura demagogia, y las voces se alzaban, hasta que alguien dijo:
—No culpéis ni a los oligarcas ni a los demócratas, sino a un solo hombre. Conozco un testigo que ha buscado santuario, temiendo por su vida. Jura que Alcibíades…
Al mencionarse ese nombre, los murmullos fueron más fuertes que nunca. La gente empezó a relatar sus hazañas eróticas, muy poco edificantes para nosotros, los muchachos, que escuchábamos atentamente. Otros hablaban de su extravagancia, sus siete trigas en Olimpia, sus caballos de carrera, sus muchachas flautistas y sus hetairas; de cómo cuando organizaba una representación o un coro excedía a todos en elegancia y esplendor.
—Empezó la guerra de Sicilia sólo por el oro y el botín.
—Entonces, ¿por qué había de hacer esto, para entorpecerla?
—Mayor provecho sacaría aún de una tiranía.
La Ciudad jamás se cansaba de murmurar de Alcibíades. Se recordaban historias de veinte años antes, acerca de su insolencia para con sus pretendientes cuando era muchacho.
—Ha hecho que la guerra continuara, para su propia gloria —dijo alguien—. Si no hubiese engañado a los enviados espartanos cuando vinieron para concertar la paz, ahora la tendríamos.
Pero una voz irritada, que durante largo rato había intentado hacerse oír, gritó:
—¿Queréis que os diga cuál es el pecado de Alcibíades? Nació demasiado tarde en una ciudad de enanos. ¿Por qué proscribió la multitud a Arístides el Justo? Porque estaba cansada de oír alabar su virtud. La admitían, y les avergonzaba. Ahora odian ver belleza e inteligencias valor y cuna y riqueza, todo ello reunido en un solo hombre. ¿Qué mantiene viva a la democracia, sino el odio por la excelencia, el deseo de los villanos de no ver cabeza alguna más alta que la suya propia?
—No es así, por todos los dioses. Es la justicia, el regalo de Zeus a los hombres
—¿La justicia? ¿Debe el hombre a quien los dioses han concedido la sabiduría, o la presciencia, o la habilidad, ser rebajado, como si hubiese obtenido esos dones robándolos? Pronto desgraciaremos a nuestros mejores atletas, para complacer a los peores, en nombre de la justicia. O algún ciudadano marcado por la viruela y bizco presentará una queja contra un muchacho como éste —el hombre me señaló, súbitamente— y se le romperá la nariz, supongo que en nombre de la justicia.
Las risas provocadas por estas palabras acabaron la discusión. Al verme confuso, los mejor educados de entre ellos apartaron los ojos, pero uno o dos continuaron mirándome. Vi a Midas fruncir los labios, y me alejé de ellos.
Jenofonte era uno de los pocos muchachos que habían hecho algunos ejercicios gimnásticos. Al acabarlos, se acercó a mí. Pensé que me diría que en Esparta hubieran hecho menos ruido por aquello.
Pero dijo:
—¿Has estado escuchando? Te diré algo curioso. Cuantos culpan a los corintios o a los oligarcas, dicen que su aseveración es sensata, o que todo indica la culpabilidad de estos. Pero todos los que acusan a Alcibíades manifiestan que alguien se lo dijo en la calle.
—Así es. Entonces, tal vez haya algo de cierto en sus palabras.
—Si, a menos que alguien haya hecho correr esos rumores.
Jenofonte tenía rostro abierto y era de modales sencillos. Había que conocerle bien para saber que tenía una cabeza sobre los hombros. Quedó mirando el peristilo, y luego rió para sí.
—A propósito, si después quieres estudiar con un sofista, ahora es el momento de elegir uno.
No podía reprochársele su risa. Había olvidado, hasta que él me lo recordó, que los sofistas estaban allí. En cualquier otro día, cada uno de ellos hubiera aparecido rodeado por sus discípulos, como una flor entre abejas. En aquellos momentos, sentados en los bancos o paseando por el peristilo, interrogaban, al igual que los demás, a cuantos afirmaban saber algo, algunos de ellos con mayor decoro que cuantos los rodeaban; otros, no. Zenón expresaba fieramente sus opiniones democráticas; Hipias, que estaba acostumbrado a tratar a sus discípulos como si estuvieran aún en la escuela, les había dejado que discutieran entre ellos, y estaba enrojecido de tanto llamarlos al orden; Dionísodoro y su hermano, sofista de poca monta, que enseñaban cualquier cosa, desde virtud a bailar en la cuerda floja, a bajo precio, gritaban como vendedoras del mercado, denunciando a Alcibíades, y enfureciéndose con quienes reían, pues bien sabido era que Alcibíades se había enfrentado con los dos a la vez, acallándolos con media docena de respuestas. Sólo Gorgias, con su larga barba blanca y su voz de oro, aunque era siciliano, aparecía tan tranquilo como Saturno. Estaba sentado con las manos cogidas, rodeado de jóvenes de aspecto grave, la gracia de cuyas posturas revelaba su buena cuna. Las pocas palabras que se percibían de su discusión decían claramente que hablaban de filosofía.
—Mi padre me dijo —observó Jenofonte— que podía elegir entre Hipias y Gorgias; creo que prefiero a Gorgias.
Miré a mi alrededor en la palestra.
—No están todos aquí, aún —dije.
No le había confiado mis propias ambiciones. Jenofonte compartía la opinión de mi padre de que los filósofos deberían vestir y comportarse decorosamente, de acuerdo a su rango. Pero Midas me había descubierto. Tomaba su trabajo en serio. Mi padre le había ordenado, además de rechazar a los pretendientes, que me mantuviera alejado de los sofistas y retóricos. Era demasiado joven, decía, para sacar algo sólido de la filosofía, que sólo me enseñaría a discutir con mis mayores y ser sensato en mi propio engreimiento.
En aquel momento el preparador gritó que estábamos allí para luchar, y no para parlotear como muchachas en una boda, y que lo lamentaríamos si tenía que llamarnos nuevamente al orden. Mientras buscábamos pareja, oí una fuerte conmoción a un extremo del peristilo. Percibí una voz que conocía. Ignoro por qué no permanecí donde estaba. Un muchacho, al igual que un perro, es más feliz cuando le sigue la jauría. Cuando sus dioses han sido burlados, baja las orejas y el rabo. Pero yo me sentí impulsado a correr hacia aquel extremo de la palestra, fingiendo buscar pareja, y evitar al mismo tiempo, a los que estaban libres.
Sócrates estaba discutiendo a voz en grito con un hombre que trataba de acallarle chillando más que él.
—Muy bien; así, tú respetas los dioses de la Ciudad —decía cuando yo llegué—. ¿Y también las leyes?
—¿Por qué no? —gritó el hombre—. Eso debes preguntárselo a tu amigo Alcibíades, y no a mí.
—¿La ley de la evidencia, por ejemplo?
—No intentes salirte de la cuestión —repuso el hombre sin dejar de gritar.
—No, no, la pregunta es justa —intervinieron algunos de cuantos los rodeaban—. Debieras contestarla.
—Muy bien; cualquier ley que quieras, y debiera haber una contra las personas como tú.
—Bien. Entonces, si lo que has estado diciéndonos te parece una evidencia, ¿por qué no vas con ella a los arcontes? Si algo vale, incluso te pagarán. Tú confías en las leyes; ¿confías también en la evidencia? Habla.
El hombre habló, llamando a Sócrates artificiosa serpiente que afirmaba que lo blanco era negro, y que estaba a sueldo de los corintios. No alcancé a oír la contestación de Sócrates, pero el hombre, súbitamente, le golpeó en un lado de la cabeza, echándole contra Critón, que estaba de pie a su lado. Todos gritaron.