Authors: Cayla Kluver
—¡El rey Adrik y su reina, lady Elissia!
Los suaves ojos marrones de mi padre se posaron sobre los ojos serios y azules de mi madre. Vi que le apretaba la mano en un gesto de afecto antes de ofrecerle el brazo para efectuar la entrada. Entonces, con su esposa al lado, realizó su última aparición en la sala del Trono en calidad de dirigente de Hytanica.
El anciano sacerdote, que se encontraba delante del estrado esperando dirigir el juramento del sucesor del rey, se apartó hacia la derecha y se giró para observar cómo los monarcas subían al trono. Mi hermana, la princesa Miranna, con los azules ojos brillándole con vivacidad, fue la siguiente en entrar en la sala. Llevaba un vestido de brocado de oro y una diadema también de oro y perlas sobre el cabello rojizo.
Cuando llegó delante del soberano, hizo una reverencia y fue a colocarse de pie ante el más alejado de los tres sillones reales que se habían dispuesto a la izquierda de la reina.
Esperé a que mi hermana ocupara su sitio y entonces empecé mi lento y silencioso recorrido por el pasillo central de la sala. A pesar de todos mis esfuerzos, no podía evitar un temblor en las manos, pues sentía el corazón sombrío al pensar en el poder que Steldor iba a tener como rey. Yo llevaba el vestido de color crema y oro que había lucido en mi boda una semana antes, el 10 de mayo, pero en ese momento, además, lucía una larga capa de color carmesí sobre los hombros que barría el suelo a mi paso. Al igual que Miranna, también portaba una diadema de oro y perlas en la cabeza, y me había dejado el cabello castaño suelto sobre los hombros. Mientras me acercaba con solemnidad a los tronos, no pude evitar sonreír ligeramente al pensar, de repente, en el aspecto que habría tenido London de haberse encontrado entre los guardias de elite.
Mi antiguo guardaespaldas todavía no había regresado de su viaje a las montañas en busca de Narian. Pero sabía que, si hubiera estado presente en la ceremonia, no habría llevado el uniforme reglamentario. La imagen que en mi mente se formó de London, de pie, con su jubón de piel, en medio de una compañía tan austera, me parecía cómica. Cuando llegué al estrado, hice una reverencia ante mis padres y subí para colocarme en el sillón que quedaba inmediatamente a la izquierda del de la Reina.
La emoción se apoderó de la sala en cuanto Steldor apareció por la puerta. Se le veía magnífico con su chaqueta negra sobre el chaleco de color dorado que remarcaba su complexión musculosa y contrastaba con sus ojos y su cabello, de un intenso color negro. En el costado izquierdo llevaba una vaina vacía, pero enfundada en su costado derecho estaba la daga que yo le había regalado tres meses antes, para su vigesimoprimer cumpleaños. La capa de color carmesí, sujeta a los hombros con fijaciones doradas, le colgaba hasta los talones. Cuando las trompetas sonaron, Steldor inició la larga marcha por el pasillo central. El sonido de sus botas sobre el suelo acompasaba su avance lento y rítmico. Steldor miraba fijamente hacia delante, indiferente en apariencia a la multitud que lo rodeaba, y su expresión era tan rígida como la de los antiguos reyes de los cuadros que colgaban de las paredes a ambos lados de la sala. A pesar de su actitud, supe, por la ligera inclinación de su cabeza, que saboreaba profundamente ese momento.
Cuando Steldor se acercaba a los tronos, el sacerdote se colocó al final del pasillo central y no habló hasta que mi esposo se detuvo a unos diez pasos de él:
—Señores y señoras de Hytanica —dijo, levantando el tono con su voz nasal y, hasta cierto punto, temblorosa, para que todo el mundo pudiera oírle—: Os presento a lord Steldor, hijo del barón Cannan y esposo de la heredera al trono, la princesa Alera, que se presenta ante vosotros para, según la ley, ser coronado rey de todas las tierras y gentes de Hytanica.
¿Estáis, los aquí reunidos este día, dispuestos a reconocerle como tal?
La sala del Trono resonó con un contundente «sí».
—¿Y estáis vos, lord Steldor, dispuesto a prestar el juramento de rey?
—Estoy dispuesto. —La voz de Steldor se oyó fuerte y segura.
El sacerdote observó un momento a la nobleza y cuando se hubo asegurado de que todo el mundo prestaba atención, asintió con la cabeza a Steldor, y éste se apoyó en el suelo sobre una rodilla.
—¿Juráis solemnemente que gobernaréis a las gentes del reino de Hytanica con justicia, piedad y sabiduría? —preguntó el sacerdote.
—Juro solemnemente que así lo haré.
—¿Juráis que defenderéis y mantendréis las leyes de Dios?
—Lo juro.
—¿Renovaréis aquello que se haya deteriorado, castigaréis y reformaréis aquello que se haya echado a perder y confirmaréis aquello que se encuentre en buen orden?
—Todo ello juro hacerlo.
—Entonces, levantaos y acercaos al trono.
Steldor se puso en pie y el sacerdote le cedió el paso. El joven saludó con un gesto de cabeza a sus soberanos y subió los escalones del estrado. Cannan se acercó a él para quitarle la túnica carmesí, que designaba que su hijo era el sucesor al trono.
Entonces mi madre quitó la capa de soberano de los hombros de su marido y esperó a que Steldor se diera la vuelta para situarse frente a la nobleza. En cuanto éste lo hizo, mi madre le colocó la capa sobre los poderosos hombros. Mientras mis padres se emplazaban al lado del capitán de la Guardia, Cannan le ofreció la capa carmesí a mi madre para que ella la pusiera sobre los hombros de mi padre.
Entonces Steldor dirigió la mirada hacia los nobles y se dispuso a realizar su última declaración.
—Lo que he jurado aquí lo cumpliré y lo mantendré. Que Dios me ayude —dijo en tono desapasionado.
Entonces me ofreció la mano; yo me coloqué a su lado.
Steldor me quitó la capa carmesí y se la dio a mi madre a cambio de la capa de color azul real de la reina, que me sujetó sobre los hombros. Luego, por primera vez, ambos ocupamos nuestro sitio en los tronos.
El sacerdote se colocó delante de nosotros con un pequeño frasco que contenía el aceite para la unción.
—Así sois ungido, bendecido y consagrado como rey sobre las gentes de Hytanica —declaró el sacerdote mientras hacía la señal de la cruz con los dedos untados de aceite en la frente y en las manos de Steldor—. Que nos gobernéis y nos mantengáis en la abundancia y en la paz, y que seáis sabio, justo y piadoso.
Entonces se acercó a mí y volvió a untarse los dedos con el aceite.
—Así sois designada reina de Hytanica, para que apoyéis y ayudéis a vuestro rey en el cumplimiento de los deberes de su cargo —dijo mientras hacía también la marca de la cruz sobre mi frente y mis manos.
Cuando hubo terminado de administrar su bendición, el sacerdote se colocó al final de los tronos y se sentó en una silla que le habían preparado a tal efecto. Había llegado el momento de que mi padre renunciara a su autoridad como rey e invistiera a su sucesor, así que dio un paso hacia delante y Steldor se puso en pie para aceptar los símbolos de la monarquía.
—Recibid el emblema de la sabiduría —dijo mi padre en tono firme mientras depositaba el cetro real en la mano izquierda de Steldor—. Honrad a los fieles, proveed a los débiles, apreciad a los justos y conducid a vuestras gentes por el camino por el que deben ir.
Luego le entregó la espada real.
—No empleéis esta espada en vano, utilizadla solamente para aterrorizar y castigar a los hacedores del mal, y para proteger y ensalzar a aquellos que hacen el bien.
Steldor aceptó la espada y la mostró un momento ante todos antes de enfundarla en la vaina. Entonces el Rey se quitó el anillo real y se lo colocó en el dedo anular de la mano derecha.
—Recibid el anillo de la dignidad real, para que todos reconozcan vuestra soberanía y para que recordéis los juramentos que habéis hecho este día.
Había llegado el momento del acto final. Observé con cierta tristeza a mi padre quitarse la corona de la cabeza y sostenerla en alto para que todos la vieran. Entonces realizó una última y ferviente declaración.
—Recibid esta corona como símbolo de la majestad real en calidad de rey de Hytanica.
Mi padre colocó la corona sobre la cabeza de Steldor. Entonces, todos los allí reunidos exclamaron emocionados:
—¡Dios salve al Rey! ¡Dios salve al rey Steldor!
Mi padre, que ya no era el gobernante de Hytanica, esperó a que todos se callaran y se arrodilló con humildad ante su rey para jurarle lealtad.
—Seré leal a vos, mi señor soberano, rey de Hytanica, y a vuestros sucesores.
Después de besar el anillo real, mi padre se puso en pie y se situó delante de la silla que inicialmente había sido destinada para mí. Me puse en pie, me quité la diadema y se la di a mi madre, que se había colocado delante de Steldor para que éste le retirara la corona de reina. Mi madre hizo una reverencia y fue a colocarse al lado de su esposo y de su hija pequeña.
—Conforme a la ley, quedáis coronada como reina de Hytanica —declaró Steldor mientras me ponía la corona de oro en la cabeza.
Las ancianas piedras y las vetustas vigas de la sala retumbaron con las exclamaciones de los asistentes, pero un gran peso se depositó sobre mí al tiempo que la corona tocaba mi cabeza. De repente sentí que dieciocho años era una edad demasiado temprana para asumir un cargo como ése. Sobrecogida por el pánico, miré a mi madre, que me ofreció la única ayuda que podía prestarme: una sonrisa reconfortante. Steldor y yo ocupamos nuestros tronos, y el resto de la familia real, así como todos los miembros de la nobleza, tomaron asiento. Cannan se adelantó y se arrodilló delante de su hijo para jurarle su lealtad.
—Yo, barón de Cannan, capitán de la Guardia y jefe del Ejército de Hytanica, seré vuestro hombre ante cualquier peligro, y siempre os seré leal, y viviré y moriré en vuestra defensa, enfrentándome a cualquier amenaza.
El capitán, después de besar el anillo real, regresó a su posición a la derecha del Rey. Yo lo seguí con la mirada y me pregunté qué debería de estar sintiendo en ese momento; pero, como siempre, su rostro se mostraba impasible.
Los homenajes se sucedieron. Cada miembro varón de la nobleza avanzó para arrodillarse y ofrecer lealtad al nuevo rey. Cuando el último de ellos se hubo retirado a su asiento, Steldor y yo nos pusimos en pie. Todos los ocupantes de la sala nos imitaron. Steldor, con el cetro real en la mano derecha y mi mano en su izquierda, asintió con la cabeza mirando a Lanek, y éste anunció al nuevo gobernante de Hytanica.
—Dios salve a Su Majestad el rey Steldor y a su reina, lady Alera.
Las trompetas sonaron, y los heraldos, que llevaban los estandartes de la familia real y del reino, nos precedieron por el pasillo para salir de la sala de los Reyes. Detrás de nosotros salieron Cannan con los guardias de elite, mis padres y Miranna.
Cuando entramos en la antesala, mis ojos se encontraron con los de Steldor un instante y el brillo casi enfebrecido que vi en ellos me dejó perpleja. Sabía que seguramente él había imaginado esa coronación desde que nos conocimos, casi diez años antes, y a pesar de ello yo no era capaz de comprender la satisfacción que sentía al haber conseguido por fin su codiciado trofeo. Pero no nos entretuvimos: seguimos a los heraldos y, acompañados por los guardias, atravesamos la puerta hacia el vestíbulo principal y luego subimos por el ramal derecho de la escalera principal. Mis padres y mi hermana se quedaron abajo. Cuando llegamos arriba, entramos en la sala de baile y salimos al balcón al tiempo que sonaban las trompetas para llamar la atención de la gente que se había reunido al otro lado de los muros del patio.
—Dios salve a Su Majestad el rey Steldor y a su reina, lady Alera —volvió a anunciar Lanek en voz alta.
Los guardias de palacio, apostados delante de la puerta, repitieron el anuncio, y pronto oímos un estruendoso aplauso y gritos de «Dios salve al Rey». Steldor, que se encontraba completamente en su elemento, saludaba con la mano a los ciudadanos.
No hubiera podido decir cuánto tiempo estuvimos en el balcón, pero a causa de la larga ceremonia de coronación, de mis altos niveles de ansiedad y del tiempo que hacía que no había comido, me sentía exhausta. Steldor, por el contrario, estaba eufórico, parecía ser capaz de quedarse disfrutando de las aclamaciones de la gente para siempre. Ahí, de pie, me di cuenta de que ahora estaba casada con el rey de Hytanica, y esa noción me provocó una ligera sensación de mareo que me obligó a apoyarme en el hombro de Steldor. Él me miró, sorprendido, y me rodeó con los brazos para que pudiera descansar la cabeza sobre su pecho.
—Parece que ya has tenido bastantes emociones por hoy —me dijo con suavidad.
Steldor me condujo de nuevo al interior de la sala de baile, despidió a mi padre y a los guardias con un gesto de la mano y, luego, me llevó en brazos hasta nuestros aposentos.
Una vez allí, me dejó encima de la cama y me quitó la corona y la capa, luego desató los lazos del vestido y empezó a quitármelo por los brazos. Me di una vuelta a cada lado, sobre la cama, para ayudarlo, y me quedé con la ropa interior. Me sentía demasiado cansada para resistirme. Cuando hubo terminado, me izó las piernas sobre el colchón, me quitó los zapatos y me cubrió con una sábana. Al terminar, y para mi sorpresa, me besó en la frente.
—Relájate y duerme. Luego te traeré un poco de comida para que recuperes las fuerzas.
Me acarició suavemente la mejilla, se dio la vuelta y salió de la habitación. Yo sentía los párpados pesados y cerré los ojos. Como siempre, el recuerdo de Narian invadió mis sueños.
Estábamos de pie en el claro del bosque, en la finca de su padre. Sentía el calor del sol en mi espalda y oía el canto de los pájaros, en los árboles. «Mira. ¿Ves? Lo he traído —le dije, mostrando un pantalón a Narian para que lo examinara—. Ahora no tienes ningún motivo para oponerte a enseñarme defensa personal.» «Puedo oponerme porque no lo llevas puesto.» El tono de su voz era firme, pero resultaba agradable.
El viento le revolvía el pelo rubio. Entonces apareció otra imagen: yo llevaba puesto el pantalón y una camisa blanca, y me encontraba al lado de un oscuro caballo castrado. «No creo que las mujeres de Cokyria monten a caballo», dije. «La mujer que me crió es una de las mejores amazonas del reino», respondió Narian, que se encontraba delante del caballo. Lo miré a los ojos y noté que la capacidad de resistirme a él me abandonaba. Narian vino a mi lado e hincó una rodilla en el suelo para que yo utilizara su pierna de estribo y pudiera subir al caballo. Así lo hice, torpemente, y él levantó el rostro, sonriendo. Tenía las mejillas ruborizadas de felicidad, y la expresión de sus ojos era completamente confiada. Entonces subió al caballo y se colocó detrás de mí.