En el salón se alzó un denso murmullo que parecía confirmar la aquiescencia de los presentes. Complacido, el valí añadió con expresión grave en el semblante:
—Pero hemos de permanecer muy unidos en esto. Debe ser una petición colectiva, sin disensiones ni discordias entre nosotros. Debe ser el sentir de toda una ciudad dispuesta a defender la verdad y la justicia. ¡Grande es Allah! ¡Solo Él es Justo! ¡Paz y bendición a su Profeta!
—¡Allah es Grande! ¡Bendición y paz! —contestaron muy conformes los presentes—. ¡Manda ese emisario! ¡Hazlo ya! ¡Justicia y misericordia en nombre de Allah!
El cadí entonces les exhortó:
—¡Hagamos juramento por nuestra venerable fe! ¡Proferid las sagradas fórmulas de los juramentos!
—¡Por Allah y su Profeta! —juraron los musulmanes.
Pero uno de los nobles cristianos que estaban junto al duc Agildo se dirigió a él y le susurró al oído:
—¿Qué hacemos nosotros?
—Juremos también, pero por nuestra santa religión —respondió el duc—. Hemos esperado este momento con ansiedad… ¡Al fin Dios ha resuelto socorrernos!
Cuando parecía que todos allí estaban conformes y se iba a dar por terminada la asamblea, salió al centro de la sala el rico Marwán Aben Yunus y pidió al valí que le dejara hablar. Cuando se le otorgó el permiso, dijo con tacto:
—Veo que todos estamos muy de acuerdo en que se envíe un emisario a Córdoba. Es una medida prudente y nada objetaremos a ella. Pero yo pregunto: ¿quién ha de ir? ¿Quién viajará a Córdoba y solicitará audiencia a nuestro señor el emir, ¡el Omnipotente le guarde!?
Respondió el valí:
—Irá el cadí Sulaymán Aben Martín. Su elocuencia y sabiduría ha sido evidente esta mañana entre nosotros. Nadie mejor que él sabrá defender nuestros intereses ante el emir.
—Me parece muy bien —observó Marwán con estudiada parsimonia—. Yo también doy mi voto en esa decisión. Pero, a la vez, he de decir que Córdoba es Córdoba y… En fin, la corte tiene sus reglas y sus protocolos…
—¿Qué quieres decir? —le preguntó el valí—. Habla con claridad.
Marwán se expresó ahora con aire de suficiencia:
—No es tan fácil eso de llegar allí y ponerse cara a cara con el nuevo emir. Hay que conocer a los chambelanes privados y sortear obstáculos nada sencillos.
—¿Y qué propones, pues? —le instó el cadí—. Dime qué debemos hacer para vencer esas dificultades, tú que tanto sabes de eso.
Con aire presuntuoso, Marwán dijo:
—En fin… Cuando el emir Abderramán fue gobernador de Mérida en su juventud, estuve cerca del círculo de sus amistades… Todo el mundo aquí sabe eso. Después, cuando se fue de la ciudad, conservé mi relación con algunos hombres influyentes de su proximidad… Y puedo decir hoy que tengo buenos contactos en Córdoba. Si os parece bien, mi hijo Muhamad puede ir en la delegación. Por ostentar él mi apellido, allí se nos abrirán enseguida las puertas. De otra manera, es posible que el asunto se dilate y que los emisarios se pierdan en el laberinto de las instancias intermedias sin que llegue el mensaje a oídos del emir.
Un cierto murmullo puso de manifiesto en la sala que algunos no estaban demasiado conformes. A pesar de lo cual el valí otorgó:
—Sea como dices. Es loable todo lo que pueda beneficiar a esta causa. El cadí Sulaymán y tu hijo Muhamad Aben Marwán partirán para Córdoba lo antes posible, en cuanto sea redactada esa carta de petición y se ultimen los preparativos y los obsequios que deben llevarse. He dicho. ¡Disuélvase la reunión!
Los edificios y monumentos de la vieja Mérida guardaban mucho del esplendor y la grandeza del reino godo, si bien podían apreciarse ya visibles signos de decadencia e incluso ruina en la mayor parte de ellos. Se conservaban, empero, en buen estado la basílica nombrada como Santa Jerusalén, la sede de los obispos; las iglesias de los mártires Cipriano y Laurencio; una dedicada a san Juan Bautista; otra a santa Lucrecia; un
xenodochium
extramuros destinado a enfermos, pobres y peregrinos en tránsito; varios conventos y cenobios y, extramuros, un sinnúmero de eremitorios. Pero ninguno de los templos tenía para los emeritenses cristianos mayor valor que el santuario de Santa Eulalia, donde se guardaban las reliquias de la Mártir. Era, por decirlo de alguna manera, el centro espiritual que ejercía mayor atracción sobre los fieles, ya en la antigua capital de la Lusitania, extendiéndose a toda la cristiandad. Sin que cesara esta celebridad, pues constantemente llegaban peregrinos atraídos por la fe en los milagros de la santa desde remotos lugares. Junto a la basílica había una amplia biblioteca, en el monasterio que se ocupaba de cuidar y engrandecer el culto, y una residencia donde vivían numerosos
oblati,
los jóvenes estudiantes que se consagraban al servicio del santuario durante el tiempo que duraba la enseñanza.
El abad de Santa Eulalia se llamaba Simberto; hombre de unos cincuenta años, de origen noble, decían que era el clérigo que atesoraba mayores conocimientos en Mérida. Había sido discípulo nada menos que del maestro Esperaindeo, el más insigne de los teólogos cordobeses. Pero, a pesar de sus dilatados estudios y su fama de prudencia y cordura, solía manifestarse con frecuencia agitado, nervioso, como si le atormentara una espera vaga e indefinida. Su cara era ancha, de salientes pómulos, barba canosa y espesa, piel pálida y ojos profundos que, pese a ese extraño destello de impaciencia, revelaban buen juicio e inteligencia. Pero los fríos rasgos de un sufrimiento continuo, genuino y profundo habían impreso en su rostro, como en un espejo, el reflejo de un alma acuciada por la lucha y por un temor incesante. Porque nunca, ni siquiera en sus tiempos de joven estudiante, Simberto gozó de buena salud. Siempre fue pálido, flaco y enjuto. Comía muy poco, dormía mal, y decían que encima se sometía a duras penitencias, prolongados ayunos y largas vigilias a la intemperie.
No obstante este temperamento del abad, los cristianos estimaban muy valiosos sus consejos, y acudían a él cada vez que necesitaban el auxilio de su preclaro criterio. Por eso, el día siguiente a la asamblea, el duc Agildo y el obispo Ariulfo fueron al monasterio de Santa Eulalia para contarle lo que estaba sucediendo. Se reunieron en la biblioteca, con las puertas cerradas y con estricta orden de no ser molestados.
El duc explicaba con detalle lo que había sucedido en la reunión:
—… Y entonces se acordó que irían los emisarios de la ciudad a Córdoba para reclamar ante el reyezuelo sarraceno. Pero, cuando el valí dijo que el enviado iba a ser el cadí Sulaymán, salió el rico Marwán al que llaman al-Jilliqui, esto es, el Gallego, y se empeñó en que debía ir también su hijo. Al gobernador no le pareció mala idea y lo aprobó.
—¡Vaya! —comentó el abad, acariciándose la barba—. ¡Era lo que nos faltaba!
—¿Por qué dices eso? —le preguntó Agildo—. ¿Qué te preocupa?
—Ese Marwán no me gusta…
El obispo y el duc le miraron esperando a que fuera más explícito. Simberto añadió malhumorado:
—Es un hombre interesado al que solo le preocupa aumentar su fortuna. Si se mete en esto, seguramente será para sacar tajada.
Se produjo un silencio. Los tres se miraban con semblantes preocupados. Parecía que Simberto iba a añadir algo más, pero enmudeció y permaneció caviloso.
Entonces Agildo le preguntó sin rodeos:
—¿Qué opinas, abad? ¿Crees que al menos se solucionarán en parte nuestros problemas?
Simberto sonrió con aire burlón. Después se puso a deambular por la biblioteca, meditabundo, como si ya no prestara atención. El obispo y el duc le miraban desconcertados.
—¡Di, por Dios, qué piensas! —le instó Ariulfo—. Sabes lo valiosas que son para nosotros tus opiniones.
De espaldas a ellos, el abad se puso a mirar por la ventana y, en voz baja, con frecuentes pausas, empezó a hablar como para sí mismo:
—A menudo sueño que converso con los hombres del pasado… Cuando era niño, mi abuelo me contó muchas cosas que sucedieron hace ahora cien años, cosas que jamás deben ser olvidadas; cosas que también contó a sus hijos, mientras les rogaba insistentemente que, por respeto a su memoria, transmitiesen a su vez a los hijos de sus hijos…
Dicho esto, se volvió, se recostó en la pared y entrelazó los dedos, cerró los ojos y meditó un instante antes de proseguir:
—Mis mayores pusieron mucho cuidado en contarme con detalle cómo era la vida antes de que cayera sobre nosotros la fatídica plaga de los herejes sarracenos. Algunas veces me parece haber visto aquello e incluso lo guardo en mi memoria con imágenes muy vivas que me causan una dolorosa nostalgia. En mis sueños, la Mérida cristiana de antaño aparece habitada por hombres y mujeres que coexistían unidos por una misma fe, aun siendo godos unos y de origen romano otros. Pero compartían la misma manera de mirar el mundo y unas leyes que a todos obligaban. Libres o esclavos, señores y siervos, coexistían y participaban todos juntos en la rica vida religiosa de la ciudad: ceremonias concurridas en las basílicas y las plazas, procesiones en las que participaba todo el pueblo, cantos, aclamaciones, bautismos, el advenimiento de los obispos… y la benéfica vida de la Iglesia verdadera sostenida por el amor al prójimo: caridad con los sufrientes, atención a los enfermos, a los pobres, a las viudas, limosnas, hospitales y auxilio ininterrumpido a los peregrinos…
Tenía el abad una voz fuerte, con la que se expresaba con pasión y sinceridad, pero también con indignación y resentimiento. Incluso a veces hablaba con desprecio de sus conciudadanos, afeándoles su ignorancia y su pasividad somnolienta bajo el «execrable» yugo sarraceno.
Después de una larga pausa, añadió con amargura:
—Mirad, en cambio, lo que ahora tenemos: esta ciudad, ¡nuestra sagrada ciudad de entonces!, está en las sucias manos de esos herejes que nos aprietan por todos lados con feroces impuestos, injusticias sin cuento y desprecios. Cada año que pasa va siendo peor: imperan la vanidad, la sensualidad más descarada, el robo, las pendencias, los chismorreos, el favoritismo y la más burda charlatanería. Y para colmo de males, los jóvenes, ¡nuestros hijos!, ya no se quejan siquiera de su suerte. Van olvidando quiénes son, quiénes fueron sus antepasados… ¡Qué tristeza! Muchos incluso empiezan ya a olvidar nuestra lengua, e intoxicados por la elocuencia árabe, leen, escriben y hablan en caldeo, olvidando las riquezas de la antigua y venerada cultura latina… ¡Por Dios, mirad cómo visten ya muchos de ellos!
El obispo y el duc le escuchaban atentos, con aire de pesadumbre en los semblantes. Le habían oído muchas veces manifestarse de esa manera, con calor y apasionamiento. Aunque su discurso era desordenado y febril, como un delirio, en sus palabras y en su voz había una sinceridad convincente. Cuando Simberto decía estas cosas y otras semejantes, se reconocía a un tiempo al loco y al sabio que había en él, como también al místico. Además de sacar a la luz los males de la sociedad cristiana cautiva, enseguida era capaz de predecir lo maravillosa que llegaría a ser un día la vida sobre la tierra, cuando todos los males fueran vencidos y reinase al fin Cristo entre los hombres. Estos sermones, proferidos a veces en un monólogo deslavazado, donde abundaban las profecías que exaltaban los ánimos y movían a las lágrimas, le conferían una especie de aura beatífica, y casi nadie dudaba en Mérida de que era el abad una suerte de elegido.
Por eso el duc necesitaba sus palabras.
—Dinos qué podemos hacer —le rogó—. Queremos hallar soluciones… ¡Necesitamos actuar de una vez! Pero… ¿qué hacer? Nos tienen amarrados de pies y manos y nuestra gente está atemorizada. No se puede levantar siquiera la voz, pues los castigos son crueles para quienes osan defender siquiera de palabra la causa cristiana… ¡Tampoco podemos arriesgar las vidas de los nuestros!
—¡Tú lo has dicho! —observó con exaltación Simberto—. A nuestro pueblo le falta la audacia de la fe, la plena confianza en el Dios que nos sustenta y rige. ¡Somos gente desesperada! Somos como un reino dormido que espera que lo despierten. Y no hay fe cristiana sin la esperanza…
—¿Y qué hacemos, pues? —replicó con ansiedad el obispo—. ¿Nos pides acaso que nos dejemos matar? ¿Como ovejas llevadas al matadero? ¿Has olvidado lo que sucedió en las revueltas de hace diez años? También nos debemos a la caridad y no podemos exigir el martirio a nuestra pobre gente…
—Solo pido que actuemos con inteligencia —repuso el abad—. Nuestro pueblo debe instruirse, los cristianos de Mérida deben saber cómo era el pasado de esta ciudad y la grandeza de aquella cristiandad reinante. ¡No han de perderse esos recuerdos! Por eso mi padre se empeñó en que yo recibiese una educación esmerada y me mandó a Córdoba para ponerme en las manos de los ilustrísimos maestros Esperaindeo y Vicencio, varones doctos que me enseñaron la grandeza del saber cristiano con unción y sentimiento. Por eso sufro tanto al ver que todo se olvida… ¡Conservemos la memoria de lo que fuimos! Eso es lo que debemos hacer más que nada. Si perdemos nuestra identidad, acabaremos extraviados y a merced de Satanás. ¡Despertemos de una vez!
Muhamad estaba recostado, casi tumbado, sobre un montón de cojines, en el tapiz del salón principal del palacio de su padre, el rico Marwán Aben Yunus. Con las manos detrás de la nuca y las largas piernas extendidas, toda su persona emanaba un aire de despreocupación y esa pasión suya, innata, de reservar su cuerpo joven y sano de manera exclusiva para la caza y el amor a las mujeres. Porque, junto a la fuerza para cabalgar o entregarse al placer, por sus músculos recios corría una pesada pereza, invencible.
Su padre, que estaba sentado a su lado, se incorporó de repente y, contemplándole con su rostro irritable, le dijo:
—Hijo mío, Muhamad, no sé si llegas a comprender la trascendencia de lo que tenemos entre manos.
—Claro que sí, padre —contestó el joven con desgana.
Marwán se puso en pie y empezó a dar vueltas por el salón, moviendo la cabeza en son de reproche.
—Es que me da la impresión de que no me escuchas; que estás siempre pensando en ir a los campos con el azor y en divertirte… cuando yo estoy tan preocupado. ¿No te das cuenta de que nos jugamos mucho en ese viaje a Córdoba? Es muy importante que te enteres bien de todo lo que allí debes hablar con los ministros del emir Abderramán… De eso depende que logremos una buena posición en los graves sucesos que se avecinan. Debemos congraciarnos con Córdoba, porque en Córdoba se sustancian los mejores negocios y allí tienen su sede las fortunas y los poderes más grandes de Al-Ándalus. ¡Córdoba es la reina de las ciudades! Nosotros, hijo mío, no somos como esta gente de Mérida… ¿No te das cuenta de que aquí no hay otra cosa que dimmíes, judíos, cristianos y muladíes? Por no hablar de quienes nos gobiernan: ¡piojosos beréberes africanos! ¿Qué se puede esperar de ese Mahmud al-Meridí? ¿Quién le conoce en Córdoba? ¿Qué méritos o apellidos tiene para el cargo que ostenta?