Dönitz me explicó que la única forma de evitar que la guerra submarina quedara interrumpida era construir un nuevo tipo de submarino. La Marina deseaba desprenderse del «buque de superficie» utilizado hasta entonces, capaz de navegar sólo ocasionalmente bajo el agua, y sustituirlo por otro que pudiera alcanzar una velocidad submarina superior y que tuviera más autonomía, para lo que habría que darle una forma completamente hidrodinámica, duplicar la potencia de los motores eléctricos y multiplicar la capacidad de los acumuladores de energía.
Como ocurre siempre en estos casos, lo más importante era encontrar a la persona adecuada para ocuparse de aquella misión. Elegí a un suabo, Otto Merker, que hasta ese momento había hecho méritos construyendo coches de bomberos: era una auténtica provocación para todos los ingenieros navales. El 5 de julio de 1943, Merker expuso su nuevo sistema constructivo al Alto Mando de la Marina. Igual que se hacía en Estados Unidos para producir los buques Kayser en serie, nuestros submarinos serían construidos por partes en el interior del país, donde recibirían todo el equipamiento mecánico y eléctrico necesario, y después serían montados en muy poco tiempo. Así se eludía la necesidad de construir astilleros, lo que había constituido el mayor obstáculo para la ampliación del programa de construcciones navales.
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Dönitz, casi emocionado, declaró al final de esta reunión:
—Ahora comenzamos una nueva vida.
Pero por el momento lo único que teníamos era una idea de cómo iban a ser los nuevos submarinos. Para desarrollarlos y definirlos con detalle se nombró una comisión cuya presidencia, en contra de lo habitual, no recayó en un ingeniero, sino en el almirante Topp, que fue nombrado por Dönitz sin que tratáramos siquiera de dilucidar las complicadas cuestiones jurisdiccionales que eso planteaba. La colaboración entre él y Merker fue tan armoniosa como la que había entre Dönitz y yo.
Unos cuatro meses escasos después de la primera reunión de la Comisión de Construcciones Navales, el 11 de noviembre de 1943, todos los planos y diseños estaban terminados. Un mes después Dönitz y yo pudimos examinar una gran maqueta de madera del nuevo submarino de 1.600 toneladas. La industria recibió el encargo de empezar a construir algunas secciones antes incluso de que se concluyeran los planos: un procedimiento que ya habíamos empleado con éxito en la fabricación de los nuevos tanques
Pantera
. Sólo así fue posible que en 1944 la Marina pusiera a prueba los primeros prototipos. Habríamos cumplido nuestra promesa de suministrar cuarenta submarinos mensuales durante el primer trimestre de 1945 a pesar de las catastróficas circunstancias si los ataques de la aviación no hubiesen destruido una tercera parte de los buques que había en los astilleros.
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En aquel entonces, Dönitz y yo nos preguntamos a menudo qué había impedido construir antes el nuevo tipo de submarinos, en el que no se empleó ninguna innovación técnica, ya que sus fundamentos se conocían desde hacía años. Según aseguraron los expertos, con los nuevos submarinos habríamos iniciado una nueva serie de éxitos en la guerra bajo el agua, y la Marina americana ratificó este parecer después de la guerra, al incorporar el nuevo modelo a su programa de fabricación.
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Tres días después de haber firmado con Dönitz nuestro decreto conjunto sobre el nuevo programa de la Marina, el 26 de julio de 1943 pedí a Hitler su conformidad para que toda la producción fuera dirigida desde mi Ministerio. Por motivos tácticos argumenté esta petición con las cargas adicionales surgidas a consecuencia del programa de la Marina y de otros cometidos encargados por Hitler. Por otra parte, le expuse que si algunas de las grandes empresas de producción de bienes de consumo se transformaban en fábricas de armamentos, no sólo podríamos poner a disposición de los programas más urgentes a 500.000 obreros alemanes, sino también a los cuadros directivos y las instalaciones fabriles correspondientes. Sin embargo, la mayoría de los jefes regionales se pronunciaron en contra de tales modificaciones. El Ministerio de Economía se mostró demasiado débil y yo, por mi parte, también lo era, como no tardaría en comprender.
Después de un lento y pesado proceso de comunicación mediante circulares en el que se rogó a los ministros del Reich relacionados con el asunto y a los departamentos del Plan Cuatrienal competentes que presentaran sus objeciones, el 26 de agosto Lammers convocó a todos los ministros a una reunión en la sala del Gabinete del Reich. Gracias a Funk, quien pronunció «con espíritu y humor su propia oración fúnebre», se pudo conseguir unanimidad para que en lo sucesivo toda la producción de guerra dependiera de mi Ministerio. Tanto si le gustaba como si no, Lammers tuvo que prometer que Bormann comunicaría esta resolución a Hitler. Unos días después Funk y yo nos dirigimos al cuartel general del
Führer
para obtener su aquiescencia definitiva.
Me llenó de asombro que Hitler, en presencia de Funk, interrumpiera mis explicaciones y me comunicara enojado que no quería seguir escuchándome, que Bormann le había advertido hacía unas horas que yo pretendía inducirlo a firmar una ley que no había sido debatida ni con el ministro Lammers ni con el mariscal del Reich y que no toleraba verse mezclado de aquel modo en nuestras rivalidades. Cuando intenté explicarle que Lammers, en su calidad de ministro del Reich, y tal como correspondía al desempeño de sus funciones, había conseguido la anuencia del delegado de Göring en el Plan Cuatrienal, me volvió a cortar la palabra de una manera inusitadamente seca:
—Me alegro de poder contar al menos con la lealtad de Bormann.
Estas palabras decían bien a las claras que me atribuía la intención de obrar a sus espaldas.
Funk comunicó a Lammers lo ocurrido; después nos dirigimos al encuentro de Göring, que se dirigía en su coche-salón hacia el cuartel general de Hitler desde su coto de caza, en las praderas del valle del Rominte. Al principio, también él se mostró airado; no hay duda de que alguien lo había puesto en guardia contra nosotros. Pero la amable elocuencia de Funk consiguió por fin romper el hielo e ir debatiendo punto por punto nuestra ley. Göring se manifestó conforme con todo después de que añadiéramos el siguiente artículo: «No quedan coartadas en forma alguna las atribuciones del mariscal del Gran Reich alemán en su calidad de encargado del Plan Cuatrienal». Una restricción irrelevante en la práctica, puesto que yo ya dirigía, a través de la Central de Planificación, la mayor parte de los sectores relacionados con el Plan Cuatrienal.
Göring firmó nuestro borrador como señal de su conformidad y Lammers manifestó, por medio de un telegrama, que no tenía nada que objetar al proyecto, y después también Hitler se mostró dispuesto a firmarlo, lo que hizo dos días más tarde, el 2 de septiembre. Había pasado de ministro de Armamentos y Munición a ministro de Armamentos y Producción Bélica.
La intriga de Bormann había fracasado. No presenté ninguna queja a Hitler. En vez de hacerlo, lo dejé reflexionar sobre si Bormann lo había servido con verdadera lealtad en este caso. La experiencia me había enseñado que era más prudente no airear sus maniobras y evitar a Hitler las situaciones embarazosas.
Estas resistencias, más o menos francas o encubiertas, contra la ampliación de mi Ministerio se debían sin duda a la alarma de Bormann, quien tenía que darse cuenta de que yo actuaba fuera del terreno que él controlaba y de que mi poder aumentaba continuamente. Por otra parte, mi trabajo me había llevado a tratar como camaradas a los jefes militares: Guderian, Zeitzler, Fromm, Milch y, ahora, Dönitz. También en el entorno de Hitler tenía buenas relaciones precisamente con quienes sentían aversión hacia Bormann: los generales Engel, Von Below y Schmundt, asistentes de Hitler en el Ejército de Tierra, en la Luftwaffe y en la Wehrmacht, respectivamente. Mantenía además una estrecha relación con el médico de cabecera de Hitler, el doctor Karl Brandt, quien también consideraba a Bormann un adversario personal.
Una noche, después de haber tomado algunas Steinhäger y varias cervezas con Schmundt, afirmó que yo era la gran esperanza del Ejército. Me dijo que los generales tenían plena confianza en mí, mientras que a Göring lo juzgaban con desprecio. Y concluyó, en tono un poco patético:
—Siempre podrá contar con el Ejército de Tierra, señor Speer; lo apoyará en todo.
No he comprendido jamás qué pretendía Schmundt con esta observación, aunque supongo que estaba confundiendo al Ejército con los generales. Con todo, tengo motivos para suponer que debió de expresarse en términos parecidos ante otras personas. Y, dado el reducido ámbito del cuartel general, sus manifestaciones tuvieron que llegar a oídos de Bormann.
Por la misma época —debió de ser hacia el otoño de 1943— Hitler me puso en una situación algo embarazosa cuando, antes de una reunión estratégica y en presencia de algunos colaboradores, nos saludó a Himmler y a mí como a «sus dos iguales». Dada su indiscutible posición de poder, al jefe nacional de las SS difícilmente podía agradarle que Hitler lo equiparara conmigo, fuera cual fuese el fin que perseguía al hacerlo. También Zeitzler me dijo en aquellos días, muy contento:
—¡El
Führer
está encantado con usted! Hace poco comentó que tenía grandes esperanzas puestas en usted, y que por fin ha nacido un nuevo sol después de Göring.
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Rogué a Zeitzler que no difundiera estas palabras. Pero como también llegaron a mis oídos a través de otras personas del entorno de Hitler, era seguro que Bormann se habría enterado de ellas. El poderoso secretario del
Führer
no tuvo más remedio que constatar que no había conseguido indisponerme con Hitler en el transcurso de aquel verano, sino todo lo contrario.
Y como Hitler era más bien parco en ese tipo de declaraciones elogiosas, Bormann debió de tomarse aquella como una seria amenaza a su posición. Yo era más peligroso para él porque no procedía de la jerarquía del Partido, que le era sumisa. A partir de aquel momento afirmó ante sus colaboradores que yo era no sólo un enemigo del Partido, sino que aspiraba ni más ni menos que a suceder a Hitler.
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Esta suposición no era del todo descabellada. Recuerdo haber mantenido con Milch algunas conversaciones al respecto.
No hay duda de que a Hitler se le presentaba un dilema para elegir a un sucesor: Göring estaba acabado; Hess se había descartado a sí mismo; Schirach había quedado fuera de combate a causa de las intrigas de Bormann; y este, Himmler y Goebbels no respondían al tipo de «hombre artístico» que Hitler imaginaba. Es probable que reconociera en mí rasgos afines a él: a sus ojos, yo era un artista de talento que en muy poco tiempo había conquistado una posición de peso en la jerarquía política y que también había demostrado capacidades especiales en el ámbito militar gracias a los éxitos obtenidos en el campo de los armamentos. Sólo en política exterior, el cuarto dominio de Hitler, no había destacado todavía. Puede que me viera como un genio artístico que había triunfado en la política y que, indirectamente, mi trayectoria vital le pareciera una confirmación de la suya.
En la intimidad yo llamaba a Bormann «el hombre con las tijeras de podar», pues se dedicaba a impedir que nadie destacara, y lo hacía con energía, astucia y brutalidad. Desde aquel momento, Bormann hizo todo lo que pudo para cercenar mi poder. A partir de octubre de 1943, los jefes regionales crearon un frente común contra mí, y un año después hubo momentos en los que quise abandonar mi cargo. La lucha entre Bormann y yo continuó hasta el final de la guerra. Hitler mantenía a raya a Bormann y, aunque no me dejaba de lado y me distinguía a veces con su favor, otras se volvía con dureza contra mí. Bormann no podía arrebatarme mi exitoso aparato industrial. Estaba tan estrechamente vinculado a mí que mi caída habría significado su fin y habría puesto en peligro la marcha de la guerra.
BOMBAS
A la embriaguez de los primeros meses, motivada por el establecimiento de mi nueva organización, su éxito y su reconocimiento, sucedió pronto una época de enormes preocupaciones y dificultades que crecían sin cesar. Los problemas no se debían sólo a la falta de trabajadores, la carencia de materias primas y las intrigas cortesanas: los bombardeos de las fuerzas aéreas inglesas y sus repercusiones en la producción me hicieron olvidar temporalmente a Bormann, Sauckel y la Central de Planificación, aunque al mismo tiempo constituían una de las bases de mi creciente prestigio, pues, a pesar de las mermas sufridas, nuestra producción iba en aumento.
Estos ataques llevaron la guerra al centro del país. La experimentábamos a diario en las ciudades incendiadas y aniquiladas, y esa visión nos espoleaba a rendir al máximo.
Tampoco la voluntad de resistencia de la población civil se quebrantó a causa de las penalidades que le fueron impuestas; al contrario, durante mis visitas a las fábricas de armamentos y en mis contactos con el hombre de la calle tuve más bien la impresión de un endurecimiento creciente. Es posible que la mengua en la producción, estimada en un 9%
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se viera ampliamente compensada por un mayor esfuerzo.
Las mermas más notables se debieron a las amplias medidas de defensa que hubo que adoptar. En 1943, diez mil cañones antiaéreos apuntaban al cielo desde el Reich y en el frente occidental;
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en Rusia podríamos haberlos empleado contra los tanques y otros objetivos terrestres. Sin aquel segundo frente, el antiaéreo en nuestro país, habríamos doblado la capacidad de las fuerzas antitanque. Además, la defensa antiaérea retenía a cientos de miles de jóvenes soldados. Un tercio de la industria óptica se dedicaba a producir aparatos de puntería para las baterías antiaéreas; cerca de la mitad de la producción de la industria electrotécnica eran radiotelémetros y dispositivos de comunicación para la defensa antiaérea. Por eso el equipamiento de nuestras tropas del frente quedó muy por detrás del de los ejércitos occidentales, a pesar del alto nivel de las industrias eléctrica y óptica alemanas.
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La primera idea de las duras pruebas que nos esperaban en 1943 la tuvimos en la noche del 30 al 31 de mayo de 1942, cuando los ingleses, reuniendo todas sus fuerzas, lanzaron un ataque aéreo contra Colonia con 1.046 bombarderos.