Le contesté que, en mi opinión, Hitler no miraba con benevolencia a Göring y le recomendé prudencia. Quizá fuera mejor no tratar de momento el asunto. Después de algunos tanteos, yo había optado por no seguir insistiendo. Goebbels se mostró de acuerdo:
—Es posible que tenga usted razón. Por ahora no podemos venirle al
Führer
con Göring. ¡Eso lo echaría todo a perder!
Los ataques masivos de la aviación enemiga, que se habían sucedido de manera continua durante semanas sin encontrar apenas oposición, debilitaron aún más la quebrantada posición de Göring. Cuando se mencionaba su nombre, Hitler se perdía en irritadas acusaciones contra los fallos de la estrategia aérea, y aquel día expresó repetidamente el temor de que si proseguían los bombardeos no sólo llegarían a destruir las ciudades, sino que también podrían infligir un daño irreparable en la moral del pueblo alemán; era víctima del mismo error que cometían los estrategas británicos en los bombardeos del territorio enemigo.
Hitler nos invitó a Goebbels y a mí a comer. Resulta curioso que en tales ocasiones no invitara también a Bormann, que de ordinario le resultaba imprescindible; lo trataba como a un simple secretario. Estimulado por Goebbels, se mostró más enérgico y conversador de lo que solía observar en mis visitas al cuartel general. Hitler aprovechó la ocasión para desahogarse, y, como casi siempre, hizo manifestaciones despectivas respecto a casi todos sus colaboradores, a excepción de nosotros, que estábamos presentes.
Después de la comida me pidieron que los dejara solos y pasaron juntos varias horas. No volví a ver a Hitler hasta la hora de la reunión estratégica. Después cenamos los tres juntos. Hitler hizo encender la chimenea. El criado trajo una botella de vino para nosotros y Fachinger para Hitler. Estuvimos reunidos hasta primeras horas de la madrugada en un ambiente distendido, casi agradable. Yo hablé muy poco, pues Goebbels sabía cómo entretener a Hitler; con gran elocuencia, frases brillantes, ironía en el momento adecuado, muestras de admiración allí donde Hitler las esperaba y sentimentalismo cuando la ocasión lo exigía, además de rumores y aventuras amorosas. Lo mezclaba todo magistralmente: teatro, películas y viejos tiempos. Y Hitler, como siempre, pedía a Goebbels que le contara muchas cosas sobre sus hijos; también esta noche las palabras de los pequeños, sus juegos preferidos y sus observaciones muchas veces acertadas lo distrajeron de sus preocupaciones.
Cuando Goebbels acertaba a emplear el recuerdo de los viejos tiempos de dificultades y su posterior superación para robustecer la confianza de Hitler en sí mismo y halagar su orgullo, que tan pocas satisfacciones encontraba en la sobriedad del trato militar, Hitler, por su parte, se mostraba agradecido elogiando los servicios prestados por su ministro de Propaganda, con lo que aumentaba a su vez la confianza de este. En el Tercer Reich, la gente gustaba de hacerse alabanzas mutuas y de acreditarse unos a otros sin cesar.
A pesar de todo, Goebbels y yo habíamos acordado mencionar nuestros proyectos para impulsar el Consejo de Ministros para la Defensa del Reich. Ya se había creado un ambiente apropiado para nuestro objetivo, que debía exponerse con mucho cuidado para que Hitler no lo consideraba una crítica indirecta a su manera de gobernar, cuando aquella situación idílica ante el fuego se vio bruscamente interrumpida por la noticia de que se había lanzado un duro ataque aéreo contra Nuremberg. Como si presintiera nuestros propósitos, o quizá advertido por Bormann, Hitler hizo una escena que pocas veces había tenido ocasión de presenciar. Mandó sacar inmediatamente de la cama al general de brigada Bodenschatz, asistente en jefe de Göring, y lo colmó de durísimos reproches contra el «inepto mariscal del Reich». Goebbels y yo tratamos de calmarlo y finalmente conseguimos que se moderara. Sin embargo, nuestro trabajo preparatorio no nos llevó a ningún sitio; también a Goebbels le pareció aconsejable abandonar el tema por el momento, aunque todas las expresiones de reconocimiento de Hitler hicieron que sintiera muy reforzada su posición política. No volvió a hablar de «crisis del
Führer
». Al contrario, parecía como si aquella noche hubiera recuperado su antigua confianza en él. Con todo, decidió que la lucha contra Bormann debía proseguir.
El 17 de marzo, Goebbels, Funk, Ley y yo nos reunimos con Göring en su palacio de la Leipziger Platz de Berlín. Göring nos recibió de manera oficial en su despacho, sentado en su butaca estilo Renacimiento tras una mesa descomunal. Los demás nos sentamos frente a él en incómodas sillas. Por el momento, la cordialidad del Obersalzberg había desaparecido; parecía como si Göring hubiera lamentado
a posteriori
su franqueza.
Sin embargo, mientras los demás permanecíamos sentados casi sin hablar, Göring y Goebbels no tardaron en enzarzarse en una conversación en la que pintaron con vivos colores los peligros que suponía el triunvirato que rodeaba a Hitler, perdiéndose en esperanzas e ilusiones sobre nuestras posibilidades de librarlo de su aislamiento. Goebbels parecía haber olvidado por completo el desprecio que Hitler había manifestado hacia Göring unos días antes. Ambos veían la meta ante sus ojos. Göring, alternando como siempre la apatía con la euforia, minimizaba la influencia de la camarilla del cuartel general:
—¡Tampoco tenemos que sobrevalorarlos, señor Goebbels! En realidad, Bormann y Keitel no son sino secretarios del
Führer
. No sé qué se habrán creído. ¡En cuanto a poder oficial, son unos ceros a la izquierda!
Lo que más parecía inquietar a Goebbels era que Bormann pudiera utilizar su contacto directo con los jefes regionales para organizar en todo el Reich focos de resistencia contra nuestras aspiraciones. Recuerdo cómo intentó movilizar a Ley, en su calidad de jefe de Organización del Partido, contra Bormann, y finalmente propuso que el Consejo de Ministros para la Defensa del Reich gozara del derecho de emplazar a los jefes regionales para pedirles cuentas sobre sus actividades. Propuso que se celebraran reuniones cada semana y, sabiendo que Göring difícilmente acudiría a ellas con tanta frecuencia, añadió que podía hacerse cargo de la presidencia en funciones en el caso de que aquel no pudiera asistir a alguna.
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Sin ver sus intenciones, Göring dio su consentimiento. Las viejas rivalidades seguían actuando en la gran lucha por el poder. Hacía ya mucho tiempo que los obreros que Sauckel decía proporcionar a la industria y que solía anunciar a Hitler con pretenciosas explicaciones no concordaban con el número real de trabajadores que había en las fábricas. La diferencia era de unos cientos de miles de personas. Así pues, propuse a nuestra coalición unir las fuerzas para obligar a Sauckel, la avanzadilla de Bormann, a facilitar datos fidedignos.
Por orden de Hitler se había construido cerca de Berchtesgaden un gran edificio en estilo rural bávaro para alojar la Cancillería del Reich. Lammers y sus más estrechos colaboradores despachaban en él los asuntos de la Cancillería durante las largas estancias de Hitler en el Obersalzberg. A través del señor de la casa, Lammers, Göring convocó a nuestro grupo, junto con Sauckel y Milch, en la sala de reuniones para el día 12 de abril de 1943. Antes de comenzar la sesión, Milch y yo repetimos a Göring nuestras aspiraciones. El se frotó las manos y dijo:
—¡Ya veréis cómo os lo arreglo!
Pero, sorprendentemente, Himmler, Bormann y Keitel también acudieron a la reunión. Para colmo de desgracias, nuestro aliado Goebbels se disculpó diciendo que poco antes de llegar a Berchtesgaden había sufrido un cólico nefrítico y guardaba cama en su coche especial. Aún hoy sigo sin saber si se debió a su buen olfato. Aquel día se acabó nuestra alianza. Sauckel puso en duda que faltaran 2.100.000 trabajadores, se remitió a los buenos resultados de su trabajo, con el que había cubierto todas las necesidades planteadas, y se mostró colérico cuando le dije que sus cifras no se ajustaban a la realidad.
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Milch y yo esperábamos que Göring pidiera aclaraciones a Sauckel y que, acto seguido, lo obligara a modificar su política de reclutamiento de trabajadores. Pero en vez de eso, y para horror nuestro, Göring inició un vivo ataque contra Milch e, indirectamente, contra mí. Dijo que era increíble que Milch causara tales dificultades. ¡Nuestro buen compañero Sauckel, que trabajaba con tanto afán y había logrado tales éxitos…! Desde luego, él le estaba muy agradecido. Milch, sencillamente, se mostraba ciego ante los logros de Sauckel… Parecía como si Göring hubiese puesto en el gramófono un disco equivocado. En la larga discusión que siguió sobre los trabajadores que faltaban, cada uno de los ministros asistentes dio su opinión al respecto, aunque no sabían nada del tema. Himmler dijo muy en serio que a lo mejor aquellos cientos de miles de obreros habían muerto.
La reunión resultó un fracaso. No sólo no conseguimos poner en claro la cuestión de la mano de obra que faltaba, sino que también fracasó la batalla contra Bormann.
Al terminar, Göring me llevó aparte y me dijo:
—Sé que a usted le gusta trabajar con Milch, mi subsecretario. Pero quisiera prevenirlo amistosamente contra él. No es de fiar y, cuando se trata de su propio interés, no respeta ni al mejor de sus amigos.
Informé a Milch de estas palabras enseguida y se echó a reír:
—Hace unos días, Göring me dijo exactamente lo mismo de ti.
Los intentos de Göring para sembrar la desconfianza eran justo lo contrario de lo que habíamos convenido: formar un bloque. Por pura desconfianza, las amistades se consideraban una amenaza.
Algunos días después de esta reunión, Milch me dijo que Göring había caído en desgracia porque la Gestapo había obtenido pruebas de su adicción a la morfina. Hacía tiempo que Milch me había hecho notar la dilatación de sus pupilas. Durante el proceso de Nuremberg mi abogado, el doctor Fläschner, me confirmó que era morfinómano desde antes de 1933: él mismo lo había defendido en un proceso incoado contra él por empleo irregular de morfina.
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Es probable que los motivos económicos tuvieran que ver con el fracaso de nuestro proyecto de movilizar a Göring contra Bormann, pues, según se desprende de uno de los documentos de Nuremberg, Bormann había entregado a Göring seis millones de marcos procedentes de la «Contribución Adolf Hitler de la Industria alemana».
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Después del fracaso de nuestra alianza, Göring recuperó algo de su actividad, aunque, sorprendentemente, la empleó contra mí. Muy en contra de su costumbre, unas semanas después me ordenó que invitara a una reunión en el Obersalzberg a los principales directores de la industria siderúrgica. La reunión tuvo lugar en torno a las mesas de dibujo forradas de papel de mi casa-taller, y sólo el extraño comportamiento de Göring la hace digna de mención. Se presentó eufórico, con las pupilas ostensiblemente contraídas, y dio a los asombrados especialistas de la industria siderúrgica una prolija conferencia sobre la producción de hierro, luciendo todos sus conocimientos sobre altos hornos y metalurgia, a la que siguió una sarta de lugares comunes: había que producir más; no había que resistirse a las innovaciones; la industria se encontraba anclada en la tradición; tenía que aprender a sacudirse sus rémoras, etc. Tras un torrente de palabras que duró dos horas, el habla de Göring fue perdiendo agilidad y su expresión se hizo cada vez más ausente hasta que apoyó sin más la cabeza sobre la mesa y se durmió con placidez. Consideramos lo más oportuno ignorar al mariscal del Reich, que descansaba en todo el esplendor de su uniforme, aunque sólo fuera por no ponerlo en una situación embarazosa, y continuamos discutiendo nuestros problemas hasta que se despertó y declaró finalizada la sesión.
Al día siguiente Göring había dispuesto celebrar una conferencia sobre el programa de radares que terminó con un fracaso semejante. De nuevo hizo gala de un espléndido humor y de una actitud mayestática mientras, sin el menor conocimiento del asunto, propinaba una lección tras otra a los especialistas presentes, terminando con una nube de disposiciones. Después de que abandonara la reunión, el trabajo fue mío para remediar todos aquellos desaguisados sin desautorizarlo explícitamente. De todos modos, el episodio fue tan grave que me vi obligado a informar a Hitler, quien convocó en el cuartel general a los industriales del ramo tan pronto como pudo (el 13 de mayo de 1943) con objeto de restablecer el prestigio del Gobierno.
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Algunos meses después del fracaso de nuestros planes me encontré con Himmler en los terrenos del cuartel general. Me dijo sin preámbulos y con voz amenazadora:
—Considero inoportuno que intente usted de nuevo impulsar la actividad del mariscal del Reich.
De todos modos, eso ya no era posible. Göring había recaído en su letargo, esta vez definitivamente. Cuando despertó ya estábamos en Nuremberg.
EL SEGUNDO HOMBRE DEL ESTADO
Algunas semanas después del fiasco de nuestra asociación, Goebbels se apresuró a reconocer en Bormann, a comienzos de mayo de 1943, las cualidades que había atribuido a Göring poco antes. Garantizó que, en lo sucesivo, sus informes a Hitler pasarían por él, y le rogó que se encargara de pedirle que tomara ciertas decisiones. Bormann recompensó esta sumisión con sus servicios. Goebbels había tachado a Göring de su lista; ya sólo había que apoyarlo como figura representativa.
Ahora Bormann tenía más poder. Aunque debía de haberse enterado de mi fracasado intento de destronarlo, como después de todo no podía saber si no llegaría el día en que pudiera necesitarme, se mostraba muy amable conmigo e insinuó que podía hacer lo mismo que Goebbels: ponerme de su lado. No obstante, el precio me pareció demasiado alto: habría terminado dependiendo de él.
También Goebbels siguió manteniendo un estrecho contacto conmigo, pues todavía teníamos un objetivo común: acaparar todas las reservas nacionales, sin reparar en los medios. Seguro que me mostré demasiado confiado con él; me cautivaban su deslumbrante cordialidad y su impecable comportamiento casi tanto como su fría lógica.
Así pues, en apariencia las cosas cambiaron poco. El mundo en que vivíamos nos obligaba a la hipocresía, al disimulo, a la perfidia. Entre rivales pocas veces se decía nada con sinceridad: cualquier palabra podía llegar desvirtuada a oídos de Hitler, con cuya volubilidad se contaba para conspirar; era un juego felino en el que siempre alguien ganaba y alguien perdía. Sin ningún escrúpulo, también yo jugaba a tejer relaciones en aquel teclado disonante.