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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (70 page)

BOOK: Albert Speer
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Himmler sometió a mi consideración una idea de vasto alcance que había meditado a fondo. A pesar de todos los esfuerzos de Saur, las SS se habían apropiado, durante mi enfermedad, de la importante factoría de armamentos húngara Manfred-Weiss. Himmler me explicó que quería crear en torno a aquel núcleo un gran consorcio económico y me pidió que le sugiriera un especialista para ocuparse de tan gigantesca empresa. Tras reflexionar unos instantes le propuse para el cargo a Paul Pleiger, que había levantado grandes empresas de acero para el Plan Cuatrienal y que era un hombre enérgico y obstinado que, dadas sus numerosas relaciones con la industria, no se lo pondría fácil a Himmler para ampliar desmesuradamente su compañía. Pero a Himmler no le gustó mi consejo y no volvió a hablarme de sus planes de futuro.

Tres de los colaboradores de Himmler, Pohl, Jüttner y Berger, eran hombres medianamente bonachones, a pesar de su forma terca y desconsiderada de negociar: tenían esa clase de banalidad que en una primera impresión resulta agradable. Sin embargo, otros dos colaboradores exteriorizaban la misma frialdad que su jefe: tanto Heydrich como Kammler eran rubios, de ojos azules y cráneo alargado, siempre bien vestidos y bien educados. Los dos eran capaces de adoptar decisiones inesperadas en cualquier momento y sabían imponerlas con una rara tenacidad frente a toda clase de resistencias. La elección de Kammler era significativa porque, a pesar de todo su fanatismo ideológico, en cuestiones de personal no daba ningún valor al hecho de que alguien fuera un viejo miembro del Partido; para Himmler era más importante haber encontrado a un hombre enérgico, de comprensión rápida y exceso de celo. En primavera de 1942 Himmler nombró a Kammler, hasta entonces un alto funcionario del Ministerio del Aire, jefe de construcciones de las SS y en verano de 1943 lo destinó al programa de desarrollo de cohetes. Durante la colaboración que resultó de este nombramiento, el nuevo hombre de confianza de Himmler demostró ser un hombre calculador, frío, despiadado, fanático en la persecución de sus metas, que sabía definir con tanto cuidado como falta de escrúpulos.

Himmler le asignaba una misión tras otra y lo acercaba a Hitler siempre que podía; pronto empezaron a circular rumores de que pretendía que Kammler fuera mi sucesor.
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En ese tiempo me agradaba la objetiva frialdad de aquel hombre que era mi asociado en muchas tareas, mi rival en cuanto a su supuesta posición futura y mi reflejo en su forma de trabajar y su trayectoria; también él procedía de una familia burguesa acomodada, tenía estudios universitarios, había sido descubierto por su actividad en el ramo de la construcción y había hecho una rápida carrera en campos que, en el fondo, no eran de su especialidad.

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Durante la guerra, el número de trabajadores determinaba en gran medida la capacidad de las empresas. Ya a principios de los años cuarenta, y después con una rapidez creciente, las SS comenzaron a montar campos de trabajo en secreto y a procurar que se llenaran. En una carta del 7 de mayo de 1944, el jefe de sección Schieber me hizo notar que las SS aspiraban a emplear su poder para obtener la mano de obra necesaria para llevar a cabo su expansión económica. Además, las SS tendían cada vez más irreflexivamente a sustraer mano de obra extranjera de nuestras fábricas, arguyendo transgresiones insignificantes que les permitían detener a los delincuentes y llevarlos a sus propios campos.
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Mis colaboradores estimaron que durante la primavera de 1944 las SS nos habían quitado por este procedimiento entre 30.000 y 40.000 trabajadores al mes. Por consiguiente, a comienzos de junio de 1944 expliqué a Hitler que yo «no podía resistir una reducción anual de 500.000 trabajadores, menos aún teniendo en cuenta que en gran parte se trataba de obreros cualificados a los que había costado gran trabajo instruir». Estos hombres «debían ser devueltos lo antes posible a su profesión primitiva». Hitler me prometió que después de mantener una entrevista con Himmler y conmigo decidiría a mi favor.
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Pero Himmler, tanto delante de mí como de Hitler, se limitó sencillamente a negar que se llevaran a cabo tales prácticas, a pesar de la incuestionable realidad.

Los mismos prisioneros, según pude confirmar en ocasiones, temían la creciente ambición económica de Himmler. Recuerdo un recorrido que hice en verano de 1944 por las fábricas de acero de Linz, un lugar en que los prisioneros se movían con libertad entre el resto de los trabajadores. Estaban al pie de las máquinas montadas en las naves de la fábrica y servían de auxiliares a los obreros cualificados, que conversaban despreocupadamente con ellos. No los vigilaban hombres de las SS, sino soldados del ejército. Cuando nos encontramos con un grupo de veinte rusos, les pregunté por medio del intérprete si estaban satisfechos del trato que se les daba. Dijeron que sí con gestos de apasionada aprobación. Su aspecto confirmaba lo que decían; al contrario que los hombres que se iban consumiendo lentamente en las cuevas de la fábrica mixta, estaban bien alimentados. Y cuando, por decirles algo, les pregunté si no preferirían regresar al campo de donde procedían, vi que se asustaban; sus rostros expresaron un terror no disimulado.

No seguí haciendo preguntas. ¿Para qué? En el fondo sus caras ya lo decían todo. Cuando hoy trato de profundizar en las sensaciones que experimenté entonces; cuando, después de toda una vida, intento averiguar lo que realmente me guiaba, si la lástima, la irritación, la pena o el enojo, me parece que la desesperada carrera contra el tiempo, la testarudez obsesiva por las cifras de producción se superpusieron a todas las consideraciones y sentimientos de humanidad. Un historiador americano ha dicho de mí que yo amaba más a las máquinas que a los seres humanos.
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No le falta razón; me doy cuenta de que ver a hombres sufriendo sólo influía en mis sensaciones, no en mi forma de comportarme. En el nivel emotivo me permitía el sentimentalismo, pero en el nivel de las decisiones, por el contrario, seguía dominando el principio de la utilidad. En el proceso de Nuremberg, el empleo de prisioneros en las fábricas de armamentos fue motivo de acusación y de reproche contra mí.

El tribunal estableció que mi culpa habría sido mayor si, oponiéndome a Himmler, hubiera conseguido incrementar el número de nuestros prisioneros y, con ello, las posibilidades de supervivencia de algunos hombres más. Paradójicamente, hoy me sentiría mejor si hubiera sido más culpable en este sentido. Pero ni los criterios de Nuremberg ni la enumeración de las víctimas salvadas inciden en lo que actualmente siento. Lo que me intranquiliza mucho más es no haber visto reflejada en las caras de aquellos prisioneros la fisonomía del régimen, cuya existencia yo trataba tan obsesivamente de prolongar en aquellas semanas y meses. No supe ver la posición moral que había fuera del sistema y que yo debería haber adoptado, y a veces me pregunto quién era aquel joven, tan extraño a mí, que hace veinticinco años recorría la sala de máquinas de la fábrica de Linz o descendía a las galerías de la fábrica mixta.

Un día, allá por el verano de 1944, recibí la visita de mi amigo Karl Hanke, jefe regional de la Baja Silesia. En años anteriores me había hablado mucho de las campañas polaca y francesa; al informarme de los muertos y heridos, de dolores y tormentos, se había mostrado como un hombre compasivo. Esta vez, sin embargo, sentado en un sillón de cuero verde de mi despacho, parecía confuso y hablaba a trompicones. Me dijo que no aceptara nunca el ofrecimiento de visitar un campo de concentración en la Alta Silesia. Nunca, bajo ningún concepto. Había visto allí algo que no le estaba permitido describir, y tampoco podría hacerlo aunque quisiera.

No le hice ninguna pregunta, ni tampoco a Himmler, ni a Hitler, ni hablé de ello con mis amigos. No hice ninguna investigación. No quería saber lo que estaba ocurriendo allí. Debía de tratarse de Auschwitz. En aquel momento, mientras Hanke me ponía sobre aviso, toda mi responsabilidad se hacía real. Tuve que pensar sobre todo en aquellos instantes cuando en el proceso de Nuremberg constaté frente al tribunal internacional que yo, como miembro destacado de la jefatura del Reich, tenía que correr con parte de la responsabilidad por todo lo que había ocurrido, pues a partir de aquel momento quedé moralmente aprisionado de forma irremediable por los crímenes, ya que, por miedo a descubrir algo que me habría obligado a ser consecuente, cerré los ojos. Mi ceguera voluntaria contrarresta todo lo positivo que quise y debí hacer en el último período de la guerra. Comparadas con esta ceguera, mis actividades se reducen a nada. Precisamente porque en aquella ocasión fallé, aún hoy me sigo sintiendo personalmente responsable de Auschwitz.

CAPÍTULO XXVI

OPERACIÓN VALQUIRIA

Durante un vuelo sobre una planta hidrogenadora destruida por las bombas me sorprendió la precisión con que las flotas de bombarderos aliados hacían blanco en sus objetivos. De repente cruzó por mi cabeza el pensamiento de que, con esa exactitud, a los aliados tendría que resultarles muy fácil destruir todos los puentes del Rin en un solo día. Los expertos a quienes encomendé señalar la situación de esos puentes en las fotografías aéreas de los campos de cráteres abiertos por las bombas confirmaron mis temores. Me ocupé a toda prisa de que se prepararan las vigas metálicas adecuadas para poder, en caso necesario, reparar los puentes con rapidez. Además, ordené construir diez transbordadores y un buque-puente.
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Diez días más tarde, el 29 de mayo de 1944, escribí preocupado a Jodl: «Me atormenta la idea de que un día puedan destruir todos los puentes del Rin, algo que, de acuerdo con la densidad de los bombardeos de los últimos meses, podría llegar a suceder. ¿En qué situación nos encontraríamos si el enemigo, después de cortar el paso a los ejércitos que se encuentran en los territorios occidentales ocupados, efectuara sus desembarcos en la costa alemana del mar del Norte en lugar de hacerlo por la parte de la muralla del Atlántico? Creo que eso sería perfectamente posible, pues el enemigo cuenta con una superioridad aérea absoluta, primera condición para el éxito de un desembarco en la costa norte de Alemania. En cualquier caso, de hacerlo así sus pérdidas serían menores que las que podría sufrir atacando directamente la muralla del Atlántico».

Apenas disponíamos de tropas en suelo alemán. Mis temores me decían que si se ocupaban, mediante unidades de paracaidistas, los campos de aviación de Hamburgo y Bremen y acto seguido se tomaban, lo que requeriría pocas fuerzas, los puertos de estas ciudades, los ejércitos de invasión podrían ocupar Berlín e incluso Alemania entera en unos cuantos días sin hallar resistencia, puesto que los tres ejércitos que combatían en el Oeste no podrían pasar el Rin y los del frente oriental se encontrarían inmovilizados por los duros combates defensivos y, además, estarían demasiado lejos para poder intervenir a tiempo.

Esos temores eran casi tan peregrinos como las ideas que a veces tenía Hitler. En mi siguiente estancia en el Obersalzberg, Jodl me dijo con ironía que, para colmo, yo me había pasado al grupo de estrategas, pero Hitler no descartó mi idea. El 5 de junio de 1944, Jodl anotó en su diario: «Deben crearse en Alemania unas formaciones tales que, en caso de necesidad, puedan incorporar a los soldados de permiso y a los convalecientes al producirse una emergencia. Speer pondrá a su disposición las armas que se requieran para una acción de choque. Siempre hay unos 300.000 soldados de permiso en casa, lo que supone entre diez y doce divisiones».
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Esta idea había sido estudiada desde mucho antes sin que Jodl ni yo lo supiéramos. Desde mayo de 1942, bajo el nombre de «Operación Valquiria», se habían tomado disposiciones para reunir rápidamente, en caso de disturbios o de situaciones de emergencia, las unidades que se encontraran en Alemania.
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Ahora el asunto despertó el interés de Hitler y el 7 de junio de 1944 se celebró una reunión en el Obersalzberg para tratarlo; en ella, además de Keitel y Fromm, participó también el coronel Von Stauffenberg.

El conde Stauffenberg había sido elegido por el general Schmundt, asistente jefe de Hitler, para ocuparse, como jefe del Estado Mayor, del trabajo de Fromm, que daba muestras de fatiga. Según me dijo Schmundt, Stauffenberg era considerado uno de los oficiales más inteligentes y capacitados de todo el ejército alemán.
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El mismo Hitler me invitó en ocasiones a colaborar estrecha y confidencialmente con él. A pesar de las graves heridas sufridas, Stauffenberg conservaba un encanto juvenil y tenía un aire extrañamente poético y preciso al mismo tiempo; lo habían marcado dos experiencias formativas aparentemente irreconciliables: el círculo del poeta Stefan George y el Estado Mayor. Nos habríamos llevado bien incluso sin los comentarios de Schmundt. Después del suceso que ha quedado indisolublemente unido a su nombre he reflexionado a menudo sobre él y no he encontrado ningún pensamiento que lo defina tan bien como este de Hölderlin: «Un carácter extremadamente antinatural y absurdo si no es visto a la luz de las circunstancias que impusieron esta forma rígida a su delicado espíritu».

Las reuniones prosiguieron el 6 y el 8 de julio. Además de Hitler, alrededor de la mesa redonda situada junto a la gran ventana de la sala de estar del Berghof se sentaban Keitel, Fromm y otros oficiales; Von Stauffenberg, que llevaba una cartera muy abultada, tomó asiento junto a mí y explicó el plan de acción de la «Operación Valquiria». Hitler lo escuchaba atentamente y en la discusión que siguió aceptó la mayoría de sus propuestas. Al final decidió que, en caso de haber acciones combativas dentro del territorio del Reich, a los mandos militares les correspondía un poder ejecutivo ilimitado, mientras que los departamentos políticos —por consiguiente, sobre todo los jefes regionales en su calidad de comisarios de defensa del Reich— sólo actuarían como asesores. Esto significaba que las autoridades militares podían dar todas las instrucciones necesarias directamente a los departamentos estatales y municipales, sin necesidad de consultar a los jefes regionales.
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Ya fuera por casualidad o porque estaba preparado así, en aquellos días se hallaban reunidos en Berchtesgaden los principales militares conjurados, los mismos que, tal y como sé hoy, habían acordado unos días antes con Stauffenberg llevar a cabo el atentado contra Hitler con una bomba que tenía dispuesta el general de brigada Stieff. El 8 de julio me entrevisté con el general Friedrich Olbricht para discutir sobre la incorporación de trabajadores al Ejército, ya que no había podido ponerme de acuerdo en este sentido con Keitel, con quien había estado hablando poco antes. Como tantas otras veces, volvió a lamentarse de las dificultades que ocasionaría dividir en cuatro la organización de la Wehrmacht. Señaló también que resolviendo ciertas anomalías sería posible trasladar a cientos de miles de jóvenes soldados de la Luftwaffe al Ejército de Tierra.

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