Alas de fuego (4 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas de fuego
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Sólo obtuvo por respuesta el despiadado sonido de la puerta de la celda al cerrarse de un golpe y dejarla a solas con su dolor.

Ahriel parpadeó y trató de moverse. Gimió. Sentía su piel ardiendo, como ulcerada por algún tipo de ácido, aunque sabía que lo que le habían puesto, fuera lo que fuese, no le había producido herida alguna.

Pero dolía. Dolía mucho, como si su piel no soportase el contacto con aquella cosa.

Trató de pensar con claridad. El extraño personaje que le había hecho aquello podía ser un nigromante o un sacerdote de algún dios maligno. Se estremeció. Todavía se negaba a creer que María tuviese contactos con individuos de aquella calaña. Aunque... ¡sí!, aquello lo explicaba todo. La joven había caído bajo la influencia de alguna secta perversa que empleaba la magia negra para oscuros fines. Ellos habían corrompido su alma.

Trató de levantarse, ignorando el dolor. Debía rescatar a María. Debía...

Perdió el equilibrio y cayó al suelo de nuevo. Entonces, horrorizada, comprendió por qué Kab había traído al nigromante a su celda, y qué era lo que le habían hecho.

Aquello que le quemaba la piel, y que antes había sido una serpiente enrollada en torno al nacimiento de sus alas, se había convertido en un cepo, un cepo cerrado con magia negra.

Le habían inmovilizado las alas.

Trató de calmarse mientras recuperaba fuerzas e intentaba olvidar el dolor que le producía el contacto con aquella cosa.

Durante las horas siguientes se esforzó por librarse del cepo para poder recuperar la movilidad de las alas. Primero utilizó el poder de su aura, pero el artefacto reaccionó con violencia, produciéndole más dolor, y comprendió que sólo una magia negra semejante a la que lo había creado lograría abrir el cepo. Aun así, trató de sacárselo a la fuerza. Tampoco lo logró.

Ahriel, atormentada por el dolor y la desesperación, fue debilitándose cada vez más mientras hacía todo lo posible por liberar sus alas. Cuando, agotada, cayó de nuevo sobre el suelo, una sola idea martilleaba su mente. Jamás volvería a volar.

Para un ángel, aquello era peor que la muerte.

El dolor la persiguió y la torturó hasta que logró hacerle perder de nuevo la consciencia. Por ello, Ahriel no se percató de la presencia de los hombres que entraron en la mazmorra, horas más tarde, para sacarla de allí.

III

Cuando Ahriel recuperó la consciencia, lo primero que sintió fue el espantoso dolor que le producía el cepo que había atrapado sus alas.

Lo segundo fue el frío.

Abrió los ojos lentamente. La luz hirió sus pupilas. Una ráfaga de viento helado recorrió su cuerpo. «¿Dónde estoy?», se preguntó. Se incorporó, con cuidado. Aún se sentía débil, pero los efectos del narcótico iban remitiendo. Alzó la
cabeza,
y miró a su alrededor.

Ante ella, bajo una tenue luz crepuscular, se extendía un paisaje árido y brumoso que llegaba hasta el mismo horizonte. La piel de la tierra era pura roca, pedregosa y yerma, y sólo los picachos retorcidos y puntiagudos de la cordillera alteraban aquel panorama desolador. Ahriel se estremeció. No había nada vivo en aquel lugar, por más que el viento, que silbaba furiosamente en sus oídos, se esforzase por ser considerado como tal.

Ahriel frunció el ceño. No conocía aquel lugar. En sus diecisiete años de servicio en Karish había recorrido todo el reino, y no recordaba haber visto nunca un paisaje semejante. «¿Por qué me han traído aquí?», se preguntó. Era muy consciente de que no había salido de la celda por su propio pie. Después de pensarlo un poco, supuso que María había decidido enviarla lejos para que no interfiriera en sus planes.

«Oh, pero no voy a quedarme aquí», se dijo el ángel. «Tengo una misión que cumplir.»

A su mente regresaron, con total claridad, todos los detalles de lo que había sucedido tras el asesinato del conde Aren. Cuando recordó al hombre que le había inutilizado las alas, un escalofrío recorrió su espina dorsal, y el cepo pareció oprimirla más. Ahriel sintió el dolor con mayor intensidad, y no pudo reprimir un gemido.

—Tengo que salvar a María de las garras de esos miserables —murmuró.

El sonido de su propia voz la reconfortó un poco. Probó a levantarse. Las piernas le temblaban todavía, pero no fue eso lo que hizo que Ahriel cayese de nuevo al suelo con estrépito. El ángel intentó levantarse otra vez y se tambaleó. Comprendió entonces que, aunque las piernas parecían haber recuperado fuerzas, tenía dificultades para mantener el equilibrio ahora que no podía mover las alas. Suspiró. Se sentó de nuevo en el suelo y meditó sobre su siguiente movimiento.

Estaba inválida y desarmada en medio de un desierto. De haber podido volar, su primera reacción habría sido elevarse muy alto en el aire para reconocer el terreno y averiguar en qué dirección quedaba Karishia. Ahora, no le quedaba más remedio que caminar.

Suspiró de nuevo y, lentamente, se puso en pie. Trató de mantener el equilibrio. Después dio un par de pasos, titubeante. Cayó otra vez, magullándose las rodillas. Volvió a levantarse. Una y otra vez.

Hasta que, por fin, logró acostumbrarse a caminar de aquella manera, sin poder utilizar sus alas para guardar el equilibrio; porque, aunque las alas seguían allí, ahora no eran más que un peso muerto a su espalda.

Entonces se detuvo para otear el horizonte. Poseía la clara visión que caracterizaba a todos los ángeles, y pudo distinguir una columna de humo que se elevaba en el horizonte, entre las montañas. Tambaleándose, se dirigió hacia allá.

La noche cayó sobre ella cuando alcanzaba la base de la cordillera. Era una noche oscura, sin estrellas. Ahriel tuvo que renunciar a seguir caminando. Se sentó al abrigo de una enorme roca, se envolvió en su delgada túnica blanca y se hizo un ovillo sobre el suelo, tiritando. Hacía mucho frío, y el cepo no le permitía pegar las alas al cuerpo para envolverse en ellas y entrar así en calor.

Temblando de frío, Ahriel se sumió en un sueño ligero. Sin embargo, sus sentidos seguían alerta; si alguien se acercaba, por mucho cuidado que pusiese en ir con sigilo, estaría despierta mucho antes de que lograse llegar hasta ella.

Horas más tarde, un trueno la hizo levantarse de un salto, instintivamente, antes incluso de poder despertarse del todo. Cuando se hizo cargo de la situación, el hecho de seguir sola no la tranquilizó lo más mínimo. Pesadas y oscuras nubes cubrían el cielo nocturno, y el aire venía cargado de humedad. Pero no llevaba consigo la frescura de la lluvia, sino un olor rancio, putrefacto y pegajoso. Ahriel se apresuró a buscar cobijo, y encontró una abertura en la roca justo cuando el cielo comenzaba a descargar sobre la tierra una pesada lluvia torrencial. Ahriel advirtió enseguida que lo que caía era una nauseabunda agua enfangada. Se alegró de haberse dejado llevar por el instinto y haber buscado refugio. El barro se habría adherido a sus alas, petrificando sus plumas al secarse. Pero el dolor que le producía el cepo le recordó enseguida que, de todas formas, ya no podía volar.

Se volvió para examinar el refugio, y se dio cuenta de que era más profundo de lo que había supuesto en un principio. Eso la inquietó, y se dijo que no debería haber entrado allí sin comprobar antes si la cueva estaba habitada o no. Era aquel lugar, se dijo, lo que producía un extraño efecto en ella. Eso, y el cepo que seguía dolorosamente aferrado a su espalda, y que trataba inútilmente de olvidar. En otras circunstancias no habría cometido aquel error.

Se llevó la mano al cinto y recordó que estaba desarmada. Respiró hondo. Percibió algo aparte del olor pútrido de la lluvia.

Tal y como había supuesto, había algo vivo en aquella caverna.

Trató de serenarse. No estaba totalmente indefensa. Aunque no pudiera volar y sus movimientos fuesen todavía torpes hasta que se acostumbrase a prescindir de las alas para equilibrarse, aunque estuviese débil y desarmada, aún podría defenderse si la atacaban.

O al menos eso pensaba, hasta que vio a la criatura que se abalanzaba sobre ella desde la oscuridad.

Era un enorme gusano, o eso parecía. Arrastraba su largo cuerpo contrahecho sobre repugnantes patitas rosadas que parecían haber sido colocadas al azar y manoteaban en el aire buscando algo a lo que adherirse. La bestia avanzaba moviendo múltiples apéndices sobre su rostro ciego, que tanteaban las paredes del túnel, descubriendo una espantosa boca torcida y babeante.

Ahriel se quedó paralizada. Nunca había visto nada igual, pero, sobre todo, jamás había sentido nada como lo que le transmitía la criatura: por encima de la rabia y el hambre, por encima de su intención asesina, aquella pobre bestia sentía un dolor indescriptible. Ahriel comprendió enseguida por qué: el ser parecía haber salido de la delirante creación de un loco. Era como si alguien hubiese querido moldear con barro algún tipo de figura y la hubiese dejado a mitad. Era una criatura deforme, imperfecta, incompleta. Y su cuerpo contrahecho le producía un dolor espantoso.

Fue este descubrimiento lo que impidió a Ahriel reaccionar antes de que el monstruoso gusano lanzase sus apéndices sobre ella. El ángel saltó hacia atrás, pero no pudo evitar que uno de los viscosos tentáculos la golpease con una fuerza extraordinaria, lanzándola contra las rocas. Ahriel gimió de dolor. Se arrastró como pudo tras las rocas, hacia la salida. Los apéndices del gusano tanteaban la cueva tras ella.

Ahriel siguió arrastrándose, desesperada, tratando de escapar. Cuando las primeras gotas de lluvia enfangada cayeron sobre su cabeza sintió también que uno de los tentáculos se enrollaba en torno a su tobillo. Ahriel trató de desasirse, pero la criatura tiró de ella hacia adentro, arrastrándola hacia sus fauces. El ángel se aferró a un saliente. El gusano tiró con más fuerza, y Ahriel oyó que algo se quebraba, sintió un agudo dolor en el tobillo y supo que se lo había fracturado. Agarró una piedra y golpeó con ella el apéndice que la retenía. El ser no pareció notarlo, pero Ahriel insistió hasta que la criatura dejó escapar un sonido chirriante y la soltó.

Ahriel se arrastró como pudo fuera de la cueva. Oyó las patitas del gusano chapoteando en el fango y comprendió que la estaba siguiendo. Se puso en pie y, cojeando, trató de ganar la partida en aquella carrera por su vida. El gusano era lento y pesado, pero ella no podía correr mucho más, y supo que, si no hacía algo, pronto la alcanzaría. Tropezó y cayó sobre el barro, pero no se detuvo. Siguió arrastrándose hasta que sus manos toparon con una formación rocosa. Alzó la cabeza y se vio al pie de una montaña. Comenzó a trepar hacia arriba, y siguió haciéndolo sin mirar atrás, y no se detuvo cuando las rocas desgarraron su túnica embarrada, ni cuando sus dedos y rodillas comenzaron a sangrar. Sólo cuando sus manos resbalaron y ella cayó sobre una roca plana, agotada, se concedió un momento de descanso. No necesitó mirar para saber que la criatura ya no la perseguía.

Ahriel respiró profundamente. La lluvia seguía cayendo pesadamente sobre ella, estaba herida, sucia, cansada y hambrienta, pero, por lo menos, seguía viva. «¿Qué clase de ser era ése?», se preguntó, con un estremecimiento. «¿Y qué clase de lugar es éste?»

Alzó la cabeza para mirar a su alrededor. La densa cortina de lluvia dificultaba la visibilidad, pero Ahriel llegó a distinguir un destello luminoso un poco más allá.

Se levantó y, cojeando, lo siguió.

Se trataba de un fuego. El ángel vio también las cuatro figuras que se sentaban en torno a él, al abrigo de un saliente rocoso que protegía la llama de la lluvia. Respiró, aliviada, y se acercó.

Eran tres hombres y una mujer. La vieron llegar desde la oscuridad, y la observaron con desconfianza. Ahriel trató de erguir sus alas, pero el cepo se lo impidió. De todas formas, estaban cubiertas de barro y no presentaban, ni mucho menos, un aspecto tan imponente como de costumbre.

—Saludos —dijo ella.

Los otros no respondieron. Seguían mirándola inquisitivamente, pero hacía falta mucho más que eso para que Ahriel se sintiese incómoda.

—Saludos —repitió—. Me llamo Ahriel, y agradecería que me reservaseis un lugar seco y caliente junto al fuego, para que pueda descansar y curarme de mis heridas.

Los cuatro reaccionaron por fin. Dos de ellos cruzaron una rápida mirada, el tercero clavó los ojos en ella descaradamente y la mujer esbozó una sonrisa socarrona.

—¿Qué nos vas a dar a cambio? —preguntó el que parecía ser el líder, un individuo de barba trenzada y sonrisa desdentada.

Ahriel se mostró desconcertada. Nadie le había pedido nunca nada a cambio de un poco de hospitalidad. Todos sabían que los ángeles luchaban por el bien y la justicia, y algunos supersticiosos pensaban que traían buena suerte. Allá donde iba, los hombres se sentían muy honrados de poder alojarla en su casa, y las mujeres le pedían que bendijese a sus bebés.

Estudió con más atención al grupo, y se dio cuenta de que parecían de todo menos honrados. Vestían ropas hechas jirones, llevaban los cabellos largos y desgreñados y, aunque exhibían armas toscas, todas de madera, sus ojos tenían un brillo siniestro y sonreían de forma aviesa.

—Quizá no me he explicado bien —dijo con más frialdad—. Os he pedido que me acojáis esta noche.

Avanzó para que la luz de la hoguera bañase su figura, pero lo hizo cojeando, y su entrada no fue demasiado triunfal. Sin embargo, apreció por el cambio en sus expresiones que ellos ya habían reparado en sus alas.

—Tal vez tú no nos hayas entendido —replicó uno de los hombres, sin dejar de mirarla con un brillo calculador en sus ojos—. Te hemos preguntado qué nos vas a dar a cambio.

—No tengo nada que daros. Por eso pido...

—Déjala que se acerque —interrumpió el líder, con una sonrisa.

—Pero, Yuba...

—No vamos a dejar a la pobre dama abandonada a su suerte bajo esta tormenta, ¿verdad? —replicó el llamado Yuba, con una siniestra sonrisa.

La mujer lanzó una carcajada despectiva, y Ahriel estuvo a punto de replicar que ella no era ninguna «pobre dama» y no estaba en absoluto «abandonada a su suerte», pero se mordió la lengua y avanzó hasta situarse junto al fuego. Fingió que no se daba cuenta de las miradas que aquellos individuos dirigían a sus alas, ahora sucias de barro.

—Parece que no te las arreglas bien aquí —comentó la mujer.

Ahriel le dirigió una breve mirada, pero no dijo nada.

—¿Siempre eres así de engreída?

—No soy engreída —dijo ella suavemente—. Soy un ángel. Soy como soy.

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