Authors: Laura Gallego García
—A la reina no le va a gustar —gruñó Kab.
—Estoy segura —respondió Ahriel, impasible.
Recogió la espada del capitán y salió de la celda, cerrando la puerta tras de sí. Después de asegurarse de que Kab no podría escapar, se encaminó a los aposentos de la reina.
Mientras subía las escaleras, pensaba en el extraño giro que habían tomado las cosas. Nunca había estado del todo convencida de la culpabilidad del bardo. Y, aunque había creído que podía confiar en Kab, lo cierto era que existían múltiples indicios que habían debido hacerle sospechar de él. Como, por ejemplo, el hecho de que fuese el mismo Kab quien le pusiera sobre la pista de Kendal. O la inexplicada ausencia del capitán la noche del asesinato. Y, por supuesto, las acusaciones del muchacho en el pasadizo, cuando lo capturaron.
Pero ahora estaba todo bajo control. Entregarían a Kab a los sarianos y la paz volvería al reino. Y, aunque en esta ocasión la manzana podrida había alcanzado el mismo corazón del palacio, afortunadamente Ahriel había logrado localizarla antes de que contagiase al resto del cesto.
Pese a que el ángel se presentó ante la reina con su habitual gesto sereno e impasible, ella la conocía bien, y percibió enseguida el brillo de triunfo que había en sus ojos.
—¿Qué ocurre, Ahriel?
—He descubierto al verdadero asesino del conde Aren —respondió ella con calma.
María se la quedó mirando. Tapó con un paño una pequeña bola de cristal que había estado contemplando y se levantó.
—¿Qué quieres decir?
Ahriel frunció levemente el ceño. No le gustaba que María jugase con aquellos objetos supersticiosos, pero hasta el momento no había logrado apartarla de aquellas extravagantes distracciones. Sin embargo, el asunto que la había llevado hasta allí era más importante, y se centró en él.
—El bardo era inocente. La persona que asesinó al conde Aren está muy lejos de ser un sariano, y, desde luego, está más cerca de ti de lo que imaginas.
—Siéntate y cuéntamelo todo con calma —la invitó la reina.
Ahriel obedeció mecánicamente.
—Gracias —murmuró—. Señora, no sé por dónde empezar... Lo que me dijo el bardo... Lo cierto es que no sospechaba de él... Si hubiese estado más atenta...
—Si lo has descubierto, no has hecho tan mal trabajo. Pero, dime, ¿quién...?
—Kab, señora.
María se llevó una mano a la boca, para ahogar una exclamación.
—Pero Ahriel, debes de estar equivocada... ¿Cómo puedes creer lo que dice un espía sariano, por muy joven que sea?
—El mismo Kab lo ha confesado, señora.
—Creo que necesito una copa de vino —murmuró la reina, pálida.
Ahriel no dijo nada. Siguió sumida en sus pensamientos hasta que María le ofreció una copa.
—Nos sentará bien a las dos.
—Sí, gracias —dijo Ahriel.
Bebieron en silencio, hasta que la reina dijo:
—¿Lo sabe alguien más?
—El joven bardo. Por fortuna, he llegado a tiempo de impedir que se castigara injustamente a un inocente.
—¿Lo has liberado?
—Sí. Ahora, Kab ocupa su lugar en la celda.
María asintió, pensativa.
—Pero, ¿por qué lo haría? ¿Qué ganaría con ello?
—Eso me tiene muy intrigada —admitió Ahriel—. Kab siempre ha sido fiel a Karish, de eso no hay duda, y no haría nada que tú no...
Ahriel no terminó la frase. Se interrumpió de pronto y miró a María, y no le gustó lo que vio en sus ojos. La joven la observaba atentamente, como si estuviese esperando algo, con un brillo calculador en la mirada, mientras enroscaba la cadena de su medallón en torno a sus dedos.
—Lo siento, Ahriel —se disculpó ella.
—¡El vino! —exclamó el ángel.
Se levantó de un salto, pero las piernas le fallaron y cayó al suelo con estrépito. Trató de levantarse, pero los músculos no le obedecían.
—Ha tardado en hacerte efecto —comentó María—. Aunque sé que los ángeles sois físicamente más fuertes que nosotros, los humanos.
Ahriel logró volver la cabeza. Vio a la reina junto a ella, mirándola. Intentó hablar, pero también su boca estaba paralizada.
—¿Por... qué...?—logró decir.
María no respondió. Seguía mirándola, pensativa. Su mano se cerró sobre el medallón.
—¿Sabes lo que significa esto? Sabes demasiado, Ahriel. Hasta ahora me has sido de mucha utilidad: los otros reinos me temen porque tengo un ángel como guarda personal. Pero se me ocurre que puedo emplearte de otra manera. Diré que te he enviado a Saria. Cuando el pueblo vea que no regresas, les haré creer que los traidores sarianos te tienen prisionera. Es una excusa perfecta para comenzar una guerra, ¿no te parece? Mejor que lo de ese estúpido conde. Algo así como: no nos detendremos hasta que nos devuelvan a nuestro ángel. Todos los karishanos estarán encantados de acudir al rescate. Y los otros reinos temerán enfrentarse a mí, por si a los otros ángeles se les ocurre venir a vengar a su guerrera.
—Sabes que... no van a hacerlo —pudo decir Ahriel.
—Yo sí, pero ellos no. La mayor parte de la gente no ha visto nunca un ángel de cerca. ¿Cómo van a saber nada de vuestras costumbres?
—¿Po... r... q-qué...? —repitió Ahriel, desolada.
María se inclinó frente a ella y la miró a los ojos.
—Podrías haberte quedado a mi lado, mi ángel. Pero nunca te gustó la idea de un imperio por la fuerza, no, tú siempre hablando de ese maldito equilibrio... ¡sin darte cuenta de que ésta es la única manera de hacer las cosas! Mi ingenuo padre creía en la paz entre reinos... cuando todos los otros reyes estaban deseando aplastarlo para añadir las tierras de Karish a las suyas propias. Pues bien, ya es hora de hacer las cosas de otra manera. Venceremos a Saria con la ayuda de los otros reinos. Y cuando Saria caiga... caerán los demás.
Ahriel lo estaba escuchando todo, impotente, pensando que todo aquello debía de ser producto de una pesadilla. Y, aunque los ángeles no soñaban, ella había pasado suficiente tiempo entre humanos como para saber que un mal sueño no debía de ser muy diferente de aquello que estaba viviendo. Recordó entonces las palabras de Kendal en el pasadizo: «Te ha mentido. ¡Lleva años moviendo hilos para apoderarse del reino de Saria!» Entonces había creído que el muchacho se refería a Kab, y por eso aquella afirmación le había parecido absurda, pero ahora la comprendía con claridad meridiana: el joven bardo había intentado prevenirle de que María la estaba engañando. Probablemente ella y Kab habían buscado desde el principio un cabeza de turco, y habían elegido a Kendal por ser sariano y amigo del conde. Y habían sembrado el camino de Ahriel de pistas falsas que la llevasen hasta él.
María se incorporó.
—¿Has dicho que Kab está encerrado en las mazmorras? Muy divertido. Mandaré a alguien a buscarlo. Y capturaremos de nuevo a ese estúpido bardo. Igual que tú... sabe demasiado.
El ángel abrió la boca para decir algo, pero la pócima terminó de apoderarse de su mente y la arrojó a la más profunda oscuridad.
Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró en una celda húmeda y oscura. Tardó un poco en comprender qué estaba pasando.
La reina María, a quien ella había educado y protegido desde su nacimiento, la había engañado y traicionado. Y no sólo a ella, sino a todo Karish, incluso a los otros reinos. Por alguna razón que desconocía, María deseaba a toda costa aplastar al reino de Saria, y por ello había movido los hilos para provocar una guerra y hacer creer a los otros monarcas que el belicoso rey Ravard de Saria había atribuido injustamente a Karish el asesinato del conde Aren. Y ahora, María acusaría a Saria de haber secuestrado a Ahriel.
«¿Por qué?, ¿por qué?», se preguntó el ángel, desolada. «Le he enseñado desde que era una niña que la guerra es caótica y que toda criatura tiene derecho a vivir en paz. ¿Qué le ha pasado a la pequeña María?»
Trató de levantarse, pero los efectos del vino emponzoñado todavía no se habían disipado por completo. Se dejó caer, desalentada. Respiró hondo y se resignó a esperar a que le volviesen las fuerzas. Cuando estuviese recuperada, saldría de allí y entonces...
Entonces, ¿qué?
Pensó en regresar con los suyos, pero enseguida se preguntó cómo iba a explicar a los demás ángeles que había fracasado en su misión, y que el equilibrio del continente estaba a punto de romperse en mil pedazos, como un frágil cristal. Se dio cuenta de que no tendría valor para volver a casa y mirarles a la cara.
¿Qué otras opciones tenía? ¿Enfrentarse a María? No podía. Había hecho un juramento...
Ahriel había sabido siempre, desde que podía recordar, que su destino era ser un ángel guerrero. Había aprendido el arte de la lucha y había puesto su espada al servicio de la justicia y el equilibrio. Nunca había empleado tretas sucias ni trucos bajos. Siempre había peleado cara a cara, noblemente y con honor.
La educación de la princesa María había sido su primera misión vital. Ahriel había sabido siempre que después de esa vendrían otras, puesto que los ángeles eran mucho más longevos que los humanos, y ella seguiría siendo joven mucho después de que muriesen los hijos de María. Era una misión importante, pero aparentemente sencilla. María debía ser una soberana buena y justa, como lo había sido su padre, el rey Briand. Si un ángel la adiestraba desde su nacimiento, María no tenía por qué verse tentada hacia la senda del odio y la ambición. Y el equilibrio prevalecería entre los humanos, durante una generación más.
Ahriel había jurado servir y educar a María, y protegerla con su vida. Pero María había renegado de todo cuanto Ahriel le había enseñado. A pesar de los desvelos del ángel, la joven reina estaba demostrando despreciar los ideales que regían la vida de su mentora... y durante diecisiete años se las había arreglado para convencerla de lo contrario.
¿Cómo lo había hecho? En el fondo de su corazón, Ahriel sabía que debería haber adivinado, por múltiples indicios, que María tenía sus propias ideas con respecto a la justicia y el equilibrio. Pero lo había dejado correr, creyendo que era bueno que la muchacha pensase por sí misma, en lugar de obedecer ciegamente. Ahora comprendía que debería haber sido más dura con ella, cortando de raíz aquellas peligrosas ideas.
«La he perdido», pensó Ahriel, desolada. «La he perdido. Le he fallado, a ella y a los míos.»
¿Qué debía hacer? No podía enfrentarse a María, porque era su protegida y había jurado defenderla. Pero secundarla en sus ambiciosos planes de guerra iba en contra de sus principios más sagrados. Los ángeles eran observadores y pocas veces luchaban, pero cuando lo hacían siempre combatían por ideales de justicia, igualdad y equilibrio.
No, Ahriel no sabía qué camino tomar. Y no estaba acostumbrada a no saber.
Ahriel cerró los ojos. Estaba confusa y perdida. Nunca antes se había sentido así. Su alma era un torbellino de sentimientos que jamás había experimentado antes: rabia, miedo, dolor, impotencia, remordimientos... pero lo peor era aquella espantosa sensación de fracaso.
Pensó entonces que, si el equilibrio del continente se había hundido por su culpa, sería mejor dejar que otros ángeles más competentes que ella se ocupasen de restaurarlo.
Respiró hondo y trató de relajarse. Logró sosegar los latidos de su corazón y consiguió dejar su mente en blanco. Poco a poco, fue entrando en trance, y al cabo de un rato su espíritu flotaba por encima del confuso océano de sentimientos contradictorios que albergaba en su interior.
Ahriel se dejó llevar. Cuando despertase del trance, las dudas se habrían disipado, y el dolor se habría calmado. Cuando volviese en sí, lo vería todo desde una perspectiva diferente.
No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció de esta manera, sin moverse, sin pensar, sin sentir. Probablemente transcurrieron varias horas, pero el ángel ya no percibía el paso del tiempo. Cuando despertó, horas más tarde, deseó no haberlo hecho nunca.
Kab la devolvió brutalmente a la realidad. Entró en la celda acompañado de una figura oscura, pero Ahriel no tenía fuerzas para alzar la cabeza y averiguar quién era el desconocido. Kab trató de ponerla en pie, pero el cuerpo de Ahriel aún seguía bajo los efectos del narcótico, y sus piernas no respondían. La dejó entonces sobre el suelo, boca abajo.
El desconocido se acercó y se inclinó sobre ella. Ahriel era vagamente consciente de sus movimientos. Su mente se despejó súbitamente, alertada por el roce de las manos del extraño sobre sus alas. Sus plumas se encresparon automáticamente.
Nadie tocaba sus alas. Y menos un humano.
Quiso moverse, pero no pudo. Quiso hablar, pero la lengua parecía un trapo seco en su boca. Y entonces sintió que algo se movía entre sus alas, algo frío y viscoso. Ahriel dejó escapar un débil gemido de terror. Le respondió una especie de siseo: una serpiente enroscaba sus anillos en torno al nacimiento de sus alas. Pero no se trataba de una serpiente corriente; había algo extraño en ella. Ahriel podía percibir claramente que rezumaba odio y maldad, y aquella sensación se iba transmitiendo a cada una de sus plumas, y a toda la superficie de su piel.
Entonces el extraño pronunció unas palabras en un lenguaje desconocido para Ahriel. Ella percibió enseguida el poder que emanó de sus manos y se transmitió a la odiosa serpiente. Era una energía retorcida y oscura. Ahriel podría haberla contrarrestado con su propio poder, de haberse encontrado en condiciones, y ahora lamentaba no haber luchado con más energía contra los efectos del narcótico la primera vez que despertó en la celda. Entonces pensaba que las cosas no podían ir peor de lo que estaban.
Ahora se daba cuenta de su error. Demasiado tarde.
La serpiente emitió un último y airado siseo y se volvió rígida y fría como el acero. Ahriel ya no la sintió moverse, pero notaba su presencia allí, rodeando sus alas en el punto donde se unían a su espalda. Aquella cosa le hacía daño, mucho daño, quemaba como el hielo y producía en su piel un dolor intenso y lacerante.
—¿Ya está? —preguntó Kab.
—Sí —dijo el desconocido en voz baja. Se levantó y se separó de ella, y Ahriel pensó, desesperada, que los dos hombres se marcharían y la dejarían allí, con aquel espantoso artefacto de tortura encadenando sus alas.
Trató de hablar, y por fin sus labios dejaron escapar una súplica desesperada:
—Qui... tádmelo.
Kab lanzó una risa desdeñosa.
—Qui... tadme... esto... por favor —pudo decir Ahriel.