Authors: Laura Gallego García
—Van dos veces en un día, alitas. ¿No estarás enferma?
Ahriel sonrió.
—¡Caramba! —exclamó Bran—. ¡Sabes sonreír! Había llegado a pensar que los ángeles llevabais siempre puesta la misma cara de palo...
Ahriel frunció el ceño, pero apartó la mirada para que Bran no viera lo confusa que la había dejado su comentario.
Ella misma era demasiado consciente de que, cuanto más tiempo pasaba en aquel lugar, más recordaba su comportamiento al de una humana cualquiera.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó, cambiando de tema.
—El Rey de la Ciénaga es fuerte en su territorio, pero aquí también tiene influencia. Hasta ahora me las he arreglado para que me considerasen útil, pero creo que se me ha acabado la buena suerte. No sé. Creo que lo único que podría intentar es ganarme el respeto de la gente de la Cordillera, simplemente para equilibrar fuerzas. Eso no garantizaría nuestra seguridad aquí pero, al menos, podríamos tratar construir una casa en otro sitio sin que nadie intente echarla abajo.
—Muy bien. ¿Qué hemos de hacer para ganarnos su respeto?
—¿El de esa gente? —Bran dejó escapar una carcajada—. Sólo les impresiona la fuerza bruta. Tendríamos que matar al mismo Carnicero para hacerlos pestañear.
—De acuerdo. ¿Qué es ese Carnicero?
Bran se volvió hacia ella como si lo hubiesen pinchado.
—¿¡Qué!? No lo decía en serio, Ahriel. El Carnicero es el engendro más trastornado y salvaje que jamás haya pisado Gorlian. Nadie se atreve a enfrentarse a él. Tiene cinco cabezas, óyeme bien, cinco, todas ellas llenas de dientes, y...
—Pero debemos intentarlo —lo interrumpió Ahriel; dio media vuelta y comenzó a caminar—. ¿No eras tú el de: «Somos grandes y nada podrá pararnos ahora»?
Bran la siguió, hablando muy deprisa y haciendo aspavientos.
—.. .¿Te he hablado de sus garras? Cuatro, tiene cuatro, y desgarran y trituran como ninguna cosa que hayas visto antes. Ese bicho no sufre, disfruta matando, y si quieres ser su próxima víctima allá tú, porque yo... ¿no me estás escuchando?
Bran se detuvo en seco y vio cómo ella seguía andando.
—¡Ya no quiero ser tu socio! —le gritó—. ¿Me oyes? ¡Tu compañía no es buena para mi salud!
Ahriel le hizo un gesto de despedida, pero no se detuvo.
—Oh, está bien —dijo Bran finalmente—. Olvidaba que te gusta matar engendros. Además, creo que necesitarás a alguien que piense un poco...
Ahriel aguardó, quieta como una estatua de mármol, con la lanza en alto y los pies clavados en el fango, que le llegaba por encima de los tobillos. Detectó una leve ondulación en la superficie del lodazal, pero no se movió. Sólo cuando la onda se repitió, un poco más cerca, el ángel descargó la lanza sobre ella, rápida, certera y letal. Sacó entonces el arma del fango y observó con aire crítico lo que se agitaba en su extremo: un pez del fango, ciego, viscoso y extremadamente feo, pero más o menos comestible. Ahriel esperó a que dejara de moverse y entonces lo arrojó al morral abierto, donde se amontonaba media docena más de peces de similar tamaño. Respiró hondo y se apartó el cabello de la cara. Por un instante fugaz recordó la época en que su melena negra resplandecía como el azabache, peinada en multitud de pequeñas trenzas que ella cuidaba con mimo, rehaciendo cada mañana. Apartó aquellos pensamientos de su mente. Su pelo estaba ahora casi siempre sucio y enmarañado y, por supuesto, no tenía tiempo ni medios para hacerse un peinado más sofisticado que la gruesa y tosca trenza que le colgaba siempre medio deshecha por la espalda.
La niebla no dejaba pasar los rayos del sol aquella mañana, pero Ahriel sabía que ya era casi mediodía. Con un suspiro, salió del barrizal y recogió su morral. No se molestó en quitarse el fango de los pies mientras volvía a internarse por los riscos de la Cordillera. Sabía que se resecaría y terminaría por caer solo.
Tardó un par de horas en divisar la columna de humo que señalaba el lugar donde se alzaba su nuevo hogar. Ahriel sonrió. El fuego estaba encendido y Bran estaba en casa. No era una casa muy grande, ni muy lujosa, pero el ángel había aprendido a apreciarla con el paso de los meses. A veces llegaba a pensar que no echaba de menos su vida en el palacio real de Karishia, o en la bella y radiante Ciudad de las Nubes, donde habitaban los demás ángeles. La cabaña que compartía con Bran era pequeña, incómoda y maloliente, pero era suya. Al igual que su vida.
Hacía ya casi un año que vivía en Gorlian, y por primera vez estaba empezando a notar que su corazón se iba aligerando de un peso que siempre había estado ahí, pero que ella no había percibido hasta entonces. Hacía mucho que ya no pensaba en María, y casi había llegado a acostumbrarse a la idea de que no saldría nunca de allí. «¿Para qué?», se preguntó. «Nunca he podido pensar por mí misma. Siempre debía hacer lo correcto y no lo que yo quería. Siempre tenía que anteponer la vida de mi protegida a la mía propia. Aquí, en cambio, sólo debo cuidar de mí misma. Mi vida es mía.»
No era la primera vez que tenía aquellos pensamientos, pero sí fue aquélla la primera ocasión en que no trataba de reprimirlos.
La cabaña apareció finalmente ante sus ojos. La habían construido con los escasos materiales que había a su alcance, aprovechando una abertura en la cara de la montaña, lo cual la resguardaba mejor del viento y la lluvia. Ante la puerta, clavado sobre una estaca, estaba uno de los cráneos del Carnicero. Ahriel sonrió al verlo. Después de matar al engendro que aterrorizaba a toda la Cordillera mediante una ingeniosa trampa ideada por Bran, el humano se había empeñado en colocar ahí una de las cabezas, para que sirviese de advertencia a los extraños. Ahriel había discutido acaloradamente la cuestión. Estaba convencida de que no aguantaría por mucho tiempo el olor que despedía aquella cosa.
Pero resultó que Bran tenía razón. Cualquiera que se acercase a la cabaña veía la cabeza y se lo pensaba dos veces antes de meterse con las personas que habían acabado con el Carnicero. Era simple, primitivo y brutal, pero funcionaba. Y, con el tiempo, la misma Ahriel había acabado por acostumbrarse a aquella cabeza que se descomponía en la puerta de su casa.
Ahora, la cabeza del Carnicero no era más que un cráneo amarillento y pelado. Continuaba infundiendo respeto en los extraños, pero los habitantes de la casa ya lo veían como una parte más de la decoración, y apenas se fijaban en él, ni en sus enormes colmillos descarnados.
El ángel entró en la cabaña, pero no vio a Bran por ninguna parte. Sin embargo, no debía de andar lejos, puesto que se había dejado el ruego encendido. Encogiéndose de hombros, Ahriel se sentó en la puerta de la cabaña con un odre de agua pardusca y comenzó a limpiar los peces con ayuda de su daga.
—¿Ya de vuelta? —dijo una voz junto a ella.
Ahriel dio un respingo. Bran estaba a su lado, acuclillado sobre la enorme roca plana que aseguraba la pared oeste de la cabaña, mirándola con un brillo malicioso en los ojos.
—¿Dónde estabas?
—Se me había roto el pedernal, y he ido a buscar otro. ¿Por qué pones esa cara? Ya deberías estar acostumbrada a no oírme llegar. Sabes que siempre te sorprendo.
—Porque trepas como un mono y te subes a los sitios más insospechados. ¿De dónde vienes? ¿Te has descolgado por el tejado desde la cima?
Bran se sentó junto a ella y hurgó en su morral.
—¿Siete peces del fango? A ver si lo adivino... hoy toca sopa de pescado. Igual que ayer, y que anteayer...
—No esperarías una pierna de cordero... Ve a calentar agua para el puchero, anda.
—Muy bien, pero antes escucha lo que tengo que contarte. Me he enterado de que Yuba, Rando y Tora se reunieron anoche. Esos tres traman algo, alitas. Y no puede ser nada bueno.
—¿Por qué tienes que ser tan retorcido? Puede que por una vez hayan decidido pactar una tregua y dejar de mandar a sus hombres a matarse entre sí.
—¿Ese trío de cabezas huecas? —Bran sacudió la cabeza con incredulidad—. Créeme, sólo unirían sus fuerzas si oliesen sangre fresca.
—¿Y a ti quién te ha contado eso de la reunión?
—Regon; me debía un favor, así que le dije que me avisara si notaba movimiento en el campamento de Yuba.
—¿Y te fías de ese gusano embaucador?
—No; por eso me acerqué a espiar para ver si decía la verdad. Y tenía razón, Ahriel. Nunca había visto tanta gente allí. Es como si todos los habitantes de la Cordillera hubiesen decidido celebrar la misma fiesta todos a la vez.
—¿Quieres decir que tal vez han decidido atacar al Rey de la Ciénaga?
—Eso fue lo que pensé. No es la primera vez que alguien tiene la brillante idea de comenzar una guerra de territorios. Pero ya deberían haber aprendido que cuatro pandillas de brutos desarrapados, por mucho que unan sus fuerzas, no tienen nada que hacer contra la organizada corte del Rey de la Ciénaga.
—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
—Que yo haya tenido que enterarme por un gusano embaucador que me debía un favor.
—Y eso te ha herido en tu orgullo, ¿eh?
—¡No hablamos de mi orgullo! —replicó Bran ferozmente—. Seamos lógicos: si quieres iniciar una guerra contra el Rey de la Ciénaga, ¿dejarías de lado a dos tipos que, por muy mal que te caigan, acabaron con la Culebra y el Carnicero y tienen una daga?
Ahríel admitió que tenía razón, pero no dejó de sonreír para sus adentros. Dijera lo que dijese, a Bran le había dolido que lo ignoraran.
—Está bien —dijo suavemente—. ¿Qué propones que hagamos?
—¡Diablos, no lo sé! Reconozco que estoy desconcertado —sacudió la
cabeza
y, levantándose de un salto, concluyó—. Voy a calentar agua para el puchero.
Ahriel asintió, pero no dijo nada. Continuó limpiando el pescado mientras Bran entraba en la cabaña.
El humano siempre andaba revolviendo entre unos y otros, asegurándose de que siempre sabía más que nadie de lo que se cocía en todas las pandillas de la Cordillera. Tras haber escapado del Rey de la Ciénaga y haber acabado con el Carnicero, Ahriel y Bran se habían ganado el respeto de casi todos, pero el joven no podía evitar seguir estando al tanto de lo que sucedía, por si acaso. Y más de una vez eso les había salvado la vida. Porque, pese a que Ahriel hubiese preferido vivir tranquilamente y dedicarse a hacer su estancia en Gorlian lo más cómoda posible, sin meterse con nadie, lo cierto era que el Rey de la Ciénaga no había olvidado el agravio, y de vez en cuando todavía trataba de librarse de ellos. En ese sentido, los contactos que Bran tenía por todas partes los habían ayudado a salir del paso.
Ahriel terminó de limpiar los peces y los echó en un recipiente de barro. Se dio la vuelta para entrar en la cabaña, pero chocó con Bran, que salía, y los peces cayeron al suelo.
—Vaya, lo siento —dijo él; los dos se inclinaron para recoger el pescado, y volvieron a chocar—. Hoy estoy especialmente patoso. Sólo salía a decirte que el agua ya hierve.
Ahriel sonrió. Entre los dos recogieron los peces sin una palabra. Las manos de ambos se rozaron cuando fueron a coger el mismo pescado, y Ahriel se estremeció. Bran la miró.
—Ahriel...
Ella rehuyó su mirada. Terminó de recoger los peces y se levantó precipitadamente.
—Tengo que...
Pero él no la dejó marchar. La retuvo por el brazo.
—Espera, Ahriel. Tenemos que hablar.
—Éste no es un buen momento...
—Para ti nunca lo es. Escucha, Ahriel. Hace mucho que somos comp... socios —se corrigió—. Vivimos juntos porque nos costó mucho construir una sola cabaña, y no nos sentíamos con ánimos para levantar una más. Dijimos que sería como nuestra... eh... base de operaciones. Pero...
Bran inspiró hondo. Ahriel notó que había preparado aquel discurso hacía mucho tiempo y, por un confuso momento, deseó que se callase y que siguiese hablando.
—¿Qué es lo que quieres? —lo interrumpió con dureza—. No me vengas con el cuento de que te has enamorado de mí.
Bran se separó un poco de ella y la miró con una intensidad que la hizo vacilar. —¿Y qué si así fuera?
—Sabes que no es verdad. No es posible. Tú eres humano, y yo soy un ángel. Bran suspiró, exasperado.
—Ya vuelves otra vez con lo mismo. No somos tan diferentes. Yo no tengo alas, es verdad, pero da igual, porque de todas formas tú no puedes volar.
Fue como si le hubiese dado una bofetada. Ahriel retrocedió y le dirigió una mirada dolida.
—Lo... lo siento, Ahriel —tartamudeó Bran—. Sé que no te gusta que te recuerden que...
Que llevaba un año sin despegar los pies del suelo, se dijo a sí misma Ahriel con amargura. —No es culpa tuya —murmuró. Nuevamente, Ahriel trató de alejarse de él, pero Bran la retuvo junto a sí. Volvieron a mirarse.
—Básicamente —dijo Bran—, lo que llevo tiempo intentando decirte, Ahriel, es que, después de tanto tiempo siendo comp... socios, he estado pensando que... — se calló de pronto, perdido en la mirada de los ojos del ángel—. ¡Qué diablos! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. Lo que quería decirte es que te quiero, Ahriel.
Ella abrió la boca para protestar, pero Bran eligió aquel momento para besarla, y Ahriel se quedó tan sorprendida que no pudo hacer nada al respecto. Cuando se separaron, el corazón del ángel latía desbocado, y ella estaba tan aterrorizada que no pudo decir palabra. —¿Qué... qué me has hecho?
—¿Nunca te habían besado?
—N...no.
Lo miró de reojo y sintió que se ruborizaba intensamente; algo en su interior ardía como un volcán, y aquellas emociones tan difíciles de controlar la confundían y la asustaban. Sintió que tenía los ojos húmedos, y parpadeó para contener las lágrimas. No tenía muy claro qué era lo que quería o necesitaba, pero Bran parecía saberlo mejor que ella, porque la abrazó, y todo su ser agradeció aquel gesto. Ahriel cerró los ojos y apoyó la
cabeza
en el hombro del humano.
—¿Qué me está pasando? —murmuró.
—Probablemente, lo mismo que a mí —respondió Bran con voz ronca.
Se quedaron un momento así, abrazados, hasta que algo obligó a Ahriel a abrir los ojos, sobresaltada.
Bran le estaba acariciando las alas.
—¿Qué estás haciendo? —dijo, con una nota de pánico en su voz.
La mano de Bran se detuvo.
—Lo siento. Había olvidado que lo detestas. Me parecían tan suaves.
—¿Suaves? —repitió ella, desconsolada, recordando tiempos pasados—. Están sucias, caídas y encrespadas. No son bonitas.